El Palacio Encantado de Toledo (II) - Leyendas de Toledo (sitios de interés)

Descripción del sitio

A principios del siglo VIII, era conocido por todo Toledano la existencia de un “Palacio Encantado” a poco más de media legua de la población, en un lugar agreste y sombrío cercano al Tajo. Un viejo lugar que se asemejaba al más árido desierto, en el que por las noches, apenas las sombras cubrían el espacio, ruidos extraños de metales, lejanas caídas de aguas, ecos de un martillo cayendo sobre un yunque tal vez manejado por un Titán, gritos estridentes y alaridos que brotaban de lo más profundo de la tierra se unían con el viento formando un tétrico coro infernal.

Cuando el alba daba paso a la oscuridad, los ruidos cesaban, y hubiérase dicho que sólo existían en la imaginación de los crédulos habitantes de los contornos.

En aquel lugar se alzaba esbelto un palacio maravilloso, cuya descripción nos han dejado los cronistas: “alto hasta el punto de no haber hombre alguno que, con toda la fuerza de su brazo, pudiese lanzar una piedra hasta su torre, estaba construido de pequeños pedazos de ricos jaspes y pintados mármoles, tan relucientes que, visto de lejos, brillaba como si fuese de cristal; y tan sutilmente habían unido los millones de pequeñas piedras que le constituían, que todas ellas parecían formar una sola y única piedra de varios matices. Cuatro enormes leones de metal sostenían, como aplastados por su peso, la airosa torre, que orgullosamente se levantaba hasta las nubes.”

Aquél palacio perteneció a Hércules, sabio que conocía los secretos del cielo y de la tierra, gran adivino, que construyó el palacio ocultando en su interior las desgracias que amenazarían a España, si un rey curioso, descuidado y avaro osaba a profanar este imponente edificio. Mientras no hubiera rey que profanara y rompiera el acceso al Palacio, la fatalidad sobre la península estaría pospuesta.

Por esta razón, terminada su obra, Hércules puso un gran candado a la puerta, ordenando que cuantos monarcas le sucediesen en el trono siguieran su ejemplo, sin atreverse a profanar el secreto tan espantoso que guardaba, y cumpliendo esta prescripción, todos los reyes, pocos días tras su coronación, se trasladaban con toda su corte al misterioso palacio y ponían un nuevo candado en su mágica puerta, cuyos goznes no habían girado desde la época de su construcción.

Treinta candados habían puesto ya los reyes godos cuando llegó al trono Don Rodrigo que, ocupado en los primeros meses de su reinado en la tarea de reprimir a los inquietos partidarios de Witiza, no se cuidó de cumplir el tradicional mandato de Hércules. Liberado de sus opositores, se interesó por el mágico Palacio, y preguntó cuantos datos sus más cercanos conocían de la tradición del candado. Pero no con el motivo de añadir uno más. La curiosidad había mordido su corazón, y descreído, tendiendo poco respeto a la tradición, ansiaba descubrir el misterio tras las puertas que nunca habían abierto sus antecesores.

En vano intentaron sus consejeros hacerle desistir de su designio. Y una luminosa mañana de agosto parte a galope raudo desde la Vega Baja de Toledo hacia el Palacio. En poco tiempo, sus hombres rompen delante de su codiciosa mirada los candados de la gran puerta, para a continuación penetrar audazmente en su silencioso y oscuro recinto.

En su interior, ni el más leve rumor turbaba el impresionante silencio. Los soldados que acompañaban al Rey callaban ante lo desconocido, temerosos por las leyendas que de este recinto habían escuchado desde su niñez. No avanzaron demasiado para comprender que el edificio no había sido construido por la mano del hombre. Todo allí anunciaba una fuerza superior. Vieron delante de sí una puerta menos grande que la primera, y, penetrando por ella, exhalaron un grito de sorpresa al hallarse en una gran sala cuadrada, en medio de la que había un lecho muy lujoso, y acostado en él un hombre de atléticas formas, armado de gran manera, y con un brazo extendido sosteniendo una escritura que, uno de los caballeros, más osado, recogió entregándosela luego al Rey, el cual, tratando de disimular el terror que empezaba a apoderarse de él, leyó con voz poco segura lo siguiente:

- Tú, tan osado que éste escrito leerás, mientes quién eres y cuánto mal vendrá por ti; que así como por mí fue poblada y conquistada España, así será por ti despoblada y perdida; y quiérote decir que yo fui Hércules el Fuerte, aquel que toda la mayor parte del mundo conquisté y a toda España.

