En este mapa se representan todas las leyendas que se pueden encontrar en la página web www.leyendasdetoledo.com Clicando encima de cada punto se puede leer la leyenda correspondiente.
0: Allá van leyes donde quieren reyes Ver detalle |
1: Cristo de la Luz Ver detalle |
2: Cristo de la Vega Ver detalle |
3: El Alfaquí Ver detalle |
4: El Beso Ver detalle |
5: El Callejón de los Jacintos Ver detalle |
6: El Callejón de los Niños Hermosos Ver detalle |
7: El Callejón del Infierno Ver detalle |
8: El Cristo de la Calavera Ver detalle |
9: El Cristo de las Aguas Ver detalle |
10: El Cristo de las Cuchilladas Ver detalle |
11: El Diablo Confesor Ver detalle |
12: El Diablo Judío Ver detalle |
13: El Palacio Encantado de Toledo (Cueva de Hércules) Ver detalle |
14: El Palacio Encantado de Toledo (II) Ver detalle |
15: El Palacio de Galiana y Alfonso VI Ver detalle |
16: El Pozo y el Péndulo Ver detalle |
17: El Santo Niño de La Guardia Ver detalle |
18: El Zapatero y el Cardenal Ver detalle |
19: El arroyo de la Degollada Ver detalle |
20: Favor con favor se paga Ver detalle |
21: Galiana Ver detalle |
22: Hombre de Palo Ver detalle |
23: La Ajorca de Oro Ver detalle |
24: La Casa del Diamantista Ver detalle |
25: La Casulla de San Ildefonso Ver detalle |
26: La Cava Ver detalle |
27: La Clepsidra Ver detalle |
28: La Dama de los ojos sin brillo Ver detalle |
29: La Fuente Misteriosa Ver detalle |
30: La Fuente del Moro Ver detalle |
31: La Mano Ensangrentada Ver detalle |
32: La Penitencia del Obispo Acuña Ver detalle |
33: La Rosa de Pasión Ver detalle |
34: La Voz del Silencio Ver detalle |
35: La doble muerte de Don Enrique de Villena Ver detalle |
36: La mujer del Arquitecto Ver detalle |
37: La peña del Rey Moro Ver detalle |
38: Las Bodas de Abdallah Ver detalle |
39: Las Tres Fechas Ver detalle |
40: Lo que sucedió a un deán de Santiago con don Illán, el mago de Toledo Ver detalle |
41: Pozo Amargo Ver detalle |
42: Roca Tarpeya Ver detalle |
43: Santa Casilda Ver detalle |
44: Santa Leocadia Ver detalle |
45: Una Noche Toledana Ver detalle |
46: Virgen de Alfileritos Ver detalle |
Eran tiempos de la Reconquista, del rey de Castilla y León Alfonso VI; eran tiempos del rito mozárabe en la Iglesia peninsular, el de los cristianos nacidos en tierras dominadas por los musulmanes durante siglos, una serie de ritos “puros”, llegados directamente de los primigenios cristianos, y conservado, una vez más en Toledo.
Es en esta época tumultuosa cuando sube al trono de San Pedro Gregorio VII, y empeñado éste en unificar el rito eclesiástico de toda la cristiandad, decide abolir en tierras Castellanas el denominado “gótico” o “rito mozárabe” y fuera sustituido por el posteriormente denominado “rito gregoriano”, “galicano” o “romano”, como se había hecho en otras tantas naciones como Francia. Navarra y Castilla se resistían al cambio, por considerar esta tradición suya y arraigada, mientras que Aragón y Cataluña ya habían cedido.
El Papa, viendo tal desobediencia de la diócesis toledana, una de las más influyentes en la península, hizo valer su poder político, ya que el arzobispo de Toledo, Don Bernardo, y la esposa del monarca, doña Constanza, eran de origen francés, consiguiendo su importante apoyo a la causa gregoriana. La opinión del monarca era de suma importancia, por lo que presionaron para poner de su lado a Alfonso VI, ayudados de sus consejeros, monjes de Cluny. Para ello, el arzobispo de Toledo convocó un concilio en la Catedral, al que acudieron numerosos obispos y clérigos de todas las diócesis e incluso contó con la presencia del Rey y su corte.
El Concilio de Toledo bendijo y consagró la Catedral el 25 de octubre de 1086 y ordenó que desde ese momento se “cumpliesen los mandatos del Papa y se usase el rito romano, cesando el mozárabe”.
Sin embargo, el pueblo castellano y en especial el Toledano, que había tenido una decisiva intervención en la recuperación de los terrenos colindantes a Toledo y de la propia ciudad, mostró su oposición ante tal decisión y se vio traicionado, pues el rito estaba muy arraigado entre el pueblo llano y el clero, llegándose incluso a producir graves altercados por esta causa.
Foto Capilla Mozárabe Catedral de Toledo: Sacred Destinations en Flickr.com
Alfonso VI estaba decidido a cumplir la voluntad Papal, influenciado por su esposa y por el arzobispo toledano, pero viendo los problemas que acarreaba tal imposición entre el pueblo llano, decidió zanjar la disputa con un “juicio de Dios” (Ordalía), como era costumbre en la época.
El forastero que se hubiera hallado en Toledo uno de los días más secos y calurosos del ardiente estío de 1086, hubiera sido testigo de un extraño espectáculo que indudablemente habría despertado su atención. Fue en Zocodover, lugar de reunión y céntrico de la urbe toledana, donde el rey castellano nombra al caballero que defendería el rito romano y fue en Zocodover donde el clero y pueblo eligieron como defensor de su rito al mozárabe don Juan Ruiz de Matanzas. Se engalanó la plaza para tan magno evento, con la asistencia del Rey, Arzobispo y Corte Real. Se levantaron estrados y una ubicación especial bajo el ahora llamado “Arco de la Sangre”, pero por entonces a buen seguro postigo principal de los Palacios de Galiana, todavía en pie. Dieron comienzo las justas por tan magna disputa y en poco tiempo quedaba vencido el caballero real, quedando victorioso el mozárabe. Pero el Rey Alfonso, y ante escándalo de todo el pueblo y clero allí citado decide, impulsado por el Arzobispo y su esposa, ignorar el resultado de la justa y se muestra decidido a cumplir lo que había ordenado, imponiendo el rito romano muy a pesar del resultado de la contienda caballeresca.
Foto Plaza de Zocodover: garrofa en Flickr.com
Ante tal afrenta, surgen graves tumultos, por lo que ambas partes deciden una nueva solución al enfrentamiento, un “juicio milagroso”, que solventaría definitivamente el problema.
Vuelve a alzarse varias semanas después el estrado en Zocodover, y de nuevo la plaza se prepara para acoger este evento. Gentes venidas de todos los rincones del reino asisten en Toledo a este juicio, que decidirá de forma definitiva el rito a emplear definitivamente por la Iglesia castellana.
Una gran pira se instala ante el Rey, y una vez encendida la hoguera, allí serían arrojados los dos misales, el romano y el mozárabe, y todos esperarían alguna manifestación divina que así determinase cuál rito debía seguirse a partir de entonces. Al lado del trono real se colocaron los dos misales, sobre un pequeño altar, y al lado de un Cristo y dos cirios. El monarca, angustiado y no menos temeroso, hizo una señal para que se iniciara la ceremonia. Al poco, el Arzobispo, tras recitar unas oraciones seguidas por todos los presentes, tomó los dos misales y de forma enérgica los arrojó a la hoguera, viendo con estupor cómo uno de ellos era arrojado violentamente de las llamas a varios metros de distancia, intacto y cayendo a los pies del monarca.
Era el misal mozárabe.
Tras mostrarlo al público allí reunido una gran ovación y gritos de júbilo surgieron del público, celebrando lo que consideraban un milagro divino por el que Dios manifestaba que el misal de rito mozárabe no debía ser destruido por las llamas por ser su preferido… Pero la sorpresa y el silencio rotundo de toda la plaza llegó cuando el fuego se extinguió y los allí reunidos pudieron comprobar que entre las cenizas aún quedaba intacto el otro misal, el romano, que también había sobrevivido al intenso fuego.
Pese a todos estos intensos eventos, el monarca no se atrevió a quebrar la voluntad Papal, que en aquella época podía ser terrible (una excomunión significaría un problema serio para el monarca castellano), y como cada uno ante la vista de los dos misales podía interpretar el hecho como le viniera en gana, decidió por medio de decreto que en todo su reino se usara el rito romano y se abolía el mozárabe, aunque para aplacar la ira de los toledanos se decidió que en la ciudad se mantuviesen seis iglesias con el culto antiguo: Santa Justa y Rufina, San Marcos, San Lucas, Santa Eulalia, San Sebastián y San Torcuato. Fue una solución de compromiso. El rito Mozárabe se mantendría vigente en estas seis parroquias de la ciudad, a las que se asignaron los cristianos que vivían en ellas antes de la Reconquista, fuera de distribución territorial, introduciéndose el rito Romano en la Catedral y en las Parroquias territoriales creadas para los nuevos pobladores castellanos y francos.
Por esto, los toledanos explicaron que en el resto de los territorios conquistados se debía utilizar el romano, por haber permanecido en la hoguera, y en Toledo, por haber salido del fuego, debía ser el mozárabe.
A raíz de estos sucesos, y del resultado final, surgió el dicho popular “Allá van leyes donde quieren reyes” (Allá van leyes do quieren reyes), que posteriormente se extendió por todo el país.
Como en muchas de las leyendas de la ciudad, y al tratarse de transmisión oral, hay versiones para todos los gustos, y tenemos varios finales para escoger el que más guste:
- Una versión dice que el misal expulsado fue el gregoriano, pues no
podía aguantar las llamas, mientras que el mozárabe se mantuvo en la
hoguera sin que el fuego le consumiera.
- La otra versión afirma que fue el misal romano el que quedó destruido por las llamas.
Cuenta la tradición que allá por la mitad del siglo VI, reinando en España Atanagildo, había en Toledo un grupo fanático de judíos, los cuales sentían un gran aborrecimiento y odio hacia las imágenes de Cristo crucificado. Tenían una especial animadversión hacia un pequeño Cristo que era muy venerado por los cristianos toledanos y que se hallaba en una reducida iglesia visigoda junto a la puerta de la Conquista o Agilana (así denominada por creerse que fue construida, en tiempos de Agila) y posteriormente reconstruida y rebautizada con el nombre de Bab-alMardum.
Su odio llegó a tal extremo que idearon un plan diabólico: untar con
un potentísimo veneno los pies del Cristo, y como era costumbre de los
cristianos rezarle, pedirle un favor y después besarle los pies para
alcanzar la concesión de la súplica, creyeron que con su acción
lograrían un doble propósito: matar a un número indeterminado de
cristianos y que estos llegasen a aborrecer a la hasta el momento
venerada imagen, tambaleándose su fe. Así que pusieron en ejecución su
malvado designio aprovechando la soledad de la iglesia y la oscuridad
de una noche de luna nueva. Sin embargo obtuvieron como resultado todo
lo contrario del plan ideado, porque ocurrió que, a la mañana
siguiente, cuando la primera devota llegó a rezar ante el Cristo y
después intentó besar, como de costumbre, sus pies, se produjo el
milagro: el Cristo retiró el pie, desclavándolo de la cruz, permitiendo
que los labios de la mujer llegasen a rozarle. El estupor aumentó
cuando el mismo hecho se repitió una serie de veces y con distintas
personas.
Se conocía el milagro, pero no se sabía el motivo. Por fin el
sacerdote, advertido del suceso, fue hacia el crucifijo y observó una
mancha amarillento-verdosa sobre el pie desclavado, delatando el veneno.
Foto del interior de la Mezquita: Pedronchi, en Flickr.com
En contra de la intención de los judíos no murió ningún cristiano y la fama y popularidad del Cristo aumentó en toda la ciudad, reafirmándose la fe de muchos incrédulos o tibios creyentes.Una tormenta se avecinaba. El cielo se oscurecía, los relámpagos
iluminaban la atmósfera y los truenos retumbaban cada vez más cercanos.
Volvió apresuradamente Abisaín de su paseo con mayor malestar interior
que el que le invadía al iniciarle y sin darse cuenta entró en la
ciudad por la puerta Agilana. La pequeña iglesia se hallaba solitaria y
oscura; sólo una débil lamparilla lucía ante la imagen del Crucificado.
Abisaín penetró en el recinto sagrado a pesar del temor que sentía y.
se aproximó al Cristo. Observó con estupor y rabia cómo el Crucificado
tenía un pie desclavado y separado del madero, tal y como le había
contado su amigo Sacao. A tal grado llegó su cólera que, tomando en su
mano un puñalillo que llevaba al cinto, se lo clavó en el pecho al
Crucificado. Por efecto del fuerte impacto, la imagen cayó al suelo al
tiempo que un grito de dolor rasgó el aire y la lamparilla se apagaba.
Muerto de miedo, pensó en huir, pero su odio pudo más y recogió el
Cristo pensando en destruirlo. Lo escondió entre sus ropas y, tras
comprobar que no había nadie por los alrededores, salió corriendo con
la imagen al tiempo que caía un fuerte aguacero.
Llegó a su casa de Valdecaleros, después de subir la cuesta y atravesar las desiertas callejas de las Tendillas y San Román.
Empezaba a amanecer y él seguía durmiendo, descansando de las pasadas
emociones, cuando un fuerte rumor de voces airadas se comenzó a
escuchar. Una turba de gentes furiosas y amenazadoras se situó ante su
vivienda. Entre las voces, se escuchaba nítidamente su nombre. Lo
acusaban de herir al Cristo y robarle. ¿Cómo podía ser? Nadie le había
visto. Pronto comprobó lo que le había delatado. Las ropas en donde
había traído escondida la imagen se hallaban chorreando sangre y ésta
había dejado un reguero por todo el camino, a pesar de la lluvia
torrencial que había barrido la ciudad, hasta llegar a la puerta de su
casa.
El Cristo fue rescatado y repuesto en el altar de su pequena ermita y
el judío Abisaín apresado. Tras un breve juicio fue condenado como
autor del sacrílego crimen y apedreado públicamente.
SEGUNDA LEYENDA SOBRE EL CRISTO DE LA LUZ:
La tradición nos cuenta que el rey Alfonso VI entró en la ciudad en 1085 por la puerta antigua de Bisagra, que en la actualidad lleva su nombre, acompañado de un gran séquito de importantes personajes. Cogió el camino natural y más directo, aunque más difícil: la cuesta del Cristo de la Luz. Atravesó la puerta de Valmardón y cuando su caballo pasaba frente a la mezquita, se arrodilló negándose a avanzar. El caso se tuvo por muy insólito y ante la persistencia del animal en su actitud se pensó que era un aviso del cielo.
Buscando la explicación de este sorprendente hecho, se penetra en el templo y se observa que de uno de los muros sale un potente resplandor que ilumina el recinto. Se ordenó excavar en el lugar y se encontró oculto tras el muro el crucifijo que, a pesar de los casi cuatro siglos transcurridos en su encierro, mantenía viva la llama de una lamparilla. Gran contento y alborozo produjo en los conquistadores este milagroso hallazgo, quienes tomaron al Cristo, y encabezados por él, llegaron a Zocodover."Había en Toledo dos amantes: Diego Martínez e Inés de Vargas. Habían mantenido relaciones prematrimoniales y ella, ante el conocimiento que de tal hecho tenía su padre, exige a su joven enamorado que reponga su honor contrayendo matrimonio..."
Había
en Toledo dos amantes: Diego Martínez e Inés de Vargas. Habían
mantenido relaciones prematrimoniales y ella, ante el conocimiento que
de tal hecho tenía su padre, exige a su joven enamorado que reponga su
honor contrayendo matrimonio. Él le contesta que debe partir para
Flandes, pero que a su vuelta, dentro de un mes, la llevará a los
altares.
Inés, no muy segura de las intenciones de¡ mozo, le pide que se lo
jure. Diego se resiste hasta que ella consigue llevarlo ante la imagen
de¡ Cristo de la Vega y que en voz alta y tocando sus pies jure que al
volver de la guerra la desposará.
«Pasó un día y otro día, un mes y otro mes y un año pasado había, mas de Flandes no volvía Diego, que a Flandes partió".
Mientras, Inés se marchitaba de tanto llorar, ahogándose en su
desesperanza y desconsuelo, desesperando sin acabar de esperar,
aguardando en vano la vuelta de¡ galán. Todos los días rezaba ante el
Cristo, testigo de su juramento, pidiendo la vuelta de Diego, pues en
nadie más encontraba apoyo y consuelo.
Dos años pasaron y las guerras en Flandes acabaron; pero Diego no
volvía. Sin embargo, Inés nunca desesperó, siempre aguardaba con fe y
paciencia la vuelta de su amado para que le devolviera la honra que con
él se había llevado. Todos los días acudía al Miradero en espera de ver
aparecer al que a Flandes partió. Uno de esos días, después de haber
pasado tres años, vio a lo lejos un tropel de hombres que se acercaba a
las murallas de la ciudad y se encaminaba hacia la puerta de¡ Cambrón.
El corazón le palpitaba con fuerza a causa de la zozobra que la
embargaba mientras se iba acercando a la puerta. Al tiempo que a ella
llegó, la atravesaba el grupo de jinetes. Un vuelco le dio el corazón
cuando reconoció a Diego, pues él era el caballero que, acompañado de
siete lanceros y diez peones, encabezaba el grupo. Dio un grito, en el
que se mezclaba el dolor y la alegría, llamándole; pero el joven la
rechazó aparentando no conocerla y, mientras ella caía desmayada, él,
con palabras y gesto despectivos, dio espuelas a su caballo y se perdió
por las estrechas y oscuras callejuelas de Toledo.
¿Qué había hecho cambiar a Diego Martínez? Posiblemente fuera su
encumbramiento, pues de simple soldado, fue ascendido a capitán y a su
vuelta el rey le nombró caballero y lo tomó a su servicio. El orgullo
le había transformado y le había hecho olvidar su juramento de amor,
negando en todas partes que él prometiera casamiento a esa mujer.
"¡Tanto mudan a los hombres fortuna, poder y tiempo!».
Inés no cesaba de acudir ante Diego, unas veces con ruegos, otras con
amenazas y muchas más con llanto; pero el corazón de¡ joven capitán de
lanceros era una dura piedra y continuamente la rechazaba.
En su desesperación, sólo vio un camino para salir de la situación
en que se encontraba, aunque podía ser un peligro, pues era dar a luz
pública su conflicto y deshonor; pero en realidad las murmuraciones en
la ciudad no cesaban y todo el mundo hablaba de su caso. Tomada la
decisión acudió al Gobernador de Toledo, que a la sazón lo era don
Pedro Ruiz de Alarcón, y le pidió justicia. Después de escuchar sus
quejas, el viejo dignatario le pidió algún testigo que corroborase su
afirmación, mas ella ninguno tenía. Don Pedro hizo acudir ante su
tribunal a Diego Martínez y al preguntarle, éste negó haber jurado
casamiento a Inés. Ella porfiaba y él negaba. No había testigos y nada
podía hacer el gobernador. Era la palabra de¡ uno contra la de¡ otro.
En el momento en que Diego iba a marcharse con gesto altanero,
satisfecho después de que don Pedro le diera permiso para ello, Inés
pidió que lo detuvieran, pues recordaba tener un testigo. Cuando la
joven dijo quién era ese testigo, todos quedaron paralizados por el
asombro. El silencio se hizo profundo en el tribunal y, tras un momento
de vacilación y de una breve consulta de don Pedro con los jueces que
le acompañaban en la administración de justicia, decidió acudir al
Cristo de la Vega a pedirle declaración.
Al caer el sol se acercaron todos a la vega donde se halla la ermita.
Un confuso tropel de gente acompañaba al cortejo, pues la noticia de¡
suceso se había extendido como la pólvora por la ciudad. Delante iban
don Pedro Ruiz de Alarcón, don lván de Vargas, su hija Inés, los
escribanos, los corchetes, los guardias, monjes, hidalgos y el pueblo
llano. «Otra turba de curiosos en la vega aguarda", entre los que se
encontraba Diego Martínez «en apostura bizarra".
Entraron todos en el claustro, "encendieron ante el Cristo cuatro
cirios y una lámpara" y se postraron de hinojos a rezar en voz baja. A
continuación un notario se adelantó hacia la imagen y teniendo a los
dos jóvenes a ambos lados, en voz alta, después de leer "la acusación
entablada” demandó a Jesucristo como testigo:
"¿Juráis ser cierto que un día, a vuestras divinas plantas, juró a Inés Diego Martínez por su mujer desposarla?"
Tras unos instantes de expectación y silencio, el Cristo bajó su mano
derecha, desclavándola del madero y poniéndola sobre los autos, abrió
los labios y exclamó: -Sí, juro».
Ante este hecho prodigioso ambos jóvenes renunciaron a las vanidades de este mundo y entraron en sendos conventos.
La convivencia de “tres culturas” en Toledo no fue tan fácil como algunos intentan hacernos ver… Como en otras ocasiones hemos narrado en estas mismas páginas, las leyendas son el reflejo de las tensiones entre los pueblos que poblaban la ciudad y no siempre de forma negativa, como observamos en “El Alfaquí”.
La noche de los tiempos cubre con su manto las crónicas que los historiadores mantienen sobre Toledo. El tiempo todo lo intenta ocultar, o trastocar, o interpretar a la manera que los hombres, siglo tras siglo, lo transmiten.
Es tradición en Toledo que hacia 1086, cuando Alfonso VI penetró los muros toledanos, tras sitio de la ciudad y posterior acuerdo con los regentes musulmanes que dominaban estas tierras, permitió que el culto de éstos permaneciera en la ciudad, con el respeto firmado por ambos a la “mezquita aljama”, anteriormente recinto cristiano levantado por los Visigodos y modificado por los invasores musulmanes como su recinto sagrado más importante en Toledo y futura catedral toledana.
Una noche en la que el monarca se encontraba fuera de la ciudad, cuenta la leyenda que la Reina Constanza y el arzobispo Bernardo, ignorando la voluntad soberana violentaron el templo árabe llevando a numerosos partidarios a derribar las puertas del templo y colocar una campana en su alminar, así como un altar, dando así por sagrado para el culto cristiano el templo que hasta ese momento servía como mezquita mayor de Toledo.
Ante la burla del poder real, Alfonso VI lo tuvo en gran agravio, condenando a muerte a numerosos participantes en la tropelía, si bien su ira fue calmada, según las crónicas, por los propios musulmanes, a cuya cabeza figuraba uno de los principales caudillos, el alfaquí Abu-Walid, que solicitó el perdón real para todos los asaltantes y aceptó la consagración cristiana de la mezquita.
Este hecho, que no figura realmente en ninguna crónica que lo haga verídico, y que se ha transmitido como leyenda verbal durante siglos hasta llegar a nosotros, es complejo que se produjera. Cierto es que en la época de la “reconquista” de Toledo subsistieran numerosos musulmanes que permanecerían en la ciudad como mudéjares, respetando muy posiblemente el culto que éstos profesaban. Ya en los “Anales toledanos primeros”, hacia el 1159, se narra cómo los cristianos se apoderaron de la iglesia de San Salvador, que “era de moros”. Pero también es cierto que, dados los tiempos que corrían, es muy posible que Alfonso VI, una vez conquistado Toledo, bien por la fuerza o por la capitulación, tendiera a recuperar de forma inmediata la que conocían por la tradición había sido la iglesia mayor de sus antepasados visigóticos.
Sobre esta consagración forzosa de la mezquita mayor toledana, que
narra la leyenda, en la catedral toledana, en su capilla mayor (poste
central del lado de la Epístola) se puede observar una supuesta imagen
de Abu-Walid, una talla de la efigie de este personaje, como recuerdo y
gratitud hacia este hecho narrado. Aunque algunos no ven más que la
imagen de un sacerdote de aspecto musulmán…
Era el tiempo en que el ejército francés de Napoleón había tomado
Toledo (1808-1812) y tal cantidad de soldados acampaban en la plaza que
tuvieron que coger todo tipo de edificios, sin reparar en su clase, uso
o destino. Lleno el alcázar, empezaron a «habitar» todos los conventos
e iglesias de la ciudad.
Fue una noche, a hora ya muy avanzada, cuando llegaron a Toledo unos
cien dragones a caballo que, rompiendo el silencio de la ciudad con el
chocar de los cascos de sus corceles en el empedrado y el sonido
metálico de su armamento, llegaron hasta la plaza de Zocodover. El
oficial que mandaba la fuerza era joven. Al llegar a la plaza fue
atendido por otro que, después de cuadrarse y saludarle militarmente,
se dispuso a acomodar a la tropa en el lugar que le habían asignado.
Al conocer el capitán el sitio donde iban a ser acomodados, puso
algunos reparos, pero su compatriota, que era sargento aposentador, le
hizo los cargos de que en el alcázar ya no cabía más gente y que en las
celdas de los frailes de San Juan de los Reyes dormían quince húsares
en cada una. Trató de convencerle de que el convento al que le habían
destinado era bueno y la parte de la iglesia estaba prácticamente libre
para meter los caballos.
Siguieron tropa y capitán al aposentador por las estrechas y oscuras
calles de la ciudad, guiados por un pequeño farol que éste portaba.
Después de un corto paseo, llegaron hasta la iglesia, que se encontraba
completamente desmantelada. En pocos momentos y debido al cansancio que
traía la tropa, fueron acomodándose, dejando atados los caballos dentro
M local.
A la luz del farolillo podía verse el estado de la iglesia, con sus
hornacinas vacías de imágenes. Podían adivinarse, más que distinguirse,
en sus paredes, algunos retablos. Había también losas con
inscripciones, citando los nombres de los allí enterrados; pero lo que
verdaderamente destacaba en todo este conjunto de¡ ruinoso y
desmantelado edificio, eran las estatuas de mármol blanco, como albos
fantasmas, que, unas tendidas y otras postradas de rodillas, se
hallaban sobre los mausoleos de los muertos y en este lugar enterrados.
La jornada había sido larga, habían recorrido catorce leguas a caballo
y el cansancio pudo más que la precariedad M alojamiento, por lo que al
poco tiempo se dejaron de oír las protestas de la soldadesca, que como
pudo se acomodó y, poco a poco, el silencio se fue apoderando del
improvisado cuartel.
Al día siguiente, nuestro capitán era esperado por algunos compañeros
de promoción que, conociendo su llegada, le habían mandado aviso de que
le aguardaban para saludarle en la plaza de Zocodover. El encuentro fue
muy agradable, pues hacía tiempo que no se veían. Después de fuertes
abrazos y cariñosos saludos se habló de todo; pero lo más acuciante e
importante para los que ya llevaban tiempo en Toledo, eran las noticias
que traía el recién llegado de su patria. Así siguió la conversación
hasta que uno de ellos, en tono de broma, preguntó a nuestro capitán,
qué tal había dormido en su «alojamiento», a lo que contestó éste que
no había podido dormir demasiado, pero que el insomnio junto a una
bonita mujer había sido más llevadero.
Sus interlocutores no daban crédito a lo que acababan de oír. Estaba
recién llegado y ya había tenido una aventura amorosa... Solicitaron
más información sobre lo acontecido y el narrador les contó que fue
despertado de manera brusca por el ruidoso sonar de la campana gorda de
la catedral y de que, en ese momento, se había acordado M campanero y
de toda su familia. Pasado el susto, intentó recuperar el sueño perdido
y fue entonces cuando, ante sus ojos, se encontró con la figura de una
mujer arrodillada, iluminada su figura por la escasa luz que de la luna
penetraba en el templo.
Sus amigos le miraron entre incrédulos y asombrados, pero él continuó
con su relato, diciéndoles que no se podían imaginario que ante sus
ojos se había aparecido: era una joven de una belleza incomparable, con
las facciones llenas de dulzura. Su ademán era reposado y noble y su
blanco traje componía una perfecta sintonía con la palidez de su
rostro. Por un momento, comentó, pensó que era una alucinación,
producto del cansancio M camino, pero no, ella estaba allí, y
permanecía inmóvil ante él, como si no fuera una criatura humana.
Uno de sus camaradas, que tomaba el relato a broma, fingió que se
hallaba vivamente interesado y le preguntó si le había hablado. El
capitán respondió que no se había determinado a hablarle porque estaba
seguro de que ella ni le veía ni le habría oído en caso de dirigirle la
palabra. El mismo amigo le inquirió si es que era muda, ciega o sorda.
A esto le contestó que era todo eso a la vez, pues se estaba refiriendo
a una estatua de mármol.
Al oír el final de la aventura, soltaron todos fuertes carcajadas y uno
de ellos dijo que de ese género tenía él bastantes en su aposento de
San Juan de los Reyes. Pero el recién llegado le contestó que nunca
serían como la suya, que se trataba de una dama castellana que, en
virtud de la habilidad del escultor, parecía tener vida.
Siguiendo la broma, uno de los contertulios pidió que les fuera
presentada la belleza en cuestión, haciendo la salvedad burlona de, si
no había celos de por medio.
El capitán les contó entonces que junto a la dama estaba la estatua,
también en mármol de un guerrero que parecía estar tan vivo como ella y
que sin duda pensaba que debía ser su esposo. También manifestó entre
bromas y veras si no le tomaran por loco ya le habría destrozado.
Las carcajadas continuaron saliendo sonoras y vivaces de sus gargantas
y por fin, decidieron visitar y ser presentados a la dama en cuestión.
Quedaron emplazados para esa misma noche. Se reunirían en esta misma
plaza para, desde aquí, con algunas viandas y buen vino francés,
dirigirse a la iglesia, donde celebrarían una pequeña fiesta en honor
de la hermosa joven de mármol.
Llegada la hora y allegados todos, marcharon en dirección a la iglesia
donde su amigo se alojaba. Una vez en ella, fueron recibidos por éste
que les esperaba en la puerta. Penetraron en el templo que se
encontraba totalmente a oscuras, por lo que el capitán mandó a su
asistente que hiciera una gran fogata que, al mismo tiempo de
iluminarles les proporcionaría calor, pues el ambiente era algo fío. El
fuego fue encendido con parte de las puertas de la iglesia y trozos de
sillas del coro y al poco iluminó la estancia a la vez que la hacía más
placentera.
Lo primero que hicieron fue abrir unas botellas y tomar unos tragos que
les fueron calentando por dentro. Al poco pasaron al lugar que ocupaba
la tumba donde, con toda clase de reverencias exageradamente burlescas,
fueron presentados por el capitán a la dama. Al verla, todos
coincidieron en que se trataba de una bella mujer y que la pena era que
fuese de mármol, reconociendo que si el parecido de la efigie era fiel
al original, hubo de ser una de las mujeres más hermosas de su tiempo.
Los compañeros le preguntaron si conocía el nombre de la joven y él
contestó que por la inscripción que había en el mausoleo, se trataba de
doña Elvira de Castañeda y de su marido don Pedro López de Ayala, que
luchó con el Gran Capitán en Italia.
La fiesta continuó cada vez más animada, destapando botellas y más
botellas que eran trasegadas por los concurrentes y que al quedar
vacías eran arrojadas contra paredes y retablos. Pero, mientras sus
compañeros cantaban y disparataban gracias al alcohol ingerido, nuestro
capitán permanecía en silencio, sin apartar su mirada de la estatua de
doña Elvira.
Los amigos se dirigieron a él y le hicieron brindar. Entonces,
levantando su copa frente a la estatua del guerrero arrodillado junto a
la mujer, le espetó que brindaba por su emperador que le había dado la
ocasión de venir a Toledo a cortejar a su mujer en su tumba. Se brindó
por ello y el capitán, balanceándose, se llegó hasta el sepulcro y
bebiendo un sorbo, expulsó el vino que guardaba en su boca y lo derramó
sobre la cara del mudo guerrero. Hecho esto, se acercó a la estatua de
la mujer exclamando que sólo un beso suyo le calmaría el ardor que le
consumía.
Esto le fue censurado por todos sus amigos, que de alguna forma estaban
asustados por el comportamiento de su compañero, diciéndole que dejara
en paz a los muertos. El joven no hizo caso y tambaleándose, como pudo
se llegó a la estatua y se dispuso a abrazarla y darle un beso. Pero al
tender los brazos, un grito de terror inundó la estancia. Había caído
desplomado a los pies del sepulcro echando sangre por nariz y boca. Los
oficiales, sorprendidos ante lo que vieron, quedaron inmovilizados sin
poder dar un paso para socorrerle. En el momento en que su camarada
intentó acercar sus labios ardientes a los de doña Elvira, habían visto
al inmóvil guerrero que tenía a su lado levantar la mano y derribarlo
de una tremenda bofetada con su guante de piedra.
En el límite del barrio de la judería toledana, una leyenda de amor entre la judía Salomé y un caballero cristiano que, una vez más, acaba en tragedia...
Por la Cuesta del Bis-Bis, con blanca luna, desciende un arrogante caballero, con su resplandeciente tizona dorada y embozado en su capa toledana. Resuenan intensamente en el húmedo suelo sus espuelas sobre los cantos redondeados que enlucen el suelo de las estrechas callejas.
Cercano a la judería, y reposando en un mesón toma un vino, mientras todos los allí presentes observan al que acaba de llegar. De forma veloz abandona el lugar y deja tras sí los murmullos de aquellos que exclaman: Don Diego de Sandoval es aquél, “el Judío”, con intenso desprecio… Con éste insulto el duque es acusado por nobles y plebeyos, todo debido a los amores que mantiene con Salomé, la judía, que se muestra esquiva y fría y le niega sus favores.
En la noche con luna, Don Diego acude a la judería, en una estrecha calleja, en la blanca mansión judía con gran reja bien forjada y tras un muro que de jacintos se cubría, ella –y él bien lo sabía- vivía.
Ella
el balcón no abre, pues esquiva y aleja a Don Diego, y éste desea saber
el por qué de tal afrenta… Tiembla él de ira, gime de amor despechado y
con desdén y amor mira, por los jacintos cerrados, ese balcón, tras el
que el duque, pretendido y enamorado observa. Oye tras la celosía a
Salomé, reír y cantar con su familia, sin saber el motivo de tal
alborozo.
“La luna se está apagando,
la noche es tiniebla pura;
espectros andan vagando
por la calleja oscura.”
Don Diego hace un manojo de jacintos, y con el pomo de su puñal golpea el ventanal, que Salomé no place abrir…
De improviso, un estrépito estalla al pie de aquél vano, y el duque de Sandoval cae en tierra agonizando, y los jacintos blanquean el rojo manantial que con su sangre está brotando.
“Cuando el día amaneció
todos preguntan quién
al duque anoche mató,
unos dicen que fue él,
otros: No, que el diablo fue,
y otros: castigo de Dios.
El Alcaide Fernando Gonzalo gobernaba la ciudad de Toledo despóticamente y sin miramiento alguno. Cualquier cosa le importaba más bien poco excepto mantenerse en el poder, e incluso al Rey que ahora reverenciaba se había enfrentado en alguna ocasión para conseguir su cargo. Ahogaba al pueblo toledano con excesivos impuestos, medidas injustas y sin escuchar consejo de nadie… El mismo Rey le había confirmado en el puesto para evitar habladurías y sin saber que era una persona tremendamente odiada por todos los toledanos. Las doncellas temían que su mirada se fijase en ellas, pues varias ya habían recibido insinuaciones y amenazas si no accedían a sus favores…
Callejón de los Niños Hermosos, a principios del siglo pasado. Foto: EduardoASB en Flickr.com
Una de estas amenazas fue la que dio nombre a un callejón muy próximo a la Iglesia de San Justo, en el que vivía una joven madre de dos hermosas criaturas cuya belleza era reconocida por toda la ciudad.
La joven debía esquivar los numerosos pretendientes que tenía, pues hacía un tiempo que había fallecido su marido y además debía sobrevivir con sus dos hijos con las escasas rentas recibidas. Un día de camino hacia su casa, se cruzó por la calle con el Alcaide quien, impresionado por su belleza decidió que debía ser suya. A las primeras de cambio Fernando Gonzalo intentó recibir los favores de la moza de mil formas diferentes, sin recibir respuesta alguna, a lo que decidió urdir un plan diabólico para conseguir acceder a la cama de la joven: secuestraría a sus hijos.
Callejón de los Niños Hermosos, en la actualidad. Foto: J.C.Cuesta en Flickr.com
El plan fue fácil de llevar a cabo, pues contaba con ciertos rufianes de la ciudad que realizaban sus “trabajos sucios”. Los niños fueron puestos a buen recaudo y el Alcaide envió un mensaje a la joven indicando que si quería ver de nuevo con vida a éstos, debería acceder a sus peticiones, añadiendo que no le serviría de nada acudir a la justicia, pues él era la máxima autoridad en la ciudad.
La joven, angustiada, y deseando preservar la memoria de su fallecido esposo, se debatía entre la vida de sus hijos y su honra, que el Alcaide vilmente intentaba mancillar de esta despreciable forma.
Quiso la fortuna que por aquellos días recalase en Toledo el Rey Fernando III “El Santo” con toda su Corte, y como era costumbre, se propuso un día para que el monarca escuchara en audiencia a los vecinos de la ciudad para comprobar cómo marchaba todo en esta zona de su reino. El Alcaide montó un gran trono en Zocodover donde el Rey escucharía a los vecinos, y así los recibió uno a uno, subiendo al estrado y postrándose de rodillas ante él. Ningún vecino se atrevió a denunciar nada del Alcaide, por temor a represalias, hasta que llegó el turno de la joven a la que le habían sido secuestrados sus hijos.
Son muchas las leyendas que enamoran y relacionan con mayor o menor éxito judíos con cristianos o con musulmanes y viceversa en Toledo... La influencia de siglos en la relación de estas comunidades ha dejado un rico rastro de historia y su reflejo en las leyendas de la ciudad es notable. En esta ocasión, la narración basada en el nombre de un callejón que aún hoy día se puede visitar en Toledo.
Fría y dura noche toledana cuando se inicia el mes de las ánimas. En
la oscuridad cerrada y cubierta, tan sólo iluminada por escasas
lámparas y ténues luces que asoman por las pequeñas ventanas de los
hogares, camina con brío el apuesto y joven galán Felipe de Pantoja.
Pasa raudo cerca de la catedral descendiendo por angostas calles hacia
el Tajo, que con sus oscuras aguas, reflejo de la noche que amenaza
lluvia abraza como hace milenios la oscura pesadumbre...
En el paraje que le espera, de amplia y negra vegetación acierta a ver la silueta de la mujer con la que se ha citado, de bellos rasgos muy a pesar de su aspecto y edad. La "Diablesa" la llamaban, bruja toledana donde las haya, temida por muchos y odiada por tantos otros pero socorrida por aquellos, como en el caso de D. Felipe de Pantoja.
A ella se aproxima, no poco temeroso mientras es observado por los ojos que casi todo lo han visto. La mole de San Juan de los Reyes observa la oscura cita, mientras ambos se aproximan al Baño de la Cava, Felipe pregunta:
- Bruja, tu conjuro no ha hecho efecto.
Cortejaba desde hace ya tiempo, no correspondido, a Rebeca, la más bella judía en la ciudad. Ésta, hija de una respetada familia de los descendientes de Samuel Leví amaba claramente a Samuel, joven judío que procedía de ricas familias toledanas. En su desesperación ante el amor no correspondido Felipe acude a "la Diablesa" para poner remedio.
La Diablesa mira con odio al joven cristiano que duda de su buen hacer, respondiéndole:
- Al dar las doce en la torre de San Román rocié con cinco gotas de agua del Arroyo de la Degollada la hoja de higuera, aspiré tres veces espuma del Tajo y con el manto de esmeralda recé cara al oriente por el Marqués de Villena -patrón de los nigromantes-, una oración que aprendí en el viejo libro de los "Espíritus rojos". No fallé en el conjuro, la suerte está fijada.
Insite el joven Felipe:
- Si así ha sido, me acompañarás esta noche a la judería y observaremos juntos si el conjuro ha tenido su efecto.
Un gran relámpago cruzó la bóveda sobre Toledo acallando la conversación que levemente se escuchaba sobre el Baño de la Cava. La noche se hacía más oscura, y aquella mujer dijo:
- Marchémonos ahora, o los viejos espíritus que por estos parajes rondan se aproximarán a nosotros para conocer qué tramamos.
Así fue y partieron cada cual por su lado, mientras una fría lluvia mecía y arrancaba ricos perfumes de la vegetación que arropaba las orillas del Tajo.
El día siguiente, también con la noche como aliada, caminan Felipe y la bruja por las estrechas calles y cobertizos toledanos, camino de la Judería mayor toledana. Atraviesan las murallas internas de que en ocasiones protegen a ésta comunidad en la propia ciudad, y se aproximan lentamente a una de las mayores y mejores sinagogas presentes en suelo toledano, la ahora llamada de "Santa María la Blanca".
-
Te aseguro que en la Sinagoga no encontrarás a tu rival. El conjuro ya
ha hecho su efecto, y si así no ha sido antes de ocultarse la última
estrella el judío morirá, decía la bruja mientras acariciaba una dura
daga que oculta llevaba.
- ¿Te atreverías?
- De sobra conoces mi valor -dijo la bruja-. Nada impedirá que roben tu amor por Rebeca.
En el silencio de la fría noche se escuchaban los cantos salmódicos del interior de la sinagoga, y al dar éstos fin comenzaron a salir lentamente, todos los que en ella se reunían, partiendo hacia sus moradas. Pudieron distinguir claramente la esbelta silueta de la hermosa Rebeca, acompañada de sus familiares, pero no viendo al rival de Felipe, una sonrisa de satisfacción apareció en los labios secos de la bruja.
El conjuro había hecho su efecto y la bella judía pertenecería de por vida al hidalgo toledano don Felipe de Pantoja.
Esa misma noche encontraron cerca de donde finaliza el barrio judío, contraído el rostro y con los ojos abiertos por el terror el cuerpo de Samuel, pretendiente de Rebeca. Nadie pudo acalarar las causas de la muerte del joven, pues ninguna herida perforaba su cuerpo. El olvido pronto extendió su manto de sombra sobre esta extraña muerte y ésta vióse libre de tan inoportuno enamorado.
Sólo la "Diablesa" estaba en el secreto, y con ella, don Felipe de Pantoja.
La parroquia mozárabe de San Torcuato está vistosamente engalanada; la nobleza y el pueblo de Toledo congréganse bajo sus amplias bóvedas para contemplar el casamiento de la ya conversa Rebeca y el noble don Felipe.
La misma noche de la boda de éste, y en uno de los callejones más oscuros de Toledo, muy próximo a la catedral la "Diablesa" y don Felipe ajustan cuentas. La boda ha tenido un alto precio, la muerte de un joven, pero tan sólo interesa a la bruja las monedas de oro que le reportarán tan horrible conjuro. Presto al intercambio, y en el momento que las monedas tocan la mano de la "Diablesa", ésta mira intensamente al joven, sonríe y fuertes llamas azulblancas y verdosas consumen repentinamente el cuerpo de la bruja levantando en el estrecho callejón un fuerte viento acompañado de miles de susurros que impulsan a don Felipe contra el suelo, permaneciendo éste arrebujado esperando tener pronta muerte.
La "Diablesa" desaparece y con ella el escándalo terrorífico que ha dejado un intenso olor a azufre en todo el callejón, volviendo la más horrible de las calmas... Don Felipe, creyéndose ya muerto observa su aterrada cara en el reflejo de un charco de la calle, se incorpora y huye ráudo dejando atrás las monedas que rozaron la mano del mismísimo Satán. Desde entonces, y como recuerdo de tan peregrino suceso, dióse el nombre de "callejón del Infierno" al lugar donde acaeció tragedia tan extraña.
Al día siguiente, uno de los ciegos que mendigaban en la puerta del reloj de la catedral cantaba en el Zoco, y al compás de una destemplada mandonlina, el siguiente romance entre el espanto de las viejas beatas curiosas que lo escuchaban, haciéndose cruces y más cruces sobre sus frentes:
"Ayer murió la "Diablesa"
por el fuego consumida;
ayer murió la "Diablesa",
la de los ojos de oliva;
la "Diablesa", la "Diablesa",
del demonio poseída.
El rey de Castilla marchaba a la guerra de moros, y para combatir
con los enemigos de la religión había apelado en son de guerra a todo
lo más florido de la nobleza de sus reinos. Las silenciosas calles de
Toledo resonaban noche y día con el marcial rumor de los atabales y los
clarines, y ya en la morisca puerta de Visagra, ya en la de Valmardón o
en la embocadura del antiguo puente de San Martín, no pasaba hora sin
que se oyese el ronco grito de los centinelas anunciando la llegada de
algún caballero que, precedido de su pendón señorial y seguido de
jinetes y peones, venía a reunirse al grueso del ejército castellano.
El
tiempo que faltaba para emprender el camino de la frontera y concluir
de ordenar las huestes reales discurría en medio de fiestas públicas,
lujosos convites y lucidos torneos, hasta que, llegada, al fin, la
víspera del día señalado de antemano por su alteza para la salida del
ejército, se dispuso un postrer sarao, con el que debieran terminar los
regocijos.
La noche del sarao, el alcázar de los reyes ofrecía
un aspecto singular. En los anchurosos patios, alrededor de inmensas
hogueras y diseminados sin orden ni concierto, se veía una abigarrada
multitud de pajes, soldados, ballesteros y gente menuda, que éstos
aderezando sus corceles y sus armas y disponiéndolos para el combate;
aquellos saludando con gritos o blasfemias las inesperadas vueltas de
la fortuna, personificada en los dados del cubilete; los otros
repitiendo en coro el refrán de un romance de guerra que entonaba un
juglar, acompañado de la guzla; los de más allá comprando a un romero
conchas, cruces y cintas tocadas en el sepulcro de Santiago, o riendo
con locas carcajadas de los chistes de un bufón, o ensayando en los
clarines el aire bélico para entrar en la pelea, propio de sus señores,
o refiriendo antiguas historias de caballerías o aventuras de amor, o
milagros recientemente acaecidos, formaban un infernal y atronador
conjunto, imposible de pintar con palabras.
Sobre aquel revuelto
océano de cantares de guerra, rumor de martillos que golpeaban los
yunques, chirridos de limas que mordían el acero, piafar de corceles,
voces descompuestas, risas inextinguibles, gritos desaforados, notas
destempladas, juramentos y sonidos extraños y discordes, flotaban a
intervalos, como un soplo de brisa armoniosa, los lejanos acordes de la
música del sarao.
Éste, que tenía lugar en los salones que
formaban el segundo cuerpo del alcázar, ofrecía, a su vez, un cuadro,
si no tan fantástico y caprichoso, más deslumbrador y magnífico.
Por
las extensas galerías que se prolongaban a lo lejos, formando un
intricado laberinto de pilastras esbeltas y ojivas caladas y ligeras
como el encaje; por los espaciosos salones vestidos de tapices, donde
la seda y el oro habían representado con mil colores diversos, escenas
de amor, de caza y de guerra, y adornados con trofeos de armas y
escudos, sobre los cuales vertían un mar de chispeante luz un sinnúmero
de lámparas y de candelabros de bronce, palta y oro, colgadas aquéllas
de las altísimas bóvedas y enclavados éstos en los gruesos sillares de
los muros; por todas partes adonde se volvían los ojos se veían oscilar
y agitarse en distintas direcciones una nube de damas hermosas con
ricas vestiduras chapadas en oro, redes de perlas aprisionando sus
rizos, joyas de rubíes llameando sobre su seno, plumas sujetas en
vaporoso cerco a un mango de marfil, colgadas del puño, y rostrillos de
blancos encajes que acariciaban sus mejillas, o alegres turbas de
galanes con talabartes de terciopelo, justillos de brocado y calzas de
seda, borceguíes de tafilete, capotillos de mangas perdidas y caperuza,
puñales con pomo de filigrana y estoques de corte, bruñidos, delgados y
ligeros.
Pero entre esta juventud brillante y deslumbradora, que
los ancianos miraban desfilar con una sonrisa de gozo, sentados en los
altos sitiales de alerce que rodeaban el estrado real, llamaba la
atención por su belleza incomparable una mujer, aclamada reina de la
hermosura en todos los torneos y las cortes de amor de la época, cuyos
colores habían adoptado por empresa los caballeros más valientes, cuyos
encantos eran asunto de las coplas de los trovadores más versados en la
ciencia del gay saber, a la que se volvían con asombro todas las
miradas, por la que suspiraban en secreto todos los corazones;
alrededor de la cual se veían agruparse con afán, como vasallos
humildes en torno de su señora, los más ilustres vástagos de la nobleza
toledana, reunida en el sarao de aquella noche.
Los que asistían de continuo a formar el séquito de
presuntos galanes de doña Inés de Tordesillas, que tal era el nombre de
esta celebrada hermosura, a pesar de su carácter altivo y desdeñoso, no
desmayaban jamás en sus pretensiones; y éste animado con una sonrisa
que había creído adivinar en sus labios, aquél con una mirada benévola
que juzgaba haber sorprendido en sus ojos; el otro, con una palabra
lisonjera, un ligerísimo favor o una promesa remota, cada cual esperaba
en silencio ser el preferido. Sin embargo, entre todos ellos había dos
que más particularmente se distinguían por su asiduidad y rendimiento,
dos, que, al parecer, si no los predilectos de la hermosa, podrían
calificarse de los más adelantados en el camino de su corazón. Estos
dos caballeros, iguales en cuna, valor y nobles prendas, servidores de
un mismo rey y pretendientes de una misma dama, llamábanse Alonso de
Carrillo, el uno, y el otro, Lope de Sandoval.
Ambos habían
nacido en Toledo; juntos habían hecho sus primeras armas, y en un mismo
día, al encontrarse sus ojos con los de doña Inés, se sintieron
poseídos de un secreto y ardiente amor por ella, amor que germinó algún
tiempo retraído y silencioso, pero que al cabo comenzaba a descubrirse
y a dar involuntarias señales de existencia en sus acciones y discursos.
En
los torneos de Zocodover, en los juegos florales de la corte, siempre
que se les había presentado coyuntura para rivalizar entre sí en
gallardía o donaire, se habían aprovechado con afán ambos caballeros,
ansiosos de distinguirse a los ojos de su dama; y aquella noche,
impelidos, sin duda, por un mismo afán, trocando los hierros por las
plumas y las mallas por los brocados y la seda, de pie junto al sitial
donde ella se reclinó un instante después de haber dado una vuelta por
los salones, comenzaron una elegante lucha de frases enamoradas e
ingeniosas, epigramas embozados y agudos.
Los astros menores de
esta brillante constelación, formando un dorado semicírculo en torno de
ambos galanes, reían y esforzaban las delicadas burlas; y la hermosa
objeto de aquel torneo de palabras aprobaba con una imperceptible
sonrisa los conceptos escogidos o llenos de intención que ora salían de
los labios de sus adoradores como una ligera onda de perfume que
halagaba su vanidad, Ora partían como una saeta aguda que iba a buscar,
para clavarse en él, el punto más vulnerable del contrario: su amor
propio.
Ya el cortesano combate de ingenio y galanura comenzaba
a hacerse de cada vez más crudo; las frases eran aún corteses en la
forma, pero breves, secas, y al pronunciarlas, si bien las acompañaba
una ligera dilatación de los labios, semejante a una sonrisa, los
ligeros relámpagos de los ojos imposibles de ocultar, demostraban que
la cólera hervía comprimida en el seno de ambos rivales.
La
situación era insostenible. La dama lo comprendió así, y levantándose
del sitial se disponía a volver a los salones, cuando un nuevo
incidente vino a romper la valla del respetuoso comedimiento en que se
contenían los dos jóvenes enamorados. Tal vez con intención, acaso por
descuido, doña Inés había dejado sobre su falda uno de los perfumados
guantes, cuyos botones de oro se entretenía en arrancar uno a uno
mientras duró la conversación. Al ponerse de pie, el guante resbaló por
entre los anchos pliegues de seda y cayó en la alfombra. Al verlo caer,
todos los caballeros que formaban su brillante comitiva se inclinaron
presurosos a recogerlo, disputándose el honor de alcanzar un leve
movimiento de cabeza en premio de su galantería.
Al notar la
precipitación con que todos hicieron el ademán de inclinarse, una
impecable sonrisa de vanidad satisfecha asomó a los labios de la
orgullosa doña Inés, que después de hacer un saludo general a los
galanes que tanto empeño mostraban en servirla, sin mirar apenas y con
la mirada alta y desdeñosa, tendió la mano para recoger el guante en la
dirección en que se encontraban Lope y Alonso, los primeros que
parecían haber llegado al sitio en que cayera.
En efecto, ambos
jóvenes habían visto caer el guante cerca de sus pies; ambos se habían
inclinado con igual presteza a recogerle, y al incorporarse, cada cual
lo tenía asido por un extremo. Al verlos inmóviles, desafiándose en
silencio con la mirada y decididos ambos a no abandonar el guante que
acababan de levantar del suelo, la dama dejó escapar un grito leve e
involuntario, que ahogó el murmullo de los asombrados espectadores, los
cuales presentían una escena borrascosa que en el alcázar, y en
presencia del rey, podría calificarse de un horrible desacato.
No
obstante, Lope y Alonso permanecían impasibles, mudos, midiéndose con
los ojos, de la cabeza a los pies, sin que la tempestad de sus almas se
revelase más que por un ligero temblor nervioso que agitaba sus
miembros como si se hallasen acometidos de una repentina fiebre.
Los
murmullos y las exclamaciones iban subiendo de punto; la gente
comenzaba a agruparse en torno de los actores de escena; doña Inés, o
aturdida o complaciéndose en prolongarla, daba vueltas de un lado a
otro, como buscando dónde refugiarse y evitar las miradas de la gente,
que cada vez acudía en mayor número. La catástrofe era ya segura; los
dos jóvenes habían ya cambiado algunas palabras en voz sorda, y
mientras que con la una mano sujetaban el guante con una fuerza
convulsiva, parecían ya buscar instintivamente con la otra el puño de
oro de sus dagas, cuando se entreabrió respetuosamente el grupo que
formaban los espectadores y apareció el rey.
Su frente estaba serena; ni había indignación en su rostro ni cólera en su ademán.
Tendió una mirada alrededor, y esta sola mirada fue bastante
para darle a conocer lo que pasaba. Con toda la galantería del doncel
más cumplido, tomó el guante de las manos de los caballeros, que, como
movidas por un resorte, se abrieron si dificultad al sentir en contacto
de la del monarca y volviéndose a doña Inés de Tordesillas, que apoyada
en el brazo de una dueña parecía próxima a desmayarse, exclamó,
presentándolo, con acento, aunque templado, firme:
-Tomad, señora, y cuidad de no dejarlo caer en otra ocasión donde al devolvéroslo, os lo devuelvan manchado en sangre.
Cuando
el rey terminó de decir estas palabras, doña Inés, no acertaremos a
decir si a impulsos de la emoción o por salir más airosa del paso, se
había desvanecido en brazos de los que la rodeaban.
Alonso y
Lope, el uno estrujando en silencio entre sus manos el birrete de
terciopelo, cuya pluma arrastraba por la alfombra, y el otro
mordiéndose los labios hasta hacerse brotar la sangre, se clavaron una
mirada tenaz e intensa.
Una mirada en aquel lance equivalía a un
bofetón, a un guante arrojado al rostro, aun desafío a muerte. Al
llegar la medianoche, los reyes se retiraron a su cámara. Terminó el
sarao, y los curiosos de la plebe, que aguardaban con impaciencia este
momento formando grupos y corrillos en las avenidas de palacio,
corrieron a estacionarse en la cuesta del alcázar, los Miradores y el
Zocodover.
Durante una o dos horas, en las calles inmediatas a
estos puntos reinó un bullicio, una animación y un movimiento
indescriptibles. Por todas partes se veían cruzar escuderos
caracoleando en sus corceles ricamente enjaezados, reyes de armas con
lujosas casullas llenas de escudos y blasones, timbaleros vestidos de
colores vistosos, soldados cubiertos de armaduras resplandecientes,
pajes con capotillos de terciopelo y birretes coronados de plumas, y
servidores de a pie que precedían las lujosas literas y las andas
cubiertas e ricos paños, llevando en sus manos grandes hachas
encendidas, a cuyo rojizo resplandor podía verse a la multitud que, con
cara atónita, labios entreabiertos y ojos espantados, miraba desfilar
con asombro a todo lo mejor de la nobleza castellana, rodeada en
aquella ocasión de un fausto y un esplendor fabulosos.
Luego,
poco a poco fue cesando el ruido y la animación; los vidrios de colores
de las altas ojivas del palacio dejaron brillar; atravesó entre los
apiñados grupos la última cabalgata; la gente del pueblo, a su vez,
comenzó a dispersarse en todas direcciones, perdiéndose entre las
sombras del enmarañado laberinto de calles oscuras, estrechas y
torcidas, y ya no turbaba el profundo silencio de la noche más que el
grito lejano de vela de algún guerrero, el rumor de los pasos de algún
curioso que se retiraba el último o el ruido que producían las albadas
de algunas puertas al cerrarse, cuando en lo alto de la escalinata que
conducía a la plataforma del palacio apareció un caballero, el cual,
después de tender la vista por todos los lados, como buscando a alguien
que debía esperarlo, descendió lentamente hacia la cuesta del alcázar,
por la que se dirigió hacia el Zocodover.
Al llegar a la plaza
de este nombre se detuvo un momento y volvió a pasear la mirada a su
alrededor. La noche estaba oscura; no brillaba una sola estrella en el
cielo, ni en toda la plaza se veía una sola luz, no obstante, allá a lo
lejos, y en la misma dirección en que comenzó a percibirse un ligero
ruido como de pasos que iban aproximándose, creyó distinguir el bulto
de un hombre: sin duda, el mismo a quien parecía aguardaba con tanta
impaciencia.
El caballero que acababa de abandonar el alcázar
para dirigirse a Zocodover era Alonso Carrillo, que, en razón al puesto
de honor que desempeñaba cerca de la persona del rey, había tenido que
acompañarle en su cámara hasta aquellas horas. El que, saliendo de
entre las sombras de los arcos que rodeaban la plaza, vino a
reunírsele, Lope de Sandoval. Cuando los dos caballeros se hubieron
reunido cambiaron algunas frases en voz baja.
-Presumí que me aguardabas -dijo el uno.
-Esperaba que lo presumirías -contestó el otro.
-¿Y adónde iremos?
-A cualquier parte donde se puedan hallar cuatro palmos de terreno donde revolverse y un rayo de claridad que nos alumbre.
Terminado
este brevísimo diálogo, los dos jóvenes se internaron por una de las
estrechas calles que desembocan en el Zocodover, desapareciendo en la
oscuridad como esos fantasmas de la noche que, después de aterrar un
instante al que los ve, se deshacen en átomos de niebla y se confunden
en el seno de las sombras.
Largo rato anduvieron dando vueltas a través de las calles de
Toledo, buscando un lugar a propósito para terminar sus diferencias;
pero la oscuridad de la noche era tan profunda, que el duelo parecía
imposible. No obstante, ambos deseaban batirse, y batirse antes que
rayase el alba, pues al amanecer debían partir las huestes reales, y
Alonso con ellas.
Prosiguieron, pues, cruzando al azar plazas
desiertas, pasadizos sombríos, callejones estrechos y tenebrosos, hasta
que, por último, vieron brillar a lo lejos una luz, una luz pequeña y
moribunda, en torno a la cual la niebla formaba un cerco de claridad
fantástica y dudosa.
Habían llegado a la calle del Cristo, y la luz que se divisaba en
uno de sus extremos parecía ser la del farolillo que alumbraba en
aquella época, y alumbra aún, a la imagen que le da su nombre.
Al
verla, ambos dejaron escapar una exclamación de júbilo y, apresurando
el paso en su dirección, no tardaron mucho en encontrarse junto al
retablo en que ardía.
Un arco rehundido en el muro, en el fondo
del cual se veía la imagen del Redentor enclavado en la cruz y con una
calavera al pie; un tosco cobertizo de tablas que lo defendía de la
intemperie, y el pequeño farolillo colgado de una cuerda, que lo
iluminaba débilmente, vacilando al impulso del aire, formaban todo el
retablo, alrededor del cual colgaban algunos festones de yedra que
habían crecido entre los oscuros y rotos sillares, formando una especie
de pabellón de verdura.
Los caballeros, después de saludar
respetuosamente a la imagen de Cristo quitándose los birretes y
murmurando en voz baja una corta oración, reconocieron el terreno con
una ojeada, echaron a tierra sus mantos, y apercibiéndose mutuamente
para el combate y dándose la señal con un leve movimiento de cabeza,
cruzaron los estoques. Pero apenas se habían tocado los aceros, y antes
que ninguno de los combatientes hubiese podido dar un solo paso o
intentar un golpe, la luz se apagó de repente y la calle quedó sumida
en la oscuridad más profunda. Como guiados de un mismo pensamiento, y
al verse rodeados de repentinas tinieblas, los dos combatientes dieron
un paso atrás, bajaron la suelo las puntas de sus espadas y levantaron
los ojos hacia el farolillo, cuya luz, momentos antes apagada, volvió a
brillar de nuevo al punto en que hicieron ademán de suspender la pelea.
-Será
alguna ráfaga de aire que ha abatido la llama al pasar -exclamó
Carrillo, volviendo a ponerse en guardia y previniendo con una voz a
Lope, que parecía preocupado.
Lope dio un paso adelante para
recuperar el terreno perdido, tendió el brazo y los aceros se tocaron
otra vez; mas, al tocarse, la luz se tornó a apagar por sí misma,
permaneciendo así mientras no se separaron los estoques.
-En
verdad que esto es extraño -murmuró Lope, mirando al farolillo, que
espontáneamente había vuelto a encenderse y se mecía con lentitud en el
aire, derramando una claridad trémula y extraña sobre el amarillo
cráneo de la calavera colocada a los pies del Cristo.
-¡Bah!
-dijo Alonso-. Será la beata encargada de cuidar del farol del retablo
sisa a los devotos y escasea el aceite, por la cual la luz, próxima la
morir, luce y se oscurece a intervalos en señal de agonía.
Y
dichas estas palabras, el impetuoso joven tornó a colocarse en actitud
de defensa. Su contrario le imitó; pero esta vez no tan solo volvió a
rodearlos una sombra espesísima e impenetrable, sino que la mismo
tiempo hirió sus oídos el eco profundo de una voz misteriosa, semejante
a esos largos gemidos del vendaval, que parece que se queja y articula
palabras al correr aprisionado por las torcidas, estrechas y tenebrosas
calles de Toledo.
Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana,
nunca pudo saberse; pero al oírla ambos jóvenes se sintieron poseídos
de tan profundo terror, que las espadas se escaparon de sus manos, el
cabello se les erizó y por sus cuerpos, que estremecía un temblor
involuntario, y por sus frentes, pálidas y descompuestas, comenzó a
correr un sudor frío como el de la muerte.
La luz, por tercera vez apagada, por tercera vez volvió a resucitar, y las tinieblas se disiparon.
-Ah!
-exclamó Lope al ver a su contrario entonces, y en otros días su mejor
amigo, asombrado como él, como él pálido e inmóvil-. Dios no quiere
permitir este combate, porque es una lucha fraticida, porque un combate
entre nosotros ofende al cielo ante el cual nos hemos jurado cien veces
una amistad eterna.
Y esto diciendo, se arrojó en los brazos de Alonso, que le estrechó entre los suyos con una fuerza y una efusión indecibles.
Esta leyenda tiene como protagonistas a aquellos que diariamente trabajaban en el Tajo, y nos dice que un buen día, mientras todos estaban en su faena, cerca del Puente de Alcántara, encaminando la corriente hacia el "Artificio de Juanelo Turriano", ya desaparecido y que subía agua al Alcázar Toledano y al resto de la ciudad, vieron que llegaba flotando una caja de madera de tosca construcción.
Durante la segunda mitad del siglo XVI, los pescadores, a falta de otro lugar donde buscar sustento, bajaban a las aguas del Tajo a sacar peces que les permitieran comer y cambiar por algunas monedas... Los azacanes también utilizaban el tajo para hacer sustento, y las lavanderas pasaban largas horas en las orillas del río toledano. Eran tantos y variados los habitantes de la ciudad que utilizaban el Tajo para su vida diaria que multitud de leyendas han surgido entorno a este río, también en numerosas ocasiones alabado por poetas y escritores de renombre.Corre el año de 1467, y reinando estaba en Castilla Enrique IV “El Impotente”, no por su supuesta incapacidad para engendrar heredero a la Corona, sino por el caos que en sus tierras dominaba, ya que familias de alta nobleza luchaban sin cesar por el poder real.
“Los nobles se han dividido
y abandonado está el cetro,
pues del Rey tratan, y entonces,
las armas hablan por ellos.”
En la ciudad de Toledo, dos nobles familias se enfrentan: la de los Silva, abanderados de los cristianos nuevos o conversos, y la de los Ayala, pertenecientes a los cristianos viejos.
“No hay cobertizo seguro
ni callejón en que al menos,
sin alma quede algún Silva
o algún Ayala esté muerto.”
En el barrio de San Justo, en noble casa, Isabel espera la visita de su amado: Don Diego de Ayala. Unos pasos oye y corre a desencajar el portón que cierra la casa… No es Don Diego, sino unos hombres que sujetan con fuerza a la joven. Ya llevan varios días planeando cómo secuestrar a la prometida de un Ayala, y en la noche elegida prestos acuden a realizar su fechoría.
Mientras, Don Diego se aproxima a la casa de Isabel, pasando por la plaza de San Justo y haciendo parada como buen cristiano bajo la figura del Cristo de la Misericordia que allí se encuentra.
“… de un caballero que fiel,
será don Diego de Ayala
que tiene a orgullo y por gala,
rendir a doña Isabel”
Mas cuando estaba sumido en su breve rezo don Diego escucha gritos de mujer y gran escándalo provenientes de la ruta que se disponía a proseguir y, doblando una esquina hacen aparición en la plaza varios hombres enmascarados que portan a una mujer amordazada.
“¡Diego, sálvame!
¡Isabel!
¡Tú! –respondió- Y al ser Ella
la defendida por él.
Diego desenvaina la espada indignado en defensa de aquella doncella y con certero golpe de su noble acero toledano derriba a uno de los captores y se acerca a la dama, viendo con gran sorpresa que efectivamente se trataba de su prometida.
“Le acosan, rápidos, diez,
A todos a raya tiene,
y contra todos mantiene
su arrogante intrepidez.”
Era el noble Don Ángel de Arellano uno de los más conocidos y respetados de la ciudad de Toledo. Vivía con su hijo Gonzalo en un pequeño palacio en el callejón de San Pedro, en el corazón de la ciudad y no muy lejos de la Catedral. Muchos respetaban a Don Ángel por su bondad y sabiduría, y el noble perdía gran parte de su tiempo en ayudar a todo aquél que podía.
Creía
que con sus buenas acciones podría enterrar la mala fama que su hijo
tenía en la ciudad, pues el joven, a sus pocos años ya era un ejemplo
de mezquindad, maldad y todos los peores adjetivos que un noble no
debería acompañar a su apellido. No había pelea en Zocodover en la que
no se viera comprometido el honor de los Arellano, moza que no viera
mancillado su honor ante la sucia verborrea del joven, apuesta
económica de la que el bolsillo de Don Ángel no se repercutiera o
embuste que procediera de la boca de Gonzalo. Todo lo malo que el padre
había evitado durante su ya larga vida formaba parte de lo cotidiano en
Don Gonzalo.
Transcurrido el tiempo y cuando la paciencia del padre llegaba a su fin dio la casualidad que Gonzalo se enamoró de una bella moza, hija de un pobre pescador del Tajo. Sagrario era su nombre y su belleza sedujo el duro corazón del joven. La sencillez de la joven no sólo ablandó el corazón de Gonzalo, sino que también provocó un cambio radical en la personalidad del joven, hasta el punto de convertirse en poco tiempo en uno de los hombres más pacífico y honrado de la ciudad. Los conocidos y el propio padre no daban crédito al cambio, tan sólo explicable por la intervención divina o de algún santo que hubiera intercedido por él.
Pero el dolor llegó en forma de habladurías a la casa de Don Ángel, pues al poco descubrió que la moza que pretendía su hijo era de las más pobres de la ciudad, y esta baja condición supuso un importante impedimento para que autorizara el matrimonio de su hijo. Esto provocó no pocas discusiones entre padre e hijo, tan duras que algunos vecinos oían gritos en mitad de la noche, durante el día, e incluso afirmaban haber oído en alguna ocasión el frío sonido del acero toledano saliendo de sus vainas…
Poco
después le vieron abandonar el confesionario con el semblante bañado en
lágrimas, dando aspecto de estar aterrorizado y como si al mismísimo
diablo hubiera visto en aquel lugar. Algunos se aproximaron al
confesionario, animados también por la poca afluencia de gente al mismo
y no encontraron en él a sacerdote alguno, pensando que Don Ángel se
había vuelto completamente loco.
La sangre caía a borbotones del cuerpo tendido en el suelo. Era la sangre de Gonzalo de Arellano, muerto acuchillado por la espalda con la daga propiedad de su propio padre. Don Ángel se entregó confesando ser el autor de los hechos y así lo confesó:
“Conté al sacerdote, en la Catedral, cómo Gonzalo pretendía a una joven hija de un pescador, y esto nos había llevado a sucumbir en el insulto y a punto había estado de provocar un daño mayor si no hubiese salido de casa camino de la confesión. La voz que había en el confesionario, profunda, convincente, me avisó de las pocas posibilidades de recuperar a mi hijo, y que éste caería para siempre en desgracia al casar con esa mujer. La muerte era la única solución a tamaño despropósito, pues es preferible antes de la deshonra… Su voz, era tan convincente que el enorme sacrificio no suponía problema alguno, sino un alivio para mi corazón, y aún a sabiendas de lo duro de la decisión, seguí el consejo dado por el sacerdote y partí de la Catedral hacia el fatal destino para mi hijo, buscando la salvación de su alma”.
El Cabildo confirmó que aquella mañana ningún sacerdote había confesado junto a la Puerta del Perdón. Los alguaciles encontraron a los testigos que vieron salir a Don Ángel y que confirmaron que ninguna persona había estado en el viejo confesionario. En lo que sí coincidieron todos por separado fue en el intenso olor a azufre que se desprendía del interior del confesionario...
Poco después, en Toledo corrió la noticia de que el mismo Satanás, vestido de sacerdote, había tomado confesión y convencido a Don Ángel de Arellano para asesinar a su hijo, buscando acabar con su bondad y el nuevo amor que había surgido, y de paso condenando el alma del padre para toda la eternidad.
La Catedral quitó el confesionario en el que supuestamente había tomado confesión el Diablo, y muchos toledanos tardaron en volver a la Catedral a confesar sus pecados… Cuenta la leyenda que desde entonces, nadie toma confesión cerca de la Puerta del Perdón.
Desde el ahora denominado "paseo del Miradero”, se puede contemplar un breve paraje abandonado entre numerosas casas, entre la Puerta Nueva de Bisagra y lo que se conoce como Barrio de la Antequeruela. Allí hubo un gran palacio, pocos años antes de que los Reyes Católicos expulsaran al pueblo Judío de sus territorios. Era un edificio inmenso y rico, con grandes escalinatas y caras columnas de mármol extraídas de viejas villas romanas que acompañaban el transcurrir del río Tajo por las tierras próximas a Toledo. En el patio central, se habían dispuesto unas colosales estatuas en actitudes feroces, que intimidaban a las pocas personas que accedían al interior del recinto, y bajo ellas unas extrañas inscripciones que sólo los iniciados acertarían a traducir.
Los toledanos de la época otorgaron al enclave fama de lugar infernal, dando al dueño del lugar como tratante con espíritus y con el maligno, pues sólo este sería capaz de dar a tal persona las suficientes riquezas para construir semejante palacio. Muchos sabían que el propietario era un viejo judío, que allí vivía con su hija, de espectacular belleza, y a los que rara vez se veía en público.
A esta oscura fama se añadía los comentarios de los vecinos más próximos al palacio que afirmaban que durante las oscuras noches se oían a través de las paredes extraños rumores, fuertes gemidos de la bella hija del judío y en ocasiones el chirriar de extraños instrumentos… Mientras esto sucedía, unas inmensas columnas de humo asomaban por las chimeneas del palacio…
¿Quién era capaz de trabajar de esta forma todas las noches del año sino una persona con tratos diabólicos? ¿De dónde procedían los gritos y terribles ruidos que rompían el silencio de la noche toledana?
Estas y otras muchas preguntas se hacían los vigías de las murallas durante una fría noche de noviembre, mientras miraban con cierto temor las chimeneas del palacio que una noche más emitían espesas columnas de humo.
En su interior, en una gran estancia subterránea, al lado de un inmenso fuego, se encontraba un anciano de barbas blancas, consultando unos viejos pergaminos que recientemente ha encontrado en cierta cueva del interior de Toledo (pagando unas monedas a chavales que bajan hasta esos oscuros y amplios parajes olvidades por el tiempo a recuperar los preciados escritos, tesoros para el judío, con milenarios secretos escondidos entre sus renglones), en los que figuran en caracteres extraños, olvidados ya, que pocos pueden leer en la actualidad, una interminable serie de fórmulas y cálculos, acompañados de nítidos dibujos representando seres y formas infernales.En
la noche oscura de noviembre en la que los vigías miran hacia las
chimeneas del palacio, el anciano padre, preocupado, mezcla extraños
brebajes en el extenso laboratorio alquímico improvisado en los
sótanos… Queda poco tiempo, pues su hija empeora con los días, y hoy es
la noche en la que ha logrado reunir todos los ingredientes para una
importante prueba…
Pero la fatalidad persigue al anciano, pues cuando en el preciso momento en que dos guardias miraban los tejados del palacio, se escuchó un prolongado rumor, similar al que precede a un terremoto, al tiempo que una intensa llamarada iluminó la noche de Toledo y al poco, una terrible explosión hizo desaparecer el palacio envolviéndolo todo en llamas.
Tras una dura noche en la que numerosos vecinos se aproximaron a ayudar en las tareas de extinción, para evitar que las llamas arrasaran todo el barrio, y con las primeras luces del día, las autoridades de la ciudad, incluyendo el Obispo, se acercaron hasta los rescoldos humeantes del palacio, y tras bendecir los restos, los presentes vieron cómo de entre las ruinas se recuperaban los cuerpos de sus dos habitantes, prácticamente carbonizados.
Todos interpretaron sus muertes como una intervención del maligno, o como un castigo por los rumores que habían oído de los habitantes del palacio. Nadie supo jamás que un padre intentaba salvar la vida de su hija, con catastróficas consecuencias. Tal vez no fuera el camino más acertado, pero la superstición y la desesperación llevan a veces a caminos prohibidos.
Hasta hoy, en el solar que ocupó el palacio incendiado, nadie se ha atrevido nunca a edificar, y se sigue observando alguna ruina que allí asoma desde el paseo del Miradero.Grandes tesoros oculta Toledo en sus entrañas. Según la tradición, protegidos por fieros animales y grandes estatuas, y aquél que ose enfrentarse a ellas terminará allí sus días, como podemos leer en esta conocida leyenda, relacionada con la mítica “Cueva de Hércules”.
Magdalena y Pablo eran dos jóvenes enamorados de Toledo, y como tantos otros pensaban constantemente en permanecer juntos, casarse y formar una familia. En aquella época, en la que la escasez era reinante en toda Castilla, la boda de una hija era vista como un “buen negocio”, por lo que el padre no autorizaba su casamiento ya que pensaba que Pablo tenía poco que ofrecer como dote.
El padre de Magdalena ya tenía bien planeado el matrimonio de su guapa hija con un hombre ya entrado en años y acaudalado, un rico comerciante de la ciudad que había enviudado recientemente.
Sin embargo, y tras las súplicas de su hija, decidió dar una oportunidad a Pablo, proponiéndole, y creyendo que jamás lo conseguiría, que si en unos días conseguía igualar o superar la fortuna del comerciante, Magdalena sería suya.
Pasaron
dos días y los enamorados lloraban amargamente, pues no encontraban
solución alguna a su problema. Pablo paseaba por las estrechas y
oscuras calles de Toledo en una noche de niebla, en pleno invierno,
tras hablar y llorar un rato con su pretendida, sin encontrar solución,
cuando llegando a la iglesia de San Ginés creyó saber qué hacer… Corrió
hasta la casa de su amada y se despidió diciéndole que si no volvía
supiera que sólo a ella había querido y no había en la tierra otra
mujer para él.
Al rato Pablo empujaba la robusta puerta de la iglesia de San Ginés, bajo cuya superficie estaba la nefanda “cueva de Hércules”, según había oído múltiples veces a su abuelo narrar, y que según las leyendas, ocultaba oro e inmensas riquezas que le posibilitarían la boda con su amada.
Atravesó las oscuras naves de la iglesia, tan sólo iluminadas por velas y con un intenso olor a incienso, y tras empujar una pequeña puerta situada tras un pilar ajado por el tiempo y que bien podría haber pertenecido a una vieja basílica romana, penetró en la oscura cueva portando una de las velas cogidas de la iglesia. Recorrido un largo trecho de escalones, que bajaban hasta la negrura más infinita, y tras sortear algunos derrumbes y grandes arcos de medio punto de sillares graníticos, se internó en lo que parecía un pasadizo sin fin, negro, angosto, y tras varias horas de interminable caminata, cada vez más encorvado, sus fuerzas empezaron a flaquearle por la ausencia de oxígeno y por un terrible olor nauseabundo que parecía provenir del final del túnel, que aún no alcanzaba a ver. Al poco tiempo, lo único que pudo sentir fue cómo su cuerpo daba con el duro suelo por el que caminaba…
A esto siguió un silencio mortal y después un grito de agonía.
A las doce de la noche de ese mismo día, delante de la casa de Magdalena se detenía la figura de un hombre joven que, llamando intensamente a la puerta, preguntó por el dueño y pretextando un asunto importante y urgente le ordenó que le acompañara.
El padre de la muchacha, sorprendido por tal impertinencia, increpó al hombre, exigiéndole que se identificara, pues tapaba su cara con una capa.
- No te importa quien soy. Tan sólo ¡sígueme! Ordenó el desconocido.
Más por curiosidad y movido como por un resorte mágico, sin fuerzas para oponerse a tal mandato, el padre de la joven acompañó al hombre por las calles tenebrosas de Toledo.
Cuando llegaron a San Ginés, el viejo murmuró: ¡La Cueva de Hércules! ¿Qué quieres de mí?
El
hombre contestó entonces: Soy Pablo, a quien tu intransigencia y
avaricia ha perdido, ya que buscando el tesoro que decían encerraba
esta cueva, el cual necesitaba para casarme con tu hija, según tus
exigencias, he encontrado la muerte.
He vuelto para venir a buscarte con el fin de que aquí entres y vivas sin morir, sufriendo peor castigo que en los infiernos.
El viejo, viendo espantado cómo la figura del joven se confundía con la niebla que había en la puerta de la iglesia, suplicó clemencia, a lo que Pablo respondió:
Tu pasión fue el oro, entra, aquí tienes suficiente. Y dándole un fuerte empujón el hombre atravesó la puerta de la iglesia y se encontró en la cueva, de la que jamás volvió a salir.
Muchos comentaron en Toledo los días siguientes la desaparición del joven Pablo y del padre de Magdalena, pero nadie supo dar explicación alguna y sus cuerpos no fueron hallados. El tiempo todo lo borra y todos olvidaron a los dos hombres, hasta que un buen día, un chaval que corría huyendo de los azotes de su amo accedió a la iglesia de San Ginés y encontró la puerta que daba acceso a la Cueva de Hércules.
Pensando sólo en el miedo al látigo de su amo, el muchacho avanzó por un estrecho y oscuro pasaje y cuando se dio cuenta no sabía volver. Continuó y halló otra galería que siguió, y tras un largo caminar, pasando por grandes habitáculos, se encontró con una salida que daba al campo, cerca de la Finca de Higares, en el término de Mocejón.
Volvió a Toledo y contó lo sucedido y cómo en su caminar por la cueva se encontró con un gran tesoro vigilado por un animal desconocido y terrible. Vio también restos humanos cerca del animal de aquellos que habían osado desafiarle para conseguir el tesoro, pero él no quiso acercarse y siguió huyendo. En otra estancia vio cómo una gigantesca estatua de bronce daba terribles golpes sobre un yunque a una barra de oro, y pudo distinguir que estaba en una gran bóveda en la que pudo identificar unos grandes pilares que se perdían en el techo. También allí pudo ver cómo dos hombres, insignificantes al lado de la estatua, que por la descripción eran Pablo y el padre de Magdalena, daban vueltas y más vueltas sin desviar su mirada del oro allí almacenado.
Cuenta la leyenda, que tras contar estas terribles historias, el chico desfalleció y murió al poco rato.
A principios del siglo VIII, era conocido por todo Toledano la existencia de un “Palacio Encantado” a poco más de media legua de la población, en un lugar agreste y sombrío cercano al Tajo. Un viejo lugar que se asemejaba al más árido desierto, en el que por las noches, apenas las sombras cubrían el espacio, ruidos extraños de metales, lejanas caídas de aguas, ecos de un martillo cayendo sobre un yunque tal vez manejado por un Titán, gritos estridentes y alaridos que brotaban de lo más profundo de la tierra se unían con el viento formando un tétrico coro infernal.
Cuando el alba daba paso a la oscuridad, los ruidos cesaban, y hubiérase dicho que sólo existían en la imaginación de los crédulos habitantes de los contornos.
En aquel lugar se alzaba esbelto un palacio maravilloso, cuya descripción nos han dejado los cronistas: “alto hasta el punto de no haber hombre alguno que, con toda la fuerza de su brazo, pudiese lanzar una piedra hasta su torre, estaba construido de pequeños pedazos de ricos jaspes y pintados mármoles, tan relucientes que, visto de lejos, brillaba como si fuese de cristal; y tan sutilmente habían unido los millones de pequeñas piedras que le constituían, que todas ellas parecían formar una sola y única piedra de varios matices. Cuatro enormes leones de metal sostenían, como aplastados por su peso, la airosa torre, que orgullosamente se levantaba hasta las nubes.”
Aquél palacio perteneció a Hércules, sabio que conocía los secretos del cielo y de la tierra, gran adivino, que construyó el palacio ocultando en su interior las desgracias que amenazarían a España, si un rey curioso, descuidado y avaro osaba a profanar este imponente edificio. Mientras no hubiera rey que profanara y rompiera el acceso al Palacio, la fatalidad sobre la península estaría pospuesta.
Por esta razón, terminada su obra, Hércules puso un gran candado a la puerta, ordenando que cuantos monarcas le sucediesen en el trono siguieran su ejemplo, sin atreverse a profanar el secreto tan espantoso que guardaba, y cumpliendo esta prescripción, todos los reyes, pocos días tras su coronación, se trasladaban con toda su corte al misterioso palacio y ponían un nuevo candado en su mágica puerta, cuyos goznes no habían girado desde la época de su construcción.
Treinta candados habían puesto ya los reyes godos cuando llegó al trono Don Rodrigo que, ocupado en los primeros meses de su reinado en la tarea de reprimir a los inquietos partidarios de Witiza, no se cuidó de cumplir el tradicional mandato de Hércules. Liberado de sus opositores, se interesó por el mágico Palacio, y preguntó cuantos datos sus más cercanos conocían de la tradición del candado. Pero no con el motivo de añadir uno más. La curiosidad había mordido su corazón, y descreído, tendiendo poco respeto a la tradición, ansiaba descubrir el misterio tras las puertas que nunca habían abierto sus antecesores.
En vano intentaron sus consejeros hacerle desistir de su designio. Y una luminosa mañana de agosto parte a galope raudo desde la Vega Baja de Toledo hacia el Palacio. En poco tiempo, sus hombres rompen delante de su codiciosa mirada los candados de la gran puerta, para a continuación penetrar audazmente en su silencioso y oscuro recinto.
En su interior, ni el más leve rumor turbaba el impresionante silencio. Los soldados que acompañaban al Rey callaban ante lo desconocido, temerosos por las leyendas que de este recinto habían escuchado desde su niñez. No avanzaron demasiado para comprender que el edificio no había sido construido por la mano del hombre. Todo allí anunciaba una fuerza superior. Vieron delante de sí una puerta menos grande que la primera, y, penetrando por ella, exhalaron un grito de sorpresa al hallarse en una gran sala cuadrada, en medio de la que había un lecho muy lujoso, y acostado en él un hombre de atléticas formas, armado de gran manera, y con un brazo extendido sosteniendo una escritura que, uno de los caballeros, más osado, recogió entregándosela luego al Rey, el cual, tratando de disimular el terror que empezaba a apoderarse de él, leyó con voz poco segura lo siguiente:
- Tú, tan osado que éste escrito leerás, mientes quién eres y cuánto mal vendrá por ti; que así como por mí fue poblada y conquistada España, así será por ti despoblada y perdida; y quiérote decir que yo fui Hércules el Fuerte, aquel que toda la mayor parte del mundo conquisté y a toda España.
Don Rodrigo quedó en suspenso, pero haciendo un esfuerzo dijo a sus caballeros: “poco cuidado pueden darnos tales profecías, pues nadie sabe el secreto del porvenir. Prosigamos con nuestra visita.”
El resto, impulsados por estas palabras, siguieron al monarca, que abriendo otra puerta penetró en otra estancia igual a la primera, donde otras maravillas le esperaban. Sobre un pilar, en un extremo de la habitación y alzado sobre el suelo, había una estatua de un gigante, con una pesada maza en la mano y en gesto de querer atacar hacia el suelo. Tras esta estatua, y en la pared, escrita con grandes letras rojas se leía:
“Rey triste, por tu mal has entrado aquí.”
En la pared de enfrente, se podía leer también:
“Por extrañas naciones serás desposeído y tus gentes malamente castigadas”.
Acercándose, observaron que en el pecho de la estatua había otro gran letrero: “A los árabes invoco” y en un su espalda “Mi oficio hago”.
Al ver esto todos los caballeros desearon dar la vuelta y regresar, pero Don Rodrigo comprendió que mal quedaría como Rey si en este momento huía, por lo que abriendo una tercera puerta entró en otra sala hizo a todos olvidar pasados temores y gritar de admiración.
Esta nueva sala era como el resto, de las mismas proporciones, y con el aspecto exterior del edificio. Miles de piedras de colores se engarzaban formando escenas de lo más variopinta naturaleza: amor a la orilla de un río; amorcillos jugando con la pesada armadura de Marte, despertado por Venus; batallas campales; instrumentos de música… A través de estas composiciones se filtraba una fina luz casi mágica, que iluminaba con una luz fantasmal e irreal toda la estancia. Cada pared era de un color, y a un lado había un gran poste de la altura de un hombre bajo una pequeña puerta encajada en la pared, y sobre esta un cartel en griego que rezaba:
“Cuando Hércules hizo esta casa, andaba la era del hombre en 3006 años”.
Abrió el rey esta puerta y encontró en un gran hueco del muro un arca de pequeño tamaño, dorada, cubierta de piedras preciosas y cerrada con un candado de oro. Sobre la tapa se podía leer:
“El Rey en cuyo tiempo se abra este arca, no puede ser que no vea maravillas antes de su muerte.”
Gran alegría causó este texto en Don Rodrigo, pues era el primero que no aludía a grandes catástrofes en su reino.
Dio la vuelta y hacia sus caballeros dijo: “por fin encontramos un premio a nuestro atrevimiento. En mis manos tengo el tesoro del Rey Hércules”. Sacó un puñal y quebró el candado. Comenzó a abrir el arca, pero pronto se hizo atrás, sorprendido.
Dentro de ella sólo había un paño blanco plegado y sujeto a dos tablas por medio de toscos alambres. Lo desplegó, y de nuevo se pintó el espanto en sus ojos, y la angustia invadió su alma.
En aquel paño había pintada una inmensa muchedumbre de figuras con anchas túnicas, con tocados en sus cabezas, relucientes y grandes espadas con forma de media luna. Portaban numerosos estandartes y pendones, cabalgando raudos en sus blancos alquiceles, y las ballestas preparadas en la espalda. Sólo la imaginación atisbaba el ingente número de jinetes que se agitaban, se atropellaban, como un remolino; y sobre ellos, otra leyenda que decía en hebreo:
“Cuando este paño fuere extendido y parecieren estas figuras, hombres que andarán así armados conquistarán a España y serán de ella señores”.
Pálido y convulso el Rey, llenos de asombro los caballeros que no tuvieron valor para oponerse a su insensatez, permanecieron mudos todos de espanto. Entonces, y sólo entonces, comprendieron la verdad de la tradición conservada de siglo en siglo… Pero ya era tarde. Enmudecieron y permanecieron mirando una y otra vez el lienzo.
Pero otro hecho sorprendente les sacó de su ensimismamiento: la estatua que había en la segunda sala, como movida por una fuerza invisible, empezó a golpear el suelo con su terrible maza de armas, y su potencia conmovió las paredes del palacio.
Y al ver esto, Don Rodrigo y sus caballeros corrieron pasando lo más lejos posible de la estatua, que seguía golpeando furiosa el suelo. Cuando se vieron fuera del recinto alzaron los ojos al cielo para dar gracias, pero pronto los bajaron atemorizados por lo que vieron: densas nubes se cernían sobre ellos, oscuras, como jamás antes habían visto por estas tierras. Repentinamente, terribles relámpagos y truenos resquebrajaron el aire, y un gran lengua de fuego se desprendió de las nubes y se enlazó la encantada torre del Palacio, comenzando un terrible incendio.
En breves minutos el edificio entero estaba envuelto en llamas y esto provocó que el súbitamente se viniera abajo, abriéndose en su lugar una ancha sima en la que se hundieron sus escombros calcinados.
En medio de este estruendo de cascotes, aún se podía distinguir el ruido espantoso de la maza de armas manejada por el Titán, hiriendo con fuerza las entrañas de la roca…
Don Rodrigo y los suyos, poseídos por un terror supersticioso que no podían contener, huyeron de aquel paraje, corriendo en sus corceles a buscar refugio en la protección de las murallas toledanas.
Desde aquél día, huyó la sonrisa de los labios de Don Rodrigo.
Nada hacía presagiar en su reino tan macabras profecías vividas en el Palacio Encantado, aunque muy bien todos las tenían muy presentes.
Una tarde se hallaba en su alcázar contemplando las serenas aguas del Tajo, y teniendo ante sí el elegante Baño de la Cava, cuando le anunciaron que un enviado de Teodomiro, gobernador godo de Andalucía, traía un mensaje para él.
Don Rodrigo corrió hacia su palacio para escuchar la viva voz del mensajero, y que le leyeran el mensaje que le traían:
“Mi señor, malas nuevas le traigo del sur”, comenzó el nervioso mensajero.
El Rey, temiéndose lo peor, apresuró a la lectura del mensaje, en el que Teodomiro solicitaba ayuda urgente ante el cruce del estrecho por una numerosa expedición árabe, que arrasaba tierras y gentes allá por donde pasaba, y conquistaba con extrema rapidez el territorio hasta ahora perteneciente a los Visigodos.
Don Rodrigo llevó a su mente con un sudor frío las imágenes que había visto en el tejido encontrado en el Palacio de Hércules, sintiendo en lo más profundo de su alma cómo este mensajero había comunicado el principio del fin de su reinado.
*****
Todavía hoy algunos cronistas apuntan como un posible acceso de este “Palacio Encantado” las denominadas “Cuevas de Hércules”, situadas en la C/. San Ginés, del casco histórico. Las leyendas asignan a esta cueva numerosos hechos y sucesos fantásticos, y algunas citan que podría ser una puerta de entrada a los numerosos subterráneos que enlazarían el subsuelo de la ciudad, formando una “ciudad bajo la ciudad”.
De entre estas tradiciones, destacamos aquella que dice que la “Cueva de Hércules” cruza Toledo, pasa por debajo del río Tajo y se extiende varios kilómetros fuera de las murallas, hasta un paraje inhóspito situado en una finca denominada hoy en día “Higares”, donde bien pudo situarse este misterioso palacio y que hoy en día tan sólo aloja unas grandes cuevas, con gran cantidad de escombros y aún inexploradas.A las afueras de Toledo, en la vega del Tajo, en un paraje que en
los tiempos en los que transcurre esta leyenda hubo de ser un vergel
paradisíaco, tras la actual estación del AVE y aislado y poco visible
por un muro vegetal, se encuentra el “Palacio o Castillo de Galiana”, paraje también llamado “Huerta del Rey”.
Actualmente es el lugar donde muchos novios se hacen las fotografías en
el día de su boda, dada la belleza arquitectónica del monumento
restaurado. Es posible que el nombre le venga del recuerdo de la princesa Galiana,
para quien lo mandase construir muy posiblemente su padre el rey
Galafre a finales del VIII o principios del IX, si bien otros creen que
esta fue una finca de recreo construida por Al-Mamun, rey taifa de
Toledo, y que por recuerdo de los fabulosos palacios que existieron
junto al Alcázar se le puso este nombre.
Este lugar estuvo rodeado por frondosos jardines, estanques y
fuentes. Aquí estuvo la famosa “clepsydra” construida por Azarquiel,
reloj de agua que marcaba las horas según las fases de la luna y
perduró hasta el reinado de Alfonso VII, que la desmontó para estudiar
su funcionamiento y crear otras… Pero lo que realmente nos interesa,
además del monumento, son las bellísimas leyendas que alberga. Una de
las más conocidas hace referencia a Alfonso VI, rey que reconquistó la
ciudad de Toledo:
Alfonso
VI huyendo de su hermano y de su prisión en el monasterio de Sahagún
disfrazado de monje, llegó a refugiarse en Toledo con el rey musulmán
Al-Mamum, que le acogió amablemente y le ofreció para su residencia
temporal el palacio de Galiana, a las afueras de la ciudad. A cambio, y
como acuerdo entre ambos reyes, se decidió que Al-Mamun trataría
correctamente al rey cristiano y a sus caballeros, les alimentaría y
proporcionaría seguridad, y Alfonso respetaría la ciudad, sería leal al
rey y no saldría de los límites de la ciudad sin su licencia, además de
ayudarle en cualquier necesidad.
Durante este período, Alfonso llevó una vida tranquila, dedicada a la
caza, los paseos por las nítidas orillas del Tajo y las diversiones
cortesanas típicas de la época, conversando con los muchos eruditos que
el rey Al-Mamum cobijaba en Toledo, y muy sorprendido por el grado de
civilización de aquellos a los que consideraba sus enemigos. A pesar de
todo, el Rey añoraba la lucha por la defensa de sus derechos por el
trono.
Un buen día, Al-Mamun acudió a un ágape organizado por Alfonso en el
Palacio. Tras la comida, la conversación entre reyes derivó hacia la
importancia estratégica de la ciudad de Toledo, sus notables
fortificaciones, las guerras que asolaban la península, entre Taifas,
por la reconquista… El rey moro, pensativo, y acompañado de sus
consejeros y caballeros salió a los jardines continuando con la
conversación, preocupado por los pensamientos del Rey Cristiano. Todos
descansaron bajo unos frondosos árboles. La conversación sobre las
guerras continuó y derivó hacia la imposibilidad de que Toledo fuera
subyugada por la fuerza. Algunos afirmaban que un asedio no rendiría la
ciudad, mientras otros afirmaban lo contrario. Otros afirmaron que
sería posible la captura de la capital quitándole el abastecimiento por
seis años continuados, arrasando los campos que la proveían, los
viñedos y los árboles que la rodeaban. Al final, la idea se dio por
buena por los consejeros del rey Al-Mamum, y llegando a la conclusión
de que sería posible utilizando una gran cantidad de hombres, tiempo y
mucho dinero.
Alfonso, al verse sólo había salido al jardín y hábilmente oculto tras
unos matorrales había escuchado toda la conversación de los eruditos
consejeros del rey musulman, simulando que estaba dormido.
Al-Mamum, de nuevo preocupado por las implicaciones que este hecho
podría tener sobre su reinado, se levantó y vio a poca distancia a
Alfonso, bajo una sombra y como si durmiera. Preocupado por la
posibilidad de que el rey hubiera escuchado las disquisiciones
estratégicas de sus consejeros, le entró la terrible sospecha de si
realmente estaría durmiendo o habría escuchado toda la detallada
conversación. Para comprobarlo y saber la verdad, ordenaría en voz
alta, para que Alfonso si estuviera despierto lo escuchara, que le
echasen plomo derretido en la mano que tenía extendida. Así lo hicieron
los hombres de Al-Mamum… Trajeron el plomo y un fuego en el que lo
derritieron. Sólo en el momento en el que el plomo cayó en su mano,
horadándola, fue cuando el monarca despertó, lanzando un terrible
grito.
La actitud del rey leonés, que no se había inmutado aunque estaba
despierto y a sabiendas del plomo que le esperaba, tranquilizó a los
musulmanes, creyendo que no había escuchado nada de su conversación.
Desde aquél momento se conoció a Alfonso VI como “el de la mano
horadada”.
La conversación escuchada en el jardín del Palacio de Galiana, que bien
le costó una importante herida en la mano, también sirvió años más
tarde para que tras un duro y prolongado asedio, Alfonso VI entrase
victorioso en la ciudad de Toledo.
También
otras leyendas, aún más terroríficas, se asignan a este espacio
denominado “Palacio de Galiana”. Cuenta la tradición que en estos
parajes, antiguamente muy frondosos de vegetación, era frecuentado a
caballo por el espíritu de un tal Abenzaide, que, herido en su amor
propio por no verse apoyado en sus amores con la princesa Galiana, y
dando terribles gritos en la noche de la vega toledana, aterrorizaba a
cuantos se atrevían a pasar por estos parajes.
Durante el asedio de la ciudad por Alfonso VI en 1084, y recordando su grata estancia invitado por los musulmanes a los que ahora atacaba, y viendo que la caída de la ciudad se retrasaba más de lo calculado inicialmente, se aloja en estos palacios con parte de su corte. Una noche que paseaba por los jardines, se le apareció Abenzaide, que ofendido como fue por los entonces moradores de Toledo, mostró al rey leonés cómo acceder de forma sencilla tras los recios muros de la ciudad, y así conquistarla. Cuenta la leyenda que tras aquella noche, Alfonso VI reconquistó Toledo, la ciudad que se suponía inexpugnable, y entrar en ella con sus hombres de forma triunfal el 25 de mayo de 1085.
Estaba agotado, agotado hasta no poder más, por aquella
larga agonía. Cuando, por último, me desataron y pude sentarme, noté
que perdía el conocimiento. La sentencia, la espantosa sentencia de
muerte, fue la última frase claramente acentuada que llegó a mis oídos.
Luego, el sonido de las voces de los inquisidores me pareció que se
apagaba en el indefinido zumbido de un sueño. El ruido aquel provocaba
en mi espíritu una idea de rotación, quizá a causa de que lo asociaba
en mis pensamientos con una rueda de molino. Pero aquello duró poco
tiempo, porque, de pronto, no oí nada más. No obstante, durante algún
rato pude ver, pero ¡con qué terrible exageración! Veía los labios de
los jueces vestidos de negro: eran blancos, más blancos que la hoja de
papel sobre la que estoy escribiendo estas palabras; y delgados hasta
lo grotesco, adelgazados por la intensidad de su dura expresión, de su
resolución inexorable, del riguroso desprecio al dolor humano. Veía que
los decretos de lo que para mí representaba el Destino salían aún de
aquellos labios. Los vi retorcerse en una frase mortal, les vi
pronunciar las sílabas de mi nombre, y me estremecí al ver que el
sonido no seguía al movimiento.
Durante varios momentos de espanto frenético vi también la blanda y
casi imperceptible ondulación de las negras colgaduras que cubrían las
paredes de la sala, y mi vista cayó entonces sobre los siete grandes
hachones que se habían colocado sobre la mesa. Tomaron para mí, al
principio, el aspecto de la caridad, y los imaginé ángeles blancos y
esbeltos que debían salvarme. Pero entonces, y de pronto, una náusea
mortal invadió mi alma, y sentí que cada fibra de mi ser se estremecía
como si hubiera estado en contacto con el hilo de una batería
galvánica. Y las formas angélicas convertíanse en insignificantes
espectros con cabeza de llama, y claramente comprendí que no debía
esperar de ellos auxilio alguno. Entonces, como una magnífica nota
musical, se insinuó en mi imaginación la idea del inefable reposo que
nos espera en la tumba. Llegó suave, furtivamente; creo que necesité un
gran rato para apreciarla por completo. Pero en el preciso instante en
que mi espíritu comenzaba a sentir claramente esa idea, y a
acariciarla, las figuras de los jueces se desvanecieron como por arte
de magia; los grandes hachones se redujeron a la nada; sus llamas se
apagaron por completo, y sobrevino la negrura de las tinieblas; todas
las sensaciones parecieron desaparecer como en una zambullida loca y
precipitada del alma en el Hades. Y el Universo fue sólo noche,
silencio, inmovilidad.
Estaba desvanecido. Pero, no obstante, no puedo decir que hubiese
perdido la conciencia del todo. La que me quedaba, no intentaré
definirla, ni describirla siquiera. Pero, en fin, todo no estaba
perdido. En medio del más profundo sueño..., ¡no! En medio del
delirio..., ¡no! En medio del desvanecimiento..., ¡no! En medio de la
muerte..., ¡no! Si fuera de otro modo, no habría salvación para el
hombre. Cuando nos despertamos del más profundo sueño, rompemos la
telaraña de algún sueño. Y, no obstante, un segundo más tarde es tan
delicado este tejido, que no recordamos haber soñado.
Dos grados hay, al volver del desmayo a la vida: el sentimiento de la
existencia moral o espiritual y el de la existencia física. Parece
probable que si, al llegar al segundo grado, hubiéramos de evocar las
impresiones del primero, volveríamos a encontrar todos los recuerdos
elocuentes del abismo trasmundano. ¿Y cuál es ese abismo? ¿Cómo, al
menos, podremos distinguir sus sombras de las de la tumba? Pero si las
impresiones de lo que he llamado primer grado no acuden de nuevo al
llamamiento de la voluntad, no obstante, después de un largo intervalo,
¿no aparecen sin ser solicitadas, mientras, maravillados. nos
preguntamos de dónde proceden? Quien no se haya desmayado nunca no
descubrirá extraños palacios y casas singularmente familiares entre las
ardientes llamas; no será el que contemple, flotantes en el aire, las
visiones melancólicas que el vulgo no puede vislumbrar, no será el que
medite sobre el perfume de alguna flor desconocida, ni el que se
perderá en el misterio de alguna melodía que nunca hubiese llamado su
atención hasta entonces.
En medio de mis repetidos e insensatos esfuerzos, en medio de mi
enérgica tenacidad en recoger algún vestigio de ese estado de vacío
aparente en el que mi alma había caído, hubo instantes en que soñé
triunfar. Tuve momentos breves, brevísimos en que he llegado a
condensar recuerdos que en épocas posteriores mi razón lúcida me ha
afirmado no poder referirse sino a ese estado en que parece aniquilada
la conciencia. Muy confusamente me presentan esas sombras de recuerdos
grandes figuras que me levantaban, transportándome silenciosamente
hacia abajo, aún más hacia abajo, cada vez más abajo, hasta que me
invadió un vértigo espantoso a la simple idea del infinito en descenso.
También me recuerdan no sé qué vago espanto que experimentaba el
corazón, precisamente a causa de la calma sobrenatural de ese corazón.
Luego el sentimiento de una repentina inmovilidad en todo lo que me
rodeaba, como si quienes me llevaban, un cortejo de espectros, hubieran
pasado, al descender, los límites de lo ilimitado, y se hubiesen
detenido, vencidos por el hastío infinito de su tarea. Recuerda mi alma
más tarde una sensación de insipidez y de humedad; después, todo no es
más que locura, la locura de una memoria que se agita en lo abominable.
De pronto vuelven a mi alma un movimiento y un sonido: el movimiento
tumultuoso del corazón y el rumor de sus latidos. Luego, un intervalo
en el que todo desaparece. Luego, el sonido de nuevo, el movimiento y
el tacto, como una sensación vibrante penetradora de mi ser. Después la
simple conciencia de mi existencia sin pensamiento, sensación que duró
mucho. Luego, bruscamente, el pensamiento de nuevo, un temor que me
producía escalofríos y un esfuerzo ardiente por comprender mi verdadero
estado. Después, un vivo afán de caer en la insensibilidad. Luego, un
brusco renacer del alma y una afortunada tentativa de movimiento.
Entonces, el recuerdo completo del proceso, de los negros tapices, de
la sentencia, de mi debilidad, de mi desmayo. Y el olvido más completo
en torno a lo que ocurrió más tarde. Únicamente después, y gracias a la
constancia más enérgica, he logrado recordarlo vagamente.
No había abierto los ojos hasta ese momento. Pero sentía que estaba
tendido de espaldas y sin ataduras. Extendí la mano y pesadamente cayó
sobre algo húmedo y duro. Durante algunos minutos la dejé descansar
así, haciendo esfuerzos por adivinar dónde podía encontrarme y lo que
había sido de mí. Sentía una gran impaciencia por hacer uso de mis
ojos, pero no me atreví. Tenía miedo de la primera mirada sobre las
cosas que me rodeaban. No es que me aterrorizara contemplar cosas
horribles, sino que me aterraba la idea de no ver nada.
A la larga, con una loca angustia en el corazón, abrí rápidamente los
ojos. Mi espantoso pensamiento hallábase, pues, confirmado. Me rodeaba
la negrura de la noche eterna. Me parecía que la intensidad de las
tinieblas me oprimía y me sofocaba. La atmósfera era intolerablemente
pesada. Continué acostado tranquilamente e hice un esfuerzo por emplear
mi razón. Recordé los procedimientos inquisitoriales, y, partiendo de
esto, procuré deducir mi posición verdadera. Había sido pronunciada la
sentencia y me parecía que desde entonces había transcurrido un largo
intervalo de tiempo. No obstante, ni un solo momento imaginé que
estuviera realmente muerto.
A pesar de todas las ficciones literarias, semejante idea es
absolutamente incompatible con la existencia real. Pero ¿dónde me
encontraba y cuál era mi estado? Sabía que los condenados a muerte
morían con frecuencia en los autos de fe. La misma tarde del día de mi
juicio habíase celebrado una solemnidad de esta especie. ¿Me habían
llevado, acaso, de nuevo a mi calabozo para aguardar en él el próximo
sacrificio que había de celebrarse meses más tarde? Desde el principio
comprendí que esto no podía ser. Inmediatamente había sido puesto en
requerimiento el contingente de víctimas. Por otra parte, mi primer
calabozo, como todas las celdas de los condenados, en Toledo, estaba
empedrado y había en él alguna luz.
Repentinamente, una horrible idea aceleró mi sangre en torrentes hacia
mi corazón, y durante unos instantes caí de nuevo en mi insensibilidad.
Al volver en mí, de un solo movimiento me levanté sobre mis pies,
temblando convulsivamente en cada fibra. Desatinadamente, extendí mis
brazos por encima de mi cabeza y a mi alrededor, en todas direcciones.
No sentí nada. No obstante, temblaba a la idea de dar un paso, pero me
daba miedo tropezar contra los muros de mi tumba. Brotaba el sudor por
todos mis poros, y en gruesas gotas frías se detenía sobre mi frente. A
la larga, se me hizo intolerable la agonía de la incertidumbre y avancé
con precaución, extendiendo los brazos y con los ojos fuera de sus
órbitas, con la esperanza de hallar un débil rayo de luz. Di algunos
pasos, pero todo estaba vacío y negro. Respiré con mayor libertad. Por
fin, me pareció evidente que el destino que me habían reservado no era
el más espantoso de todos.
Y entonces, mientras precavidamente continuaba avanzando, se confundían
en masa en mi memoria mil vagos rumores que sobre los horrores de
Toledo corrían. Sobre estos calabozos contábanse cosas extrañas. Yo
siempre había creído que eran fábulas; pero, sin embargo, eran tan
extraños, que sólo podían repetirse en voz baja. ¿Debía morir yo de
hambre, en aquel subterráneo mundo de tinieblas, o qué muerte más
terrible me esperaba? Puesto que conocía demasiado bien el carácter de
mis jueces, no podía dudar de que el resultado era la muerte, y una
muerte de una amargura escogida. Lo que sería, y la hora de su
ejecución, era lo único que me preocupaba y me aturdía.
Mis extendidas manos encontraron, por último un sólido obstáculo. Era
una pared que parecía construida de piedra, muy lisa, húmeda y fría. La
fui siguiendo de cerca, caminando con la precavida desconfianza que me
habían inspirado ciertas narraciones antiguas. Sin embargo, esta
operación no me proporcionaba medio alguno para examinar la dimensión
de mi calabozo, pues podía dar la vuelta y volver al punto de donde
había partido sin darme cuenta de lo perfectamente igual que parecía la
pared. En vista de ello busqué el cuchillo que guardaba en uno de mis
bolsillos cuando fui conducido al tribunal. Pero había desaparecido,
porque mis ropas habían sido cambiadas por un traje de grosera estameña.
Con objeto de comprobar perfectamente mi punto de partida, había
pensado clavar la hoja en alguna pequeña grieta de la pared. Sin
embargo, la dificultad era bien fácil de ser solucionada, y, no
obstante, al principio, debido al desorden de mi pensamiento, me
pareció insuperable. Rasgué una tira de la orla de mi vestido y la
coloqué en el suelo en toda su longitud, formando un ángulo recto con
el muro. Recorriendo a tientas mi camino en torno a mi calabozo, al
terminar el circuito tendría que encontrar el trozo de tela. Por lo
menos, esto era lo que yo creía, pero no había tenido en cuenta ni las
dimensiones de la celda ni mi debilidad. El terreno era húmedo y
resbaladizo. Tambaleándome, anduve durante algún rato. Después tropecé
y caí. Mi gran cansancio me decidió a continuar tumbado, y no tardó el
sueño en apoderarse de mí en aquella posición.
Al despertarme y alargar el brazo hallé a mi lado un pan y un cántaro
con agua. Estaba demasiado agotado para reflexionar en tales
circunstancias, y bebí y comí ávidamente. Tiempo más tarde reemprendí
mi viaje en torno a mi calabozo, y trabajosamente logré llegar al trozo
de estameña. En el momento de caer había contado ya cincuenta y dos
pasos, y desde que reanudé el camino hasta encontrar la tela, cuarenta
y ocho. De modo que medía un total de cien pasos, y suponiendo que dos
de ellos constituyeran una yarda, calculé en unas cincuenta yardas la
circunferencia de mi calabozo. Sin embargo, había tropezado con
numerosos ángulos en la pared, y esto impedía el conjeturar la forma de
la cueva, pues no había duda alguna de que aquello era una cueva.
No ponía gran interés en aquellas investigaciones, y con toda seguridad
estaba desalentado. Pero una vaga curiosidad me impulsó a continuarlas.
Dejando la pared, decidí atravesar la superficie de mi prisión. Al
principio procedí con extrema precaución, pues el suelo, aunque parecía
ser de una materia dura, era traidor por el limo que en él había. No
obstante, al cabo de un rato logré animarme y comencé a andar con
seguridad, procurando cruzarlo en línea recta.
De esta forma avancé diez o doce pasos, cuando el trozo rasgado que
quedaba de orla se me enredó entre las piernas, haciéndome caer de
bruces violentamente.
En la confusión de mi caída no noté al principio una circunstancia no
muy sorprendente y que, no obstante, segundos después, hallándome
todavía en el suelo, llamó mi atención. Mi barbilla apoyábase sobre el
suelo del calabozo, pero mis labios y la parte superior de la cabeza,
aunque parecían colocados a menos altura que la barbilla, no
descansaban en ninguna parte. Me pareció, al mismo tiempo, que mi
frente se empapaba en un vapor viscoso y que un extraño olor a setas
podridas llegaba hasta mi nariz. Alargué el brazo y me estremecí,
descubriendo que había caído al borde mismo de un pozo circular cuya
extensión no podía medir en aquel momento. Tocando las paredes
precisamente debajo del brocal, logré arrancar un trozo de piedra y la
dejé caer en el abismo. Durante algunos segundos presté atención a sus
rebotes. Chocaba en su caída contra las paredes del pozo. Lúgubremente,
se hundió por último en el agua, despertando ecos estridentes. En el
mismo instante dejóse oír un ruido sobre mi cabeza, como de una puerta
abierta y cerrada casi al mismo tiempo, mientras un débil rayo de luz
atravesaba repentinamente la oscuridad y se apagaba en seguida.
Con toda claridad vi la suerte que se me preparaba, y me felicité por
el oportuno accidente que me había salvado. Un paso más, y el mundo no
me hubiera vuelto a ver. Aquella muerte, evitada a tiempo, tenía ese
mismo carácter que había yo considerado como fabuloso y absurdo en las
historias que sobre la Inquisición había oído contar. Las víctimas de
su tiranía no tenían otra alternativa que la muerte, con sus crueles
agonías físicas o con sus abominables torturas morales. Esta última fue
la que me había sido reservada. Mis nervios estaban abatidos por un
largo sufrimiento, hasta el punto que me hacía temblar el sonido de mi
propia voz, y me consideraba por todos motivos una víctima excelente
para la clase de tortura que me aguardaba.
Temblando, retrocedí a tientas hasta la pared, decidido a dejarme morir
antes que afrontar el horror de los pozos que en las tinieblas de la
celda multiplicaba mi imaginación. En otra situación de ánimo hubiese
tenido el suficiente valor para concluir con mis miserias de una sola
vez, lanzándome a uno de aquellos abismos, pero en aquellos momentos
era yo el más perfecto de los cobardes. Por otra parte, me era
imposible olvidar lo que había leído con respecto a aquellos pozos, de
los que se decía que la extinción repentina de la vida era una
esperanza cuidadosamente excluida por el genio infernal de quien los
había concebido.
Durante algunas horas me tuvo despierto la agitación de mi ánimo. Pero,
por último, me adormecí de nuevo. Al despertarme, como la primera vez,
hallé a mi lado un pan y un cántaro de agua. Me consumía una sed
abrasadora, y de un trago vacíe el cántaro. Algo debía de tener aquella
agua, pues apenas bebí sentí unos irresistibles deseos de dormir. Caí
en un sueño profundo parecido al de la muerte. No he podido saber nunca
cuánto tiempo duró; pero, al abrir los ojos, pude distinguir los
objetos que me rodeaban. Gracias a una extraña claridad sulfúrea, cuyo
origen no pude descubrir al principio, podía ver la magnitud y aspecto
de mi cárcel.
Me había equivocado mucho con respecto a sus dimensiones. Las paredes
no podían tener más de veinticinco yardas de circunferencia. Durante
unos minutos, ese descubrimiento me turbó grandemente, turbación en
verdad pueril, ya que, dadas las terribles circunstancias que me
rodeaban, ¿qué cosa menos importante podía encontrar que las
dimensiones de mi calabozo? Pero mi alma ponía un interés extraño en
las cosas nimias, y tenazmente me dediqué a darme cuenta del error que
había cometido al tomar las medidas a aquel recinto. Por último se me
apareció como un relámpago la luz de la verdad. En mi primera
exploración había contado cincuenta y dos pasos hasta el momento de
caer. En ese instante debía encontrarme a uno o dos pasos del trozo de
tela. Realmente, había efectuado casi el circuito de la cueva. Entonces
me dormí, y al despertarme, necesariamente debí de volver sobre mis
pasos, creando así un circuito casi doble del real. La confusión de mi
cerebro me impidió darme cuenta de que había empezado la vuelta con la
pared a mi izquierda y que la terminaba teniéndola a la derecha.
También me había equivocado por lo que respecta a la forma del recinto.
Tanteando el camino, había encontrado varios ángulos, deduciendo de
ello la idea de una gran irregularidad; tan poderoso es el efecto de la
oscuridad absoluta sobre el que sale de un letargo o de un sueño. Los
ángulos eran, sencillamente, producto de leves depresiones o huecos que
se encontraban a intervalos desiguales. La forma general del recinto
era cuadrada. Lo que creí mampostería parecía ser ahora hierro u otro
metal dispuesto en enormes planchas, cuyas suturas y junturas producían
las depresiones.
La superficie de aquella construcción metálica estaba embadurnada
groseramente con toda clase de emblemas horrorosos y repulsivos,
nacidos de la superstición sepulcral de los frailes. Figuras de
demonios con amenazadores gestos, con formas de esqueleto y otras
imágenes del horror más realista llenaban en toda su extensión las
paredes. Me di cuenta de que los contornos de aquellas monstruosidades
estaban suficientemente claros, pero que los colores parecían manchados
y estropeados por efecto de la humedad del ambiente. Vi entonces que el
suelo era de piedra. En su centro había un pozo circular, de cuya boca
había yo escapado, pero no vi que hubiese alguno más en el calabozo.
Todo esto lo vi confusamente y no sin esfuerzo, pues mi situación
física había cambiado mucho durante mi sueño. Ahora, de espaldas,
estaba acostado cuan largo era sobre una especie de armadura de madera
muy baja. Estaba atado con una larga tira que parecía de cuero.
Enrollábase en distintas vueltas en torno a mis miembros y a mi cuerpo,
dejando únicamente libres mi cabeza y mi brazo izquierdo. Sin embargo,
tenía que hacer un violento esfuerzo para alcanzar el alimento que
contenía un plato de barro que habían dejado a mi lado sobre el suelo.
Con verdadero terror me di cuenta de que el cántaro había desaparecido,
y digo con terror porque me devoraba una sed intolerable. Creí entonces
que el plan de mis verdugos consistía en exasperar esta sed, puesto que
el alimento que contenía el plato era una carne cruelmente salada.
Levanté los ojos y examiné el techo de mi prisión. Hallábase a una
altura de treinta o cuarenta pies y parecíase mucho, por su
construcción, a las paredes laterales. En una de sus caras llamó mi
atención una figura de las más singulares. Era una representación
pintada del Tiempo, tal como se acostumbra representarle, pero en lugar
de la guadaña tenía un objeto que a primera vista creí se trataba de un
enorme péndulo como los de los relojes antiguos. No obstante, algo
había en el aspecto de aquella máquina que me hizo mirarla con más
detención.
Mientras la observaba directamente, mirando hacia arriba, pues
hallábase colocada exactamente sobre mi cabeza, me pareció ver que se
movía. Un momento después se confirmaba mi idea. Su balanceo era corto
y, por tanto, muy lento. No sin cierta desconfianza, y, sobre todo, con
extrañeza la observé durante unos minutos. Cansado, al cabo de vigilar
su fastidioso movimiento, volví mis ojos a los demás objetos de la
celda.
Un ruido leve atrajo mi atención. Miré al suelo y vi algunas enormes
ratas que lo cruzaban. Habían salido del pozo que yo podía distinguir a
mi derecha. En ese instante, mientras las miraba, subieron en tropel, a
toda prisa, con voraces ojos y atraídas por el olor de la carne. Me
costó gran esfuerzo y atención apartarlas.
Transcurrió media hora, tal vez una hora—pues apenas imperfectamente
podía medir el tiempo— cuando, de nuevo, levanté los ojos sobre mí. Lo
que entonces vi me dejó atónito y sorprendido. El camino del péndulo
había aumentado casi una yarda, y, como consecuencia natural, su
velocidad era también mucho mayor. Pero, principalmente, lo que más me
impresionó fue la idea de que había descendido visiblemente. Puede
imaginarse con qué espanto observé entonces que su extremo inferior
estaba formado por media luna de brillante acero, que, aproximadamente,
tendría un pie de largo de un cuerno a otro. Los cuernos estaban
dirigidos hacia arriba, y el filo inferior, evidentemente afilado como
una navaja barbera. También parecía una navaja barbera, pesado y
macizo, y ensanchábase desde el filo en una forma ancha y sólida. Se
ajustaba a una gruesa varilla de cobre, y todo ello silbaba moviéndose
en el espacio.
Ya no había duda alguna con respecto a la suerte que me había preparado
la horrible ingeniosidad monacal. Los agentes de la Inquisición habían
previsto mi descubrimiento del pozo; del pozo, cuyos horrores habían
sido reservados para un hereje tan temerario como yo; del pozo, imagen
del infierno, considerado por la opinión como la Ultima Tule de todos
los castigos. El más fortuito de los accidentes me había salvado de
caer en él, y yo sabia que el arte de convertir el suplicio en un lazo
y una sorpresa constituía una rama importante de aquel sistema
fantástico de ejecuciones misteriosas. Por lo visto, habiendo fracasado
mi caída en el pozo, no figuraba en el demoníaco plan arrojarme a él.
Por tanto, estaba destinado, y en este caso sin ninguna alternativa, a
una muerte distinta y más dulce ¡Mas dulce! En mi agonía, pensando en
el uso singular que yo hacía de esta palabra, casi sonreí.
¿Para qué contar las largas, las interminables horas de horror, más que
mortales, durante las que conté las vibrantes oscilaciones del acero?
Pulgada a pulgada, línea a línea, descendía gradualmente, efectuando un
descenso sólo apreciable a intervalos, que eran para mí más largos que
siglos. Y cada vez más, cada vez más, seguía bajando, bajando.
Pasaron días, tal vez muchos días, antes que llegase a balancearse lo
suficientemente cerca de mí para abanicarme con su aire acre. Hería mi
olfato el olor de acero afilado. Rogué al Cielo, cansándolo con mis
súplicas, que hiciera descender más rápidamente el acero. Enloquecí, me
volví frenético, hice esfuerzos para incorporarme e ir al encuentro de
aquella espantosa y movible cimitarra. Y luego, de pronto, se apoderó
de mí una gran calma y permanecí tendido sonriendo a aquella muerte
brillante, como podría sonreír un niño a un juguete precioso.
Transcurrió luego un instante de perfecta insensibilidad. Fue un
intervalo muy corto. Al volver a la vida no me pareció que el péndulo
hubiera descendido una altura apreciable. No obstante, es posible que
aquel tiempo hubiese sido larguísimo. Yo sabía que existían seres
infernales que tomaban nota de mi desvanecimiento y que a su capricho
podían detener la vibración.
Al volver en mí, sentí un malestar y una debilidad indecibles, como
resultado de una enorme inanición. Aun entre aquellas angustias, la
naturaleza humana suplicaba el sustento. Con un esfuerzo penoso,
extendí mi brazo izquierdo tan lejos como mis ligaduras me lo
permitían, y me apoderé de un pequeño sobrante que las ratas se habían
dignado dejarme. Al llevarme un pedazo a los labios, un informe
pensamiento de extraña alegría, de esperanza, se alojo en mi espíritu.
No obstante, ¿qué había de común entre la esperanza y yo? Repito que se
trataba de un pensamiento informe. Con frecuencia tiene el hombre
pensamientos así, que nunca se completan. Me di cuenta de que se
trataba de un pensamiento de alegría, de esperanza, pero comprendí
también que había muerto al nacer. Me esforcé inútilmente en
completarlo, en recobrarlo. Mis largos sufrimientos habían aniquilado
casi por completo las ordinarias facultades de mi espíritu. Yo era un
imbécil, un idiota.
La oscilación del péndulo se efectuaba en un plano que formaba ángulo
recto con mi cuerpo. Vi que la cuchilla había sido dispuesta de modo
que atravesara la región del corazón. Rasgaría la tela de mi traje,
volvería luego y repetiría la operación una y otra vez. A pesar de la
gran dimensión de la curva recorrida—unos treinta pies, más o menos—y
la silbante energía de su descenso, que incluso hubiera podido cortar
aquellas murallas de hierro, todo cuanto podía hacer, en resumen, y
durante algunos minutos, era rasgar mi traje.
Y en este pensamiento me detuve. No me atrevía a ir más allá de él.
Insistí sobre él con una sostenida atención, como si con esta
insistencia hubiera podido parar allí el descenso de la cuchilla.
Empecé a pensar en el sonido que produciría ésta al pasar sobre mi
traje, y en la extraña y penetrante sensación que produce el roce de la
tela sobre los nervios. Pensé en todas esas cosas, hasta que los
dientes me rechinaron.
Más bajo, más bajo aún. Deslizábase cada vez más bajo. Yo hallaba un
placer frenético en comparar su velocidad de arriba abajo con su
velocidad lateral. Ahora, hacia la derecha; ahora, hacia la izquierda.
Después se iba lejos, lejos, y volvía luego, con el chillido de un alma
condenada, hasta mi corazón con el andar furtivo del tigre. Yo aullaba
y reía alternativamente, según me dominase una u otra idea.
Más bajo, invariablemente, inexorablemente más bajo. Movíase a tres
pulgadas de mi pecho. Furiosamente, intenté libertar con violencia mi
brazo izquierdo. Estaba libre solamente desde el codo hasta la mano.
Únicamente podía mover la mano desde el plato que habían colocado a mi
lado hasta mi boca; sólo esto, y con un gran esfuerzo. Si hubiera
podido romper las ligaduras por encima del codo, hubiese cogido el
péndulo e intentado detenerlo, lo que hubiera sido como intentar
detener una avalancha.
Siempre mas bajo, incesantemente, inevitablemente más bajo. Respiraba
con verdadera angustia, y me agitaba a cada vibración. Mis ojos seguían
el vuelo ascendente de la cuchilla y su caída, con el ardor de la
desesperación más enloquecida; espasmódicamente, cerrábanse en el
momento del descenso sobre mí. Aun cuando la muerte hubiera sido un
alivio, ¡oh, qué alivio más indecible! Y, sin embargo, temblaba con
todos mis nervios al pensar que bastaría que la máquina descendiera un
grado para que se precipitara sobre mi pecho el hacha afilada y
reluciente. Y mis nervios temblaban, y hacían encoger todo mi ser a
causa de la esperanza. Era la esperanza, la esperanza triunfante aún
sobre el potro, que dejábase oír al oído de los condenados a muerte,
incluso en los calabozos de la Inquisición.
Comprobé que diez o doce vibraciones, aproximadamente, pondrían el
acero en inmediato contacto con mi traje, Y con esta observación
entróse en mi ánimo la calma condensada y aguda de la desesperación.
Desde hacía muchas horas, desde hacía muchos días, tal vez, pensé por
primera vez. Se me ocurrió que la tira o correa que me ataba era de un
solo trozo. Estaba atado con una ligadura continuada. La primera
mordedura de la cuchilla de la media luna, efectuada en cualquier lugar
de la correa, tenía que desatarla lo suficiente para permitir que mi
mano la desenrollara de mi cuerpo. ¡Pero qué terrible era, en este
caso, su proximidad! El resultado de la más ligera sacudida había de
ser mortal. Por otra parte ¿habrían previsto o impedido esta
posibilidad los secuaces del verdugo? ¿Era probable que en el recorrido
del péndulo atravesasen mi pecho las ligaduras? Temblando al imaginar
frustrada mi débil esperanza, la última, realmente, levanté mi cabeza
lo bastante para ver bien mi pecho. La correa cruzaba mis miembros
estrechamente, juntamente con todo mi cuerpo, en todos sentidos, menos
en la trayectoria de la cuchilla homicida.
Aún no había dejado caer de nuevo mi cabeza en su primera posición,
cuando sentí brillar en mi espíritu algo que sólo sabría definir,
aproximadamente, diciendo que era la mitad no formada de la idea de
libertad que ya he expuesto, y de la que vagamente había flotado en mi
espíritu una sola mitad cuando llevé a mis labios ardientes el
alimento. Ahora, la idea entera estaba allí presente, débil, apenas
viable, casi indefinida, pero, en fin, completa. Inmediatamente, con la
energía de la desesperación, intenté llevarla a la práctica.
Hacia varias horas que cerca del caballete sobre el que me hallaba
acostado se encontraba un número incalculable de ratas. Eran
tumultuosas, atrevidas, voraces. Fijaban en mí sus ojos, como si no
esperasen más que mi inmovilidad para hacer presa. "¿A qué clase de
alimento—pensé—se habrá acostumbrado en este pozo?"
Menos una pequeña parte, y a pesar de todos mis esfuerzos para
impedirlo, había devorado el contenido del plato; pero a la larga, la
uniformidad maquinal de ese movimiento le había restado eficacia .
Aquella plaga, en su voracidad, dejaba señales de sus agudos dientes en
mis dedos. Con los restos de la carne aceitosa y picante que aún
quedaba, froté vigorosamente mis ataduras hasta donde me fue posible
hacerlo, y hecho esto retiré mi mano del suelo y me quedé inmóvil y sin
respirar.
Al principio, lo repentino del camino y el cese del movimiento
hicieron que los voraces animales se asustaran. Se apartaron alarmados
y algunos volvieron al pozo. Pero esta actitud no duró más que un
instante. No había yo contado en vano con su glotonería. Viéndome sin
movimiento, una o dos o más atrevidas se encaramaron por el caballete y
oliscaron la correa. Todo esto me pareció el preludio de una invasión
general. Un nuevo tropel surgió del pozo. Agarrándose a la madera, la
escalaron y a centenares saltaron sobre mi cuerpo. Nada las asustaba el
movimiento regular del péndulo. Lo esquivaban y trabajaban activamente
sobre la engrasada tira. Se apretaban moviéndose y se amontonaban
incesantemente sobre mí. Sentía que se retorcían sobre mi garganta, que
sus fríos hocicos buscaban mis labios.
Me encontraba medio sofocado por aquel peso que se multiplicaba
constantemente. Un asco espantoso, que ningún hombre ha sentido en el
mundo, henchía mi pecho y helaba mi corazón como un pesado vómito. Un
minuto más, y me daba cuenta de que en más de un sitio habían de estar
cortadas. Con una resolución sobrehumana, continué inmóvil.
No me había equivocado en mis cálculos. Mis sufrimientos no habían sido
vanos. Sentí luego que estaba libre. En pedazos, colgaba la correa en
torno de mi cuerpo. Pero el movimiento del péndulo efectuábase ya sobre
mi pecho. L estameña de mi traje había sido atravesada y cortada la
camisa. Efectuó dos oscilaciones más, y un agudo dolor atravesó mis
nervios. Pero había llegado el instante de salvación. A un ademán de
mis manos, huyeron tumultuosamente mis libertadoras. Con un movimiento
tranquilo y decidido, prudente y oblicuo, lento y aplastándome contra
el banquillo, me deslicé fuera del abrazo y de la tira y del alcance de
la cimitarra. Cuando menos, por el momento estaba libre.
¡Libre! ¡Y en las garras de la Inquisición! Apenas había escapado de mi
lecho de horror, apenas hube dado unos pasos por el suelo de mi
calabozo, cesó el movimiento de la máquina infernal y la oí subir
atraída hacia el techo por una fuerza invisible. Aquélla fue una
lección que llenó de desesperación mi alma. Indudablemente, todos mis
movimientos eran espiados. ¡Libre! Había escapado de la muerte bajo una
determinada agonía, sólo para ser entregado a algo peor que la muerte
misma, y bajo otra nueva forma. Pensando en ello, fijé convulsivamente
mis ojos en las paredes de hierro que me rodeaban. Algo extraño, un
cambio que en principio no pude apreciar claramente, se había producido
con toda evidencia en la habitación. Durante varios minutos en los que
estuve distraído, lleno de ensueños y escalofríos, me perdí en
conjeturas vanas e incoherentes.
Por primera vez me di cuenta del origen de la luz sulfurosa que
iluminaba la celda. Provenía de una grieta de media pulgada de anchura,
que extendíase en torno del calabozo en la base de las paredes, que, de
ese modo, parecían, y en efecto lo estaban, completamente separadas del
suelo. Intenté mirar por aquella abertura, aunque, como puede
imaginarse, inútilmente. Al levantarme desanimado, se descubrió a mi
inteligencia, de pronto, el misterio de la alteración que la celda
había sufrido.
Había tenido ocasión de comprobar que, aun cuando los contornos de las
figuras pintadas en las paredes fuesen suficientemente claros, los
colores parecían alterados y borrosos. Ahora acababan de tomar, y
tomaban a cada momento, un sorprendente e intensísimo brillo, que daba
a aquellas imágenes fantásticas y diabólicas un aspecto que hubiera
hecho temblar a nervios más firmes que los míos. Pupilas demoníacas, de
una viveza siniestra y feroz, se clavaban sobre mí desde mil sitios
distintos, donde yo anteriormente no había sospechado que se encontrara
ninguna, y brillaban cual fulgor lúgubre de un fuego que, aunque
vanamente, quería considerar completamente imaginario.
¡Imaginario! Me bastaba respirar para traer hasta mi nariz un vapor de
hierro enrojecido. Extendíase por el calabozo un olor sofocante. A cada
momento reflejábase un ardor más profundo en los ojos clavados en mi
agonía. Un rojo más oscuro se extendía sobre aquellas horribles
pinturas sangrientas. Estaba jadeante; respiraba con grandes esfuerzos.
No había duda sobre el deseo de mis verdugos, los más despiadados y
demoníacos de todos los hombres.
Me aparté lejos del metal ardiente, dirigiéndome al centro del
calabozo. Frente a aquella destrucción por el fuego, la idea de la
frescura del pozo llegó a mi alma como un bálsamo. Me lancé hacia sus
mortales bordes. Dirigí mis miradas hacia el fondo.
El resplandor de la inflamada bóveda iluminaba sus cavidades más
ocultas. No obstante, durante un minuto de desvarío, mi espíritu negóse
a comprender la significación de lo que veía. Al fin, aquello penetró
en mi alma, a la fuerza, triunfalmente. Se grabó a fuego en mi razón
estremecida. ¡Una voz, una voz para hablar! ¡Oh horror! ¡Todos los
horrores, menos ése! Con un grito, me aparté del brocal, y, escondiendo
mi rostro entre las manos, lloré con amargura.
El calor aumentaba rápidamente, y levanté una vez mas los ojos,
temblando en un acceso febril. En la celda habíase operado un segundo
cambio, y este efectuábase, evidentemente, en la forma. Como la primera
vez, intenté inútilmente apreciar o comprender lo que sucedía. Pero no
me dejaron mucho tiempo en la duda. La venganza de la Inquisición era
rápida, y dos veces la había frustrado. No podía luchar por más tiempo
con el rey del espanto. La celda había sido cuadrada. Ahora notaba que
dos de sus ángulos de hierro eran agudos, y, por tanto obtusos los
otros dos. Con un gruñido, con un sordo gemido, aumentaba rápidamente
el terrible contraste.
En un momento, la estancia había convertido su forma en la de un rombo.
Pero la transformación no se detuvo aquí. No deseaba ni esperaba que se
parase. Hubiera llegado a los muros al rojo para aplicarlos contra mi
pecho, como si fueran una vestidura de eterna paz. "¡La muerte!—me
dije—. ¡Cualquier muerte, menos la del pozo!" ¡Insensato! ¿Cómo no pude
comprender que el pozo era necesario, que aquel pozo único era la razón
del hierro candente que me sitiaba? ¿Resistiría yo su calor? Y aun
suponiendo que pudiera resistirlo, ¿podría sostenerme contra su presión?
Y el rombo se aplastaba, se aplastaba, con una rapidez que no me dejaba
tiempo para pensar. Su centro, colocado sobre la línea de mayor
anchura, coincidía precisamente con el abismo abierto. Intenté
retroceder, pero los muros, al unirse, me empujaban con una fuerza
irresistible.
Llegó, por último, un momento en que mi cuerpo, quemado y retorcido,
apenas halló sitio para él, apenas hubo lugar para mis pies en el suelo
de la prisión. No luché más, pero la agonía de mi alma se exteriorizó
en un fuerte y prolongado grito de desesperación. Me di cuenta de que
vacilaba sobre el brocal, y volví los ojos...
Pero he aquí un ruido de voces humanas. Una explosión, un huracán de
trompetas, un poderoso rugido semejante al de mil truenos. Los muros de
fuego echáronse hacia atrás precipitadamente. Un brazo alargado me
cogió del mío, cuando, ya desfalleciente, me precipitaba en el abismo.
Era el brazo del general Lasalle. Las tropas francesas habían entrado
en Toledo. La Inquisición hallábase en poder de sus enemigos.
Nota aclaratoria: Situación histórica: corre el año 1491. Toledo se encuentra en pleno proceso de expulsión del pueblo Judío, al igual que el resto del territorio ahora denominado "español". Los Reyes Católicos han creado el Tribunal de la Inquisición y estos instigan de forma continua a los hebreos. El pueblo "llano", instigado también por estos, intenta ver en los "judíos" la esencia de todos los problemas que acechan a la sociedad de la época. En las siguientes líneas reflejamos el contenido de una "leyenda" que no deja de ser la voz popular de las gentes de la época, lo que no implica directamente que sea cierto o real lo que aquí se comenta. Cabe aclarar que Leyendasdetoledo.com, no comparte, como es lógico, las acusaciones que se vierten en estos textos que, aunque parezca increíble hoy en día muchos creen "a pies juntillas" y otros sienten como "una grave acusación" que aún no ha caducado... ¿Hemos aprendido algo en estos últimos cinco siglos? Esta leyenda se circunscribe en un ámbito histórico convulso, violento e intenso, en una época de intensos cambios en la que no había grandes medios de comunicación, y la forma de llegar al pueblo analfabeto e inculto era la superstición y las más graves acusaciones impulsadas en su mayoría por sectores interesados en conseguir aquellos que los Hebreos poseían, siendo el camino mas rápido fomentar el odio y su final expulsión de la Península.
Es por el anterior motivo que se trata por todos los medios de desprestigiar a un pueblo que, a marchas forzadas se ve obligado a abandonar sus hogares y marchar a un incierto futuro, lejos de Toledo.También fueron apresados los
compañeros de Benito en La Guardia y llevados a Ávila, donde se les
puso en varias ocasiones en el tormento para que confesaran su horrible
delito. Confesado el delito, les llevaron a La Guardia para indicarles
el lugar donde habían enterrado al niño; pero aunque hubo señales de
haber estado allí, no encontraron el cuerpo, tomando el hecho como un
milagro. Dicen que, más adelante, los vecinos excavaron el lugar y
encontraron el capotillo y los calzones con los que el niño había sido
enterrado.
Como ejemplar castigo, todos los que participaron o colaboraron en este
macabro suceso fueron condenados a la hoguera. José Franco y sus
cómplices, como consta en las actas inquisitoriales, murieron quemados
en Ávila el 16 de noviembre de 1491.
Nota: pueden visitar el pueblo de La Guardia cuando
quieran. Es un bonito pueblo en la provincia de Toledo que aún conserva
en su tradición la veneración al Santo Niño de La Guardia y en su honor
tienen unas fiestas patronales en el mes de septiembre.
** En el acceso por la puerta denominada "del Mollete" a la Catedral de
Toledo todavía hoy se conserva un mural atribuido a Bayeu con la
representación de la crucifixión del Santo Niño de la Guardia. En la
actualidad la humedad y la exposición a las inclemencias del tiempo (se
encuentra en la zona interior del claustro catedralicio) ha propiciado
un intenso deterioro de la pintura.
ISIDRO G. BANGO TORVISO, nos ofrece un pormenorizado estudio en el artículo "Historia de una calumnia: El Santo Niño de La Guardia":
"Uno de los sucesos más tremendos de lo que significó el abuso de la Inquisición española fue el casodel Niño de La Guardia. En junio de 1490 fue detenido en Astorga un converso llamado Benito García, natural de La Guardia (Toledo), de oficio cardador ambulante, acusado de haber cometido cierto crimen. Reconoció que judaizaba y delató a varios personajes de apellido Franco, de Tembleque, que también lo hacían. Llevados todos ellos a la cárcel de Segovia, después de mil tretas inquisitoriales y el empleo del tormento, uno de ellos, Yucé Franco, informó que estando en La Guardia, «Alonso Franco le había dicho que en otro Viernes Santo él y algunos de sus hermanos habían crucificado a un niño a la manera que los judíos habían crucificado a Jesucristo». Después de un proceso que duró algo más de un año, el 16 de noviembre de 1491 se celebró un auto de fe en Ávila y todos los acusados en el proceso fueron ejecutados."
En estos tiempos, en los que algunos se ven poseedores de la razón suprema, en los que la soberbia y la confrontación que provocan no son precisamente cualidades de hombres de fe, y en los que la supuesta defensa de su Credo impone una crispación entre las personas ya olvidada hace tiempo, traemos a estas páginas una hermosa leyenda con un título muy significativo.
No pretendemos en estas páginas dar clases de moral a ningún prelado,
ni hombre de fe, pero si traemos una leyenda toledana que bien podría
ilustrar, incluso por su título, la implicación de ciertos poderes
religiosos en ámbitos políticos, y cómo desde hace siglos, la sabiduría
popular quería ver en sus dirigentes eclesiásticos lo que en la
actualidad no se tiene: humildad. “Aplíquense el cuento”, o en este
caso, la leyenda.
Esta leyenda cuenta la historia entre un humilde Zapatero y un famoso Cardenal toledano.
Siglos hace ya que la céntrica calle Martín Gamero, muy cercana a la Catedral, unión de las Cuatro Calles con Tornerías, alojaba talleres de zapateros. No de aquellos que remendaban lo viejo, sino de aquellos que con sus manos creaban auténticas obras de arte en forma de calzado, a medida, y en ocasiones para los más pudientes de la ciudad.
Una mañana de invierno, de las que la niebla transcurre como jirones entre las esquinas de las vetustas calles toledanas, un joven estudiante entró en uno de los talleres y en un tono educado, aunque algo seco, se dirigió al zapatero diciéndole:
- Buenos días, zapatero. Observad los zapatos que llevo… ¿Os parecen adecuados para soportar el frío de esta ciudad?
El hombre dejó su trabajo y bajando la vista observó que sus zapatos estaban en bastante mal estado y habían perdido en buena manera el lustre que antaño parecieron haber tenido: - Más parece que vayáis descalzo, comentó el zapatero.
El joven estudiante encargó al zapatero un par nuevo y tomándole las medidas, le apuntó que en tres días aproximadamente tendría listo el encargo.
Pasado este tiempo, el joven entró por la puerta del taller, se probó los zapatos y viendo que se ajustaban a su medida y eran cómodos indicó al zapatero:
- Ahora no tengo mucho dinero, pues soy estudiante, pero tened por seguro que os pagaré los zapatos cuando sea Arzobispo de Toledo.
El zapatero se sorprendió por lo que escuchó del joven, pero viendo que el trabajo ya estaba realizado y que poco obtendría de él, pensó que muchas formas hay de caridad, y así se lo hizo saber al estudiante, afirmando además que si necesitaba cualquier otra cosa no dudara en pasar por su taller.
El joven dio las gracias al zapatero y quedó impresionado por el buen corazón de este hombre que había regalado de buena gana su trabajo y su tiempo a un desconocido. Insistió de nuevo en su promesa de pagar el calzado cuando fuera Arzobispo de Toledo.
Pasaron los años, y el zapatero se hizo mayor. No tuvo hijos varones y terminaba sus días de forma humilde y sin demasiados recursos. Un buen día, llamó a su puerta un canónigo afirmando venir por orden del Excelentísimo Señor Arzobispo de Toledo, el cual requería ante sí la presencia del zapatero.
Éste, sorprendido por tan inusitada convocatoria, acompañó al séquito hasta el Palacio Arzobispal, preguntándose qué deseaba de él tan alta persona.
Tras pasar por amplias estancias, llegó frente al Arzobispo, el cuál, sonriente le dijo: querido amigo, en primer lugar os deseo mostrar mi agradecimiento con un abrazo y después os quiero pagar una deuda que tengo con usted desde hace mucho tiempo, pero que no he olvidado.
El zapatero, casi asustado, había olvidado totalmente la promesa de aquél joven estudiante y permanecía muy confuso ante la escena, creyéndose erróneamente conducido ante su excelencia.
- Hace muchos años ya, (apuntó el Arzobispo), cuando yo era un estudiante sin recursos, hice la promesa de pagaros cuando fuera Arzobispo de Toledo. Nunca he olvidado vuestra obra de caridad conmigo.
Y cogió una bolsa con 50 onzas de oro y se la dio al zapatero, que había recordado la vieja anécdota.
Tras este pago, de nuevo agradeció al zapatero su obra de caridad y le requirió si deseaba algo más de él.
- Nada más deseo, pues este pago es muy superior al coste de aquellos zapatos. Pero tan sólo os pido algo más: que a mi muerte, mis dos hijas, que aún viven conmigo no queden abandonadas a su suerte.
No os preocupéis, dijo finalmente el Arzobispo, pues vuestras hijas serán debidamente atendidas.
Comentan que esta leyenda, y la promesa final del Arzobispo, que no era otro que el Cardenal Silíceo, sirvió para la fundación del Colegio de Doncellas Nobles, cuyas primeras alumnas serían las hijas del humilde zapatero.
Juan Martínez Silíceo, cuyo segundo apellido era en realidad Guijarro, fue preceptor de Felipe II, tras ser nombrado así por el padre de éste, Carlos I, en el año 1543. Antes de esta fecha, el Cardenal, que obtuvo este cargo en 1556, enseñó en la Universidad de París y ocupó la cátedra de filosofía natural en la Universidad de Salamanca. Promulgó el primer estatuto de limpieza de sangre, antecedente de la discriminación legal contra los conversos. Escribió un manual de matemáticas, Ars arithmetica (1514). Murió en Toledo en 1557.
Eran los días de la reconquista de Toledo por el rey Alfonso VI. Por todas las retorcidas calles de la ciudad se veían patrullas de peones y jinetes que, a manera de policías, vigilaban todas las encrucijadas, azoteas y ajimeces, para evitar cualquier golpe de mano o conspiración de los vencidos musulmanes.
A
continuación en "Leyendas de Toledo.com" ofrecemos una de las leyendas
que identifican un conocido paisaje Toledano. En el camino hacia el
mirador del Valle, un puente construido recientemente atraviesa un
paraje que un arroyo conocido como "de la Degollada" desemboca en el
Tajo... Este sangriento nombre, como es usual en Toledo, tiene su
leyenda:
Eran los días de la gloriosa reconquista de Toledo por el rey Alfonso
VI. Por todas las retorcidas calles de la ciudad se veían patrullas de
peones y jinetes que, a manera de policía, vigilaban todas las
encrucijadas, azoteas y ajimeces, para evitar cualquier golpe de mano o
conspiración de los vencidos musulmanes, así como colisiones y
venganzas de judíos y mozárabes, que quisieran aprovechar la ocasión de
sentirse vencedores para desquitarse de las humillaciones y oprobios
que por largos años venían sufriendo de sus opresores; lo cual hubiera
comprometido la fe jurada por el cristiano monarca, de respetarles su
religión, leyes, costumbres, vidas y haciendas.
Uno de los días que patrullaba el joven y bizarro capitán de mesnaderos
leoneses Rodrigo de Lara, al levantar la vista para reconocer un alto
ajimez, quedóse gratamente sorprendido, con la presencia en él de una
bellísima morita que, a cara descubierta, se asomaba, fijando en el
guerrero sus expresivos y rasgados ojos.
Prendado de aquella beldad, no tardó el curioso galán en hacer volver a
su escolta para pasar segunda y tercera vez por debajo del simpático y
atractivo ajimez.
Desde aquel día venturoso, no cesaba Rodrigo de rondar por aquella
calleja, atraído por la linda agarena, llamada Zahira, hasta que
pudiéndose entender con ella, logró le diera una cita nocturna a través
de baja celosía, por donde hablar quedamente y sin ser apercibidos por
nadie.
Frecuentadas las entrevistas, llegaron a abrir sus corazones, desarrollándose en ellos una viva y vehemente pasión amorosa.
Para explicarle Zahira a Rodrigo el origen de aquella, le confesó que
debido a las explicaciones que una esclava cristiana le hiciera, de las
excelencias de la Religión del Nazareno, y lo ensalzada que en ésta
estaba la mujer, había nacido en su mente la idea de convertirse al
cristianismo y de no amar en el Cielo mas que a Jesús, a su Virgen
Madre y a los santos, y entre éstos, con preferencia a la princesa de
su linaje, la insigne Santa Casilda, cuyo nombre deseaba recibir en el
bautismo, y a la cual encomendaba su conversión; y en la tierra a un
caballero cristiano y valiente con quien desposarse, para que la
protegiera y defendiera contra las venganzas de su feroz padre y de sus
parientes, que no habían de perdonarla por la apostasía del mahometismo.
-Ese caballero que anhelabas soy yo; y parece que Cristo mi Señor, me
ha elegido para que consigas el logro de tus deseos, hermosa Zahira
-dijo Rodrigo.
-Así lo espero, y para que me des una prueba de ello, te ruego que desde luego me llames Casilda -respondió ella con ternura.
-¿Estás dispuesta a todo? -replicó él.
-A todo lo que no sea en detrimento de mi honra, hasta a perder la vida
por Cristo y por ti. ¿Me juras, Rodrigo, que respetarás mi honor si
huyo contigo?
-A fe de caballero, te lo juro sobre la cruz de mi espada, bella
Casilda. -Pues fiada en tu leal palabra, estoy pronta. Dispongámoslo
todo para la evasión.
Después de muchos coloquios y proyectos para realizar sus ensueños y
esperanzas, concibieron el plan de huir hacia un cercano castillo de un
deudo de él, en cuya capilla un Sacerdote, que ya estaba prevenido, la
bautizaría a ella y acto seguido los uniría en indisoluble lazo
matrimonial.
Circunstancia favorable se presentó a los amantes, con la precisión que
tuvo el padre de ella de partir para Andalucía; y todo previsto y
ayudados por la esclava catequista y confidente, verificóse el rapto,
montando la tapada dama a la grupa del caballo, ciñéndose con los
brazos a la cintura del galán, quien espoleando el corcel le hizo
emprender veloz galope hacia el puente de Alcántara.
-¡Alto! ¿Quién va? gritó el centinela de la torre del mismo. -¡Plaza al Capitán Rodrigo de Lara! -contestó éste.
Reconocido por el alcaide de la fortaleza, se le dejó libre el paso a
la pareja, no sin oír las chazonetas de los soldados ante aquella
insólita y amorosa aventura.
Tranquilamente proseguían los fugitivos, platicando arrullos de amor,
por el camino romano, cuando de improviso presentáronse ante ellos dos
morazos caballeros en sendos potros, que apostados por allí andaban,
dedicados al merodeo de los viandantes, y cerrándoles el paso, gritaron:
-¡Ah, perro cristiano; por Alá, suelta en seguida esa mora que llevas cautiva, o aquí mismo morderás el polvo!
Clávale Rodrigo los acicates al bruto y a rienda suelta emprende
vertiginosa carrera. Precipítase por los peñascales de la vertiente del
arroyo; mas al llegar a éste, uno de los perseguidores alcanza con su
cimitarra al cuello de la doncella, la cual, lanzando horrísono
alarido, cae desplomada a los pies del caballo.
Revuélvese rápidamente Rodrigo, y arremetiendo con su lanza al asesino,
lo atraviesa de pecho a espalda y lo envía a cenar con Satanás.
Acude luego presuroso a socorrer a su amada, la que aún vivía; reconoce
que está degollada, y que son inútiles todos los auxilios humanos, y
recurriendo a los divinos, se quita el yelmo, toma en él agua del
arroyo, y vertiéndola sobre la cabeza de la moribunda exclama:
-¡Amada Casilda de mi corazón, cúmplase tu voluntad! Yo te bautizo en
el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. ¡Vuela, vuela con
Cristo, que es el Esposo que te espera! ¡Ruégale a Él por mí! ¡Adiós!...
Dijo: y aquella alma, ya purificada, salió de aquel virginal cuerpo a gozar de las dichas eternales.
Repuesto algún tanto de su amarga pena el desconsolado amante, sube a
la cresta del cercano cerro del Bú, y desde allí grita a la guardia que
a la opuesta orilla del Tajo estaba, en la torre del Fierro pidiendo
socorro, el cual no tardó en llegar en una barca, en la que trasladó el
cadáver; subiéndolo luego a la no lejana Iglesia mozárabe de San Lucas,
donde al siguiente día el bondadoso Párroco, después de la Misa de
cuerpo presente, le dio cristiana sepultura, previos los responsos de
rúbrica.
A los pocos días, en el flamante monasterio cluniense de San Servando,
recibía el santo hábito el novicio Rodrigo de Lara; quien por permisión
de sus superiores, iba todos los días a la caída de la tarde a orar en
el mismo sitio en que espiró Casilda, a orillas del fatídico arroyo,
que desde entonces es conocido en Toledo con el nombre de la Degollada.
La noche en Valladolid es dura, fría, oscura… La ciudad desierta oculta en una de sus calles a tres caballeros que nerviosos y ateridos por el frío esperan a su presa. A pesar de que la ciudad aloja al gran ejército comunero comandado por Juan de Padilla, ni un solo alma se atreve a cruzar sus calles.
Los hombres vigilan y esperan que aparezca aquel que, una noche a la semana, se atreve a burlar la guardia de la ciudad y visita impunemente a la amada de uno de ellos. Temiendo lo peor, este caballero, espada en mano, espera que hoy sea la noche que de muerte al misterioso visitante.
Pasan las horas y uno de ellos avisa a los demás, pues una sombra cruza la calle, se acerca rápidamente a la casa y se introduce sin dar tiempo a alcanzarle. Los tres caballeros, enfurecidos y deseosos de acabar con el supuesto amante, vuelven a su escondrijo a la espera de que abandone la casa.
Tras una eterna hora, los cerrojos ceden con un chillido y asoma un misterioso galán que cierra la puerta. Los tres hombres corren hacia él, espada en mano y apenas dejan tiempo para que el caballero desenvaine su acero e intente defender su vida. Pese a la lucha desigual, se defiende con honor, pero no tarda en recibir un duro estoque en un costado que le deja maltrecho. Otro golpe más de uno de los hombres y cae al suelo, desarmado. A punto estaban de dar muerte al hombre, tendido en el suelo, casi inconsciente, cuando una fuerte voz grita que se detenga el combate desde un extremo de la calle.
Era Juan de Padilla, jefe de los Comuneros y por tanto de aquellos tres hombres.
La doncella, alertada por las voces, sale de la casa y encuentra a su hermano tendido en el suelo, y a gritos comienza a suplicar por su vida.
De esta forma, Padilla y los tres hombres supieron que aquel joven herido, aunque perteneciente al ejército del Emperador, era hermano de la doncella, y que venía cada semana a visitar a su anciano padre y hermana. Tras escuchar a la doncella, ordenó que se le curaran las heridas y se le tratara con el mejor esmero ante la habilidad y valentía de éste al cruzar tan intensa guardia establecida en la ciudad castellana.
Pasa
el tiempo y la bandera comunera ha sido humillada. Los ejércitos del
emperador, triunfantes en tantas tierras de Europa han convertido a Villalar
en la tumba de las libertades castellanas. Muchos soldados valientes
murieron allí junto a sus cabecillas Bravo, Padilla y Maldonado, que
son decapitados mientras Padilla comentaba:
“Señor Bravo: ayer era día de pelear como caballero... hoy es día de morir como cristiano.”
También la ciudad de Toledo a partir de 1521 ha sido escenario de sangrientas carnicerías ordenadas por el Emperador Carlos I, poniendo fin a privilegios y derechos del pueblo castellano. Incluso el palacio de Padilla en Toledo ha sido arrasado y su solar sembrado con sal para que nada crezca en él.
La viuda de Padilla, Doña María de Pacheco, apodada “la Leona de Castilla” se ha convertido en la cabecilla de la revuelta toledana y puesta en captura, ha de ocultarse en el Monasterio de Santo Domingo para huir de las tropas imperiales.
Pero la ira del Emperador no se ha calmado, y ordena remover todo Toledo para encontrar a la mujer del comunero que se ha atrevido a desafiarle. Los soldados permanecen ocupando la ciudad y custodian puertas, murallas y puentes para impedir la salida de la valiente mujer. El trasiego de vecinos, comerciantes, religiosos, mendigos, etc., es el habitual por las puertas de la ciudad: todos entran y salen por la Vega, por la Puerta del Cambrón, y todos son obligados y registrados por la soldadesca.
Un pequeño grupo de soldados vigilaban en uno de estos puestos cuando uno de ellos, se fijó en una mujer de aparente avanzada edad cubierta por completo, incluido su rostro, con un pañuelo y acompañada por un niño. La mujer había mirado a la cara al soldado y éste, sin apenas tiempo para reaccionar, había exhalado una exclamación de sorpresa que alertó a sus compañeros.
Así los soldados abandonaron momentáneamente su guardia, dispuestos a brindar para evitar los dolores de su compañero.
Aquel soldado, que tan hábilmente había retirado la vigilancia del puesto, era aquel joven caballero a quien Padilla salvó la vida una vez en Valladolid, que había reconocido a la viuda del comunero disfrazada de aldeana y evadiéndose de Toledo.
El soldado imperial recompensaba así las atenciones del comunero ya fallecido, y pagaba una deuda de vida a la memoria del ilustre toledano.
Favor, con favor se paga.
Cuentan que la infanta mora Galiana era una joven bellísima, de
melancólico mirar, cabellos y ojos negros y brillantes como el azabache
y cutis aterciopelado. De ella se decía:
“Galiana de Toledo / muy hermosa a maravilla / la mora más celebrada / de toda la morería”
Vivía en estos palacios de la alcazaba toledana rodeada de todos los
refinamientos del lujo, de todas las comodidades y placeres que su
padre, el rey Galafre, podía darle; sin embargo, le faltaba lo
primordial: el auténtico amor.
Una noche de verano, dos sombras se veían sentadas sobre la fresca
hierba del jardín de palacio, las dos con blanca túnica flotante. Se
trataba de Galiana, que no podía conciliar el sueño, y de su doncella
Geloria. La joven princesa, de vez en cuando levantaba sus ojos al
cielo cuajado de estrellas y suspiraba. Entonces, la doncella, sentada
a su lado, le preguntaba por sus afliciones. ¿Cómo ella, que todo lo
poseía, podía estar tan triste? Galiana respondía llena de melancolía
que si bien era verdad que nada le faltaba, sentía dentro de su alma
como un vacío que le impedía ser totalmente feliz.
Geloria, más avezada a las lides de la vida, le respondió que ese vacío
sólo podría llenarlo con «amor»; pero, ¿cómo ella que era querida y
correspondía a Abenzaide, gobernador de Guadalajara, podía estar falta
de amor? A esta reflexión la infanta miró con tristeza al lado
contrario de su esclava para que no le viera las lágrimas que empezaban
a deslizarse sobre sus mejillas y, al poco, abrió sus labios para
sincerarse con su doncella y amiga y declararle que ella no amaba a
Abenzaide. Reconocía su poder, fuerza y valentía; reconocía que élla
amaba con delirio; pero ella, por el contrario, le aborrecía porque le
sabía brusco, altivo y dominante. Y la princesa concluyó:
-Sé que mañana llegará, pues ya ha anunciado su venida, y estoy
dispuesta a decirle que no vuelva a venir a importunarme con sus
halagos.
Aún no se había extinguido el eco de estas palabras cuando, de detrás
de unos arbustos, apareció la figura de un caballero vestido con traje
cristiano que cayó a los pies de la infanta mora, la cual exhaló un
grito de terror, estrechándose contra su esclava que se hallaba tan
atemorizada como ella. Se trataba del joven príncipe Carlos, futuro
Carlomagno, que hacía pocos días que había llegado a la corte del rey
moro de Toledo.
Decían que para traer una misión que le había encargado su padre el rey
de Francia, Pipino el Breve, aunque él le confesó a Galiana aquella
misma noche que había venido movido por la fama de su hermosura y que
de ella se había enamorado tan loca como rápidamente. Siguió diciéndole
que osaba ahora decirle todo esto, después de escuchar sus palabras,
pues mientras él creyó que amaba a Abenzaide no se atrevió a mostrarle
sus sentimientos por respeto a ella ya su padre, que tan bien le había
acogido.
Los fuertes latidos que por temor habían alterado el corazón de
Galiana, ahora se trocaron en palpitaciones de gozo, pues ella también
se había fijado en el guapo y aguerrido príncipe cristiano y, sin darse
demasiada cuenta, el amor había empezado a anidar en su corazón. Pero
mayor fue su alegría, que no pudieron disimular sus ojos, cuando éste
le propuso cambiar los jardines de Toledo por los de Francia.
A esta propuesta, la joven y bella princesa contestó con un débil sí, a
la vez que ocultaba su rostro, teñido de rubor, en el pecho de su
esclava favorita.
Todo lo maravillosa y agradable que fue aquella noche para los amantes,
lo fue de desgraciado y penoso el día siguiente. En ese día llegó
Abenzaide, quien había venido con el único propósito de escuchar de
Galiana y de su padre Galafre la fecha definitiva de su casamiento,
pues con anterioridad sólo había recibido evasivas.
Cuando Abenzaide quiso ver a la princesa, sólo se presentó ante él su
esclava Geloria, quien le comunicó que su ama no deseaba verle y que le
rogaba no volviera a molestarla ni a turbar la calma de sus jardines y
aposentos, pues no le amaba.
Mudo de sorpresa quedó el orgulloso gobernador de Guadalajara al
escuchar aquellas palabras. No era posible, no podía creer que fueran
dirigidas a él. Geloria desapareció en las habitaciones de la infanta
mora cerrando la puerta tras de sí y Abenzaide quedó paralizado,
permaneciendo largo rato en la misma posición, sombrío y pensativo. Mas
de pronto, se rehízo, volvió en sí y lanzando un imponente grito de
rabia y dolor, se alejó. Pasó a ver a Galafre a quien le dio sus quejas
y después montó en su yegua y, acompañado de su lugarteniente Hassam,
partió, iracundo y con grandes deseos de venganza, hacia Guadalajara.
Cuando Galafre se halló con dos peticiones de boda para su hija, una de
Abenzaide y otra de Carlomagno, se encontró con un grave dilema. Por
una parte le era provechoso estar a bien con el poderoso rey de Francia
y por otra no le convenía desairar al orgulloso gobernador de
Guadalajara, quien además de ser de su raza, era vecino y con el
matrimonio se podían ensanchar los límites del reino de Toledo y evitar
enfrentamientos fronterizos. Consultó a los astrólogos y muftíes, los
cuales, mirando las leyes antiguas, le aconsejaron que lo más
conveniente era que los dos rivales se enfrentaran en un torneo a
muerte, donde se disputarían la mano de su hija. Galafre se vio
favorecido con esta solución, pues los dos enamorados de su hija
también se lo pidieron así, ya que cada uno confiaba en su habilidad y
destreza.
En una explanada a las afueras de Toledo se preparó el campo. Se
dispuso una tribuna para albergar a Galafre, su hija y los principales
de la corte agarena y, en una una calurosa mañana del mes de julio, se
produjo el enfrentamiento. La multitud ocupaba los alrededores desde
muy temprano, llena de emoción, animación y alegría y, contra lo
esperado, todas las simpatías estaban con el caballero cristiano.
Abenzaide era aborrecido por cuantos le conocían, por su crueldad. Su
feroz carácter le había granjeado el odio de sus vecinos y vasallos.
Por el contrario, Carlos era joven, hermoso y, lo más importante, todos
sabían que Galiana lo amaba y la princesa era muy querida en Toledo por
su belleza y bondad, lo que hacía que todos deseasen el triunfo del
príncipe francés.
Subieron al estrado padre e hija. Ésta reflejaba en sus ojos el dolor y
el miedo que le producía la posible muerte de su amado, que iba a
combatir por librarla del aborrecido Abenzaide. Galafre, que conocía la
inclinación de su hija, también se hallaba tremendamente preocupado.
Todo estaba preparado y en orden. Los dos adversarios vestidos con sus
más ricas armaduras, colocados uno frente al otro, montados en sus
briosos corceles que caracoleaban nerviosos y blandiendo sus armas. A
una señal de Galafre el combate dio comienzo a la vez que Galiana
cerraba los ojos para no ver la feroz pelea.
El primer choque fue tremendo. Las lanzas quedaron partidas y caballos
y caballeros, fundidos en una masa, desaparecieron entre una espesa
nube de polvo, mientras los gritos de ánimo de los espectadores
atronaba el ambiente. Tras un período de tiempo que se hizo eterno,
comenzó a disiparse la polvareda y se vislumbró la figura de uno de los
contendientes de pie, portando una espada en su mano derecha. Era
Carlos, que había vencido a su enemigo, que yacía a sus pies, al
haberle atravesado, con un certero golpe, el corazón.
Galiana, que permanecía con los ojos tapados, los abrió, al tiempo que
su rostro reflejaba una gran alegría, cuando oyó ala multitud que
aplaudía y coreaba el nombre de su amado, como señal de victoria.
Pocos días después partieron hacia las Galias los dos enamorados,
acompañados por el obispo Cixila, quien sería el que bautizase a la
princesa mora, que se convirtió al cristianismo, y después celebraría
los esponsales entre Carlomagno y Galiana en territorio francés.
Cuando Pipino el Breve murió, heredó el trono su hijo Carlomagno,
casado con la princesa toledana Galiana, los cuales tuvieron cinco
hijos, fueron los fundadores del Imperio de Occidente y los primeros
monarcas de la dinastía carolingia. Entre sus hijos, el más célebre fue
Ludovico Pío, fundador del condado de Cataluña y heredero de la corona
a la muerte de su padre.
Algunos autores apuntan el final de esta leyenda de corte histórico a
que una vez, Alfonso VI, antes de conquistar Toledo, visitó los
palacios de Galiana y, dando paseos por el patio se le vió en compañía
del fantasma de Abenzaide, que le sugirió cómo conquistar la ciudad...
Esta fue la venganza del Gobernador de Guadalajara.
Otra versión de esta leyenda nos dice que Carlomagno llegó a Toledo
huyendo de sus perseguidores en Francia y se refugió en el reino de
Galafre, quien le proporcinó refugio y le acogió gratamente. Que
después se enamoró de Galiana, la cual le correspondió y ambos amantes
decidieron, cuando había pasado el peligro en Francia, huir de Toledo
de forma subrepticia y, a pesar de que el rey moro de Toledo mandó
tropas a perseguirlos, no pudo impedir que llegasen a su destino. El
que escribió esta historia reprocha a Carlomagno su mal comportamiento
y el mal pago que dio a quien lo había acogido desinteresadamente.
También se pueden ubicar en estos palacios, que no se encuentran, como
muchos creen, en la zona actual, al lado del río, cerca de la actual
estación de trenes, sino en la zona que ahora ocupa el museo de Santa
Cruz, que va desde el “Arco de la Sangre” hasta el miradero. Eran unos
bastos palacios que constituían parte del “alficén” árabe con el que
contó la ciudad. Un conjunto de suntuosos palacios que poco a poco han
sido perdidos.
Más que una leyenda, podríamos encuadrar este capítulo dentro de las
múltliples curiosidades que pueblan la ciudad de Toledo. Los datos y
hechos históricos, fehacientes, se muestran una vez más entrelazados
con las dotes costumbristas con las que la gente impregna la realidad:
Esta calle es la primera que se encuentra yendo desde la plaza del
Ayuntamiento hacia Zocodover por el arco de Palacio; precede a la del
Comercio, con la que empalma en la plaza de las Cuatro Calles, y bordea
el claustro catedralicio por su costado septentrional. A la mayoría de
los viajeros y turistas que indefectiblemente circulan por ella le
sorprenderá tan pintoresca denominación, pese a estar en Toledo, donde
todo es sorprendente. Vamos, pues, a bucear en el origen de la misma.
Según nos cuenta Julio Porres en su documentadísima obra Historia de
las calles de Toledo, en esta zona se situaba en la Edad Media el
alcaná, o judería menor, con su multitud de pequeños comercios, hasta
que fue asolada en el pogromo de 1391; ocasión que aprovechó el cabildo
para expropiarlo y construir el citado claustro, iniciado por el
arzobispo don Pedro Tenorio en 1389, que dio lugar al actual trazado de
esta vía. Todavía la vecina calle de la Sinagoga recuerda esta
circunstancia. Desde entonces y hasta el siglo XVI, se conoce
sucesivamente con los nombres de Cal de Francos, Asaderías y Lonja.
No es hasta el siglo siguiente cuando se empieza a hablar y escribir
del Hombre de Palo -sin ir precedido de calle, por suponerse enclave de
todos conocido- y entonces empiezan las elucubraciones.
Para el cronista Horozco, se trataba de un autómata de madera colocado
en este lugar para celebrar la fugaz vuelta de Inglaterra al
catolicismo:
"Hombre de palo armado con vn escudo en el lado izquierdo y en el braÇo derecho vna talega, hincado en vn madero, y andábase alrrededor y en tocando en el escvdo volbía y dava con la talega de arena a quien pasaba y le dava"
como en tantas fiestas populares que aún se conservan. Por
asociación de ideas, se adjudicó al célebre Juanelo Turriano (diseñador
y creador del célebre "artificio") la autoría de lo que hoy llamaríamos
un robot, con la misión de recorrer diariamente las calles recabando
limosnas en vistas de que, como no le pagaban lo suyo, andaba en la más
negra miseria. Cuando los maravedíes llegaban al fondo de la hucha, el
muñeco hacía más reverencias que un japonés, señal de que, al menos,
Toledo tenía mala conciencia de su ignominioso comportamiento con el
genio de Cremona, comparado por algunos con el mismo Leonardo da Vinci.
Otros
cronistas, más conservadores y menos imaginativos, como Moraleda y
Ramírez de Arellano, aclaran que se trataba en realidad de un muñeco de
madera, estático por supuesto, colocado en un lugar de los más
frecuentados de la ciudad, como era y sigue siendo éste, y provisto de
una hucha o alcancía destinada a recoger las limosnas del personal para
la construcción del cercano hospital, posteriormente conocido como del
Nuncio Viejo. Tan benemérito nuncio se llamaba Ortiz y puede que no
fuese ajeno a este invento. Debía de ser algo muy parecido a tantos
muñecos actuales de cartón piedra, plástico o lo que sea, colocados en
las puertas de grandes almacenes, laboratorios fotográficos, parroquias
y otra suerte de establecimientos, provistos también de la
correspondiente hucha o buzón donde recoger óbolos con fines
caritativos, carretes fotográficos o cartas a los Reyes Magos. La
gracia del que nos ocupa reside en su precocidad. No es de descartar
que tal muñeco de palo siguiese desempeñando su función mendicante
hasta que el citado hospital fue trasladado por el cardenal Lorenzana,
a finales del siglo XVIII, a un nuevo emplazamiento.
Es por tanto, una vez más, la confusión la que dota de nombre a una de
las calles más transitadas por turistas y toledanos, la calle "Hombre
de Palo".
Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo,
hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en
los ángeles y que, sin embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica,
que tal vez presta el demonio a algunos seres para hacerlos sus
instrumentos en la tierra.
Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo,
hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en
los ángeles y que, sin embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica,
que tal vez presta el demonio a algunos seres para hacerlos sus
instrumentos en la tierra.
El la amaba; la amaba con ese amor
que no conoce freno ni límite; la amaba con ese amor en que se busca un
goce y sólo se encuentran martirios, amor que se asemeja a la felicidad
y que, no obstante, diríase que lo infunde el Cielo para la expiación
de una culpa.
Ella era caprichosa, caprichosa y extravagante,
como todas las mujeres del mundo; él, supersticioso, supersticioso y
valiente, como todos los hombres de su época. Ella se llamaba María
Antúnez; él, Pedro Alonso de Orellana. Los dos eran toledanos, y los
dos vivían en la misma ciudad que los vio nacer.
La tradición
que refiere esta maravillosa historia acaecida hace muchos años, no
dice nada más acerca de los personajes que fueron sus héroes.
Yo, en mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una sola palabra de mi cosecha para caracterizarlos; mejor.
El la encontró un día llorando, y la preguntó:
¿Por qué lloras?
Ella se enjugó los ojos, lo miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió a llorar.
Pedro,
entonces, acercándose a María le tomó una mano, apoyó el codo en el
pretil árabe desde donde la hermosa miraba pasar la corriente del río y
tornó a decirle:
¿Por qué lloras?
El Tajo se retorcía
gimiendo al pie del mirador, entre las rocas sobre las que se asienta
la ciudad imperial. El sol trasponía los montes vecinos; la niebla de
la tarde flotaba como un velo de gasa azul, y sólo el monótono ruido
del agua interrumpía el alto silencio.
{flickr4j_photo id='665009074' size='2'} - Foto: Leyendasdetoledo en Flickr.com
María exclamó:
No
me preguntes por qué lloro, no me lo preguntes, pues ni yo sabré
contestarte ni tú comprenderme. Hay deseos que se ahogan en nuestra
alma de mujer, sin que los revele más que un suspiro; ideas locas que
cruzan por nuestra imaginación, sin que ose formularlas el labio,
fenómenos incomprensibles de nuestra naturaleza misteriosa, que el
hombre no puede ni aun concebir. Te lo ruego, no me preguntes la causa
de mi dolor; si te la revelase, acaso te arrancaría una carcajada.
Cuando estas palabras expiraron, ella tornó a inclinar la frente y él a reiterar sus preguntas.
La hermosa, rompiendo al fin su obstinado silencio dijo a su amante con voz sorda y entrecortada:
Tú
lo quieres; es una locura que te hará reír; pero no importa; te lo
diré, puesto que lo deseas. Ayer estuve en el templo. Se celebraba la
fiesta de la Virgen, su imagen, colocada en el altar mayor sobre un
escabel de oro, resplandecía como un ascua de fuego; las notas del
órgano temblaban, dilatándose de eco en eco por el ámbito de la
iglesia, y en el coro los sacerdotes entonaban el Salve, Regina. Yo
rezaba, rezaba absorta en mis pensamientos religiosos, cuando
maquinalmente levanté la cabeza y mi vista se dirigió al altar. No sé
por qué mis ojos se fijaron, desde luego, en la imagen; digo mal; en la
imagen, no; se fijaron en un objeto que, hasta entonces, no había
visto, un objeto que, sin que pudiera explicármelo, llamaba sobre sí
toda mi atención... No te rías...; aquel objeto era la ajorca de oro
que tiene la Madre de Dios en uno de los brazos en que descansa su
Divino Hijo... Yo aparté la vista y torné a rezar... ¡Imposible! Mis
ojos se volvían involuntariamente al mismo punto. Las luces del altar,
reflejándose en las mil facetas de sus diamantes, se reproducían de una
manera prodigiosa.
Millones de chispas de luz rojas y azules, verdes y amarillas,
volteaban alrededor de las piedras como un torbellino de átomos de
fuego, como una vertiginosa ronda de esos espíritus de las llamas que
fascinan con su brillo y su increíble inquietud... Salí del templo;
vine a casa, pero vine con aquella idea fija en la imaginación. Me
acosté para dormir; no pude... Pasó la noche, eterna con aquel
pensamiento... Al amanecer se cerraron mis párpados, y, ¿lo creerás?,
aún en el sueño veía cruzar, perderse y tornar de nuevo una mujer, una
mujer morena y hermosa, que llevaba la joya de oro y pedrería; una
mujer, sí, porque ya no era la Virgen que yo adoro y ante quien me
humillo; era una mujer, otra mujer como yo, que me miraba y se reía
mofándose de mí. ¿La ves? parecía decirme, mostrándome la joya. ¡Cómo
brilla! Parece un círculo de estrellas arrancadas del cielo de una
noche de verano. ¿La ves? Pues no es tuya, no lo será nunca, nunca...
Tendrás acaso otras mejores, más ricas, si es posible; pero ésta, ésta,
que resplandece de un modo tan fantástico, tan fascinador..., nunca,
nunca. Desperté; pero con la misma idea fija aquí, entonces como ahora,
semejante a un clavo ardiendo, diabólica, incontrastable, inspirada sin
duda por el mismo Satanás... ¿Y qué?... Callas, callas y doblas la
frente... ¿No te hace reír mi locura?
{flickr4j_photo id='458908350' size='2'} - Foto: Charlie Wild en Flickr.com
Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su espada,
levantó la cabeza, que, en efecto, había inclinado, y dijo con voz
sorda:
-¿Qué Virgen tiene esa presea?
-La del Sagrario murmuró María.
-¡La del Sagrario! -repitió el joven con acento de terror-. ¡La del Sagrario de la Catedral! ...
Y en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma, espantada de una idea.
-¡Ah!
¿Por qué no la posee otra Virgen? -prosiguió con acento enérgico y
apasionado-. ¿Por qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en
su corona o el diablo entre sus garras? Yo se la arrancaría para ti,
aunque me costase la vida o la condenación. Pero a la Virgen del
Sagrario, a nuestra Santa Patrona, yo..., yo, que he nacido en Toledo,
¡imposible, imposible!
-¡Nunca! -murmuró María con voz casi imperceptible-. ¡Nunca!
Y siguió llorando.
Pedro
fijó una mirada estúpida en la corriente del río; en la corriente, que
pasaba y pasaba sin cesar ante sus extraviados ojos, quebrándose al pie
del mirador, entre las rocas sobre las que se asienta la ciudad
imperial.
¡La Catedral de Toledo! Figuraos un bosque de
gigantescas palmeras de granito que al entrelazar sus ramas forman una
bóveda colosal y magnífica, bajo la que se guarece y vive, con la vida
que le ha prestado, el genio, toda una creación de seres imaginarios y
reales.
Figuraos un caos incomprensible de sombra y luz, en
donde se mezclan y confunden con las tinieblas de las naves los rayos
de colores de las ojivas donde lucha y se pierde con la oscuridad del
santuario el fulgor de las lámparas.
Figuraos un mundo de
piedra, inmenso como el espíritu de nuestra religión, sombrío como sus
tradiciones, enigmático como sus parábolas, y todavía no tendréis una
idea remota de ese eterno monumento del entusiasmo y de la fe de
nuestros mayores, sobre el que los siglos han derramado a porfía el
tesoro de sus creencias; de su inspiración y de sus artes.
En su
seno viven el silencio, la majestad, la poesía del misticismo y un
santo honor que defiende sus umbrales contra los pensamientos mundanos
y las mezquinas pasiones de la tierra. La consunción material se alivia
respirando el aire puro de las montañas; el ateísmo debe curarse
respirando su atmósfera de fe.
Pero si grande, si imponente se
presenta la catedral a nuestros ojos a cualquier hora que se penetra en
su recinto misterioso y sagrado, nunca produce una impresión tan
profunda como en los días en que despliega todas las galas de su pompa
religiosa, en que sus tabernáculos se cubren de oro y pedrería; sus
gradas, de alfombras, y sus pilares, de tapices.
Entonces cuando
arden despidiendo un torrente de luz sus mil lámparas de plata; cuando
flota en el aire una nube de incienso, y las voces del coro y la
armonía de los órganos y las campanas de la torre estremecen el
edificio desde sus cimientos más profundos hasta las más altas agujas
que lo coronan, entonces es cuando se comprende, al sentirla, la
tremenda majestad de Dios, que vive en él, y lo anima con su soplo, y
lo llena con el reflejo de su omnipotencia.
El mismo día en que
tuvo lugar la escena que acabamos de referir se celebraba en la
catedral de Toledo el último de la magnífica octava de la Virgen.
Pocos eran los orfebres toledanos capaces de trabajar diamantes y piedras preciosas a finales del siglo XIX. Los creadores de joyas toledanos, acostumbrados al trabajo del oro en el damasquinado, no estaban habituados al puntilloso trabajo de piedras tan recias como las que Don José Navarro acostumbraba a tallar.
Había realizado fastuosas joyas para los más variados destinos: nobleza, imágenes religiosas…, y