Don Rodrigo quedó en suspenso, pero haciendo un esfuerzo dijo a sus caballeros: “poco cuidado pueden darnos tales profecías, pues nadie sabe el secreto del porvenir. Prosigamos con nuestra visita.”

El resto, impulsados por estas palabras, siguieron al monarca, que abriendo otra puerta penetró en otra estancia igual a la primera, donde otras maravillas le esperaban. Sobre un pilar, en un extremo de la habitación y alzado sobre el suelo, había una estatua de un gigante, con una pesada maza en la mano y en gesto de querer atacar hacia el suelo. Tras esta estatua, y en la pared, escrita con grandes letras rojas se leía:

“Rey triste, por tu mal has entrado aquí.”

En la pared de enfrente, se podía leer también:

“Por extrañas naciones serás desposeído y tus gentes malamente castigadas”.

Acercándose, observaron que en el pecho de la estatua había otro gran letrero: “A los árabes invoco” y en un su espalda “Mi oficio hago”.

Al ver esto todos los caballeros desearon dar la vuelta y regresar, pero Don Rodrigo comprendió que mal quedaría como Rey si en este momento huía, por lo que abriendo una tercera puerta entró en otra sala hizo a todos olvidar pasados temores y gritar de admiración.

Esta nueva sala era como el resto, de las mismas proporciones, y con el aspecto exterior del edificio. Miles de piedras de colores se engarzaban formando escenas de lo más variopinta naturaleza: amor a la orilla de un río; amorcillos jugando con la pesada armadura de Marte, despertado por Venus; batallas campales; instrumentos de música… A través de estas composiciones se filtraba una fina luz casi mágica, que iluminaba con una luz fantasmal e irreal toda la estancia. Cada pared era de un color, y a un lado había un gran poste de la altura de un hombre bajo una pequeña puerta encajada en la pared, y sobre esta un cartel en griego que rezaba:

“Cuando Hércules hizo esta casa, andaba la era del hombre en 3006 años”.

Abrió el rey esta puerta y encontró en un gran hueco del muro un arca de pequeño tamaño, dorada, cubierta de piedras preciosas y cerrada con un candado de oro. Sobre la tapa se podía leer:

“El Rey en cuyo tiempo se abra este arca, no puede ser que no vea maravillas antes de su muerte.”

Gran alegría causó este texto en Don Rodrigo, pues era el primero que no aludía a grandes catástrofes en su reino.

Dio la vuelta y hacia sus caballeros dijo: “por fin encontramos un premio a nuestro atrevimiento. En mis manos tengo el tesoro del Rey Hércules”. Sacó un puñal y quebró el candado. Comenzó a abrir el arca, pero pronto se hizo atrás, sorprendido.

Dentro de ella sólo había un paño blanco plegado y sujeto a dos tablas por medio de toscos alambres. Lo desplegó, y de nuevo se pintó el espanto en sus ojos, y la angustia invadió su alma.

En aquel paño había pintada una inmensa muchedumbre de figuras con anchas túnicas, con tocados en sus cabezas, relucientes y grandes espadas con forma de media luna. Portaban numerosos estandartes y pendones, cabalgando raudos en sus blancos alquiceles, y las ballestas preparadas en la espalda. Sólo la imaginación atisbaba el ingente número de jinetes que se agitaban, se atropellaban, como un remolino; y sobre ellos, otra leyenda que decía en hebreo:

“Cuando este paño fuere extendido y parecieren estas figuras, hombres que andarán así armados conquistarán a España y serán de ella señores”.

Pálido y convulso el Rey, llenos de asombro los caballeros que no tuvieron valor para oponerse a su insensatez, permanecieron mudos todos de espanto. Entonces, y sólo entonces, comprendieron la verdad de la tradición conservada de siglo en siglo… Pero ya era tarde. Enmudecieron y permanecieron mirando una y otra vez el lienzo.

Pero otro hecho sorprendente les sacó de su ensimismamiento: la estatua que había en la segunda sala, como movida por una fuerza invisible, empezó a golpear el suelo con su terrible maza de armas, y su potencia conmovió las paredes del palacio.

Y al ver esto, Don Rodrigo y sus caballeros corrieron pasando lo más lejos posible de la estatua, que seguía golpeando furiosa el suelo. Cuando se vieron fuera del recinto alzaron los ojos al cielo para dar gracias, pero pronto los bajaron atemorizados por lo que vieron: densas nubes se cernían sobre ellos, oscuras, como jamás antes habían visto por estas tierras. Repentinamente, terribles relámpagos y truenos resquebrajaron el aire, y un gran lengua de fuego se desprendió de las nubes y se enlazó la encantada torre del Palacio, comenzando un terrible incendio.

En breves minutos el edificio entero estaba envuelto en llamas y esto provocó que el súbitamente se viniera abajo, abriéndose en su lugar una ancha sima en la que se hundieron sus escombros calcinados.

En medio de este estruendo de cascotes, aún se podía distinguir el ruido espantoso de la maza de armas manejada por el Titán, hiriendo con fuerza las entrañas de la roca…

Don Rodrigo y los suyos, poseídos por un terror supersticioso que no podían contener, huyeron de aquel paraje, corriendo en sus corceles a buscar refugio en la protección de las murallas toledanas.

Desde aquél día, huyó la sonrisa de los labios de Don Rodrigo.

Nada hacía presagiar en su reino tan macabras profecías vividas en el Palacio Encantado, aunque muy bien todos las tenían muy presentes.

Una tarde se hallaba en su alcázar contemplando las serenas aguas del Tajo, y teniendo ante sí el elegante Baño de la Cava, cuando le anunciaron que un enviado de Teodomiro, gobernador godo de Andalucía, traía un mensaje para él.

Don Rodrigo corrió hacia su palacio para escuchar la viva voz del mensajero, y que le leyeran el mensaje que le traían:

“Mi señor, malas nuevas le traigo del sur”, comenzó el nervioso mensajero.

El Rey, temiéndose lo peor, apresuró a la lectura del mensaje, en el que Teodomiro solicitaba ayuda urgente ante el cruce del estrecho por una numerosa expedición árabe, que arrasaba tierras y gentes allá por donde pasaba, y conquistaba con extrema rapidez el territorio hasta ahora perteneciente a los Visigodos.

Don Rodrigo llevó a su mente con un sudor frío las imágenes que había visto en el tejido encontrado en el Palacio de Hércules, sintiendo en lo más profundo de su alma cómo este mensajero había comunicado el principio del fin de su reinado.

*****

Todavía hoy algunos cronistas apuntan como un posible acceso de este “Palacio Encantado” las denominadas “Cuevas de Hércules”, situadas en la C/. San Ginés, del casco histórico. Las leyendas asignan a esta cueva numerosos hechos y sucesos fantásticos, y algunas citan que podría ser una puerta de entrada a los numerosos subterráneos que enlazarían el subsuelo de la ciudad, formando una “ciudad bajo la ciudad”.

De entre estas tradiciones, destacamos aquella que dice que la “Cueva de Hércules” cruza Toledo, pasa por debajo del río Tajo y se extiende varios kilómetros fuera de las murallas, hasta un paraje inhóspito situado en una finca denominada hoy en día “Higares”, donde bien pudo situarse este misterioso palacio y que hoy en día tan sólo aloja unas grandes cuevas, con gran cantidad de escombros y aún inexploradas.

Estas referidas cuevas, conocidas como las Cuevas de Higares o Cuevas de Olhihuelas, fueron en opinión de algunos unas antiguas catacumbas paleocristianas; otros, sin embargo, son de la opinión de que se trata simplemente de tres viejas canteras de piedra caliza, abandonadas desde hace siglos.

Mapa del lugar de interés El Palacio Encantado de Toledo (II)

Panorámica interactiva con Google Street View

fotografía panorámica de El Palacio Encantado de Toledo (II), con el API de Google Street View

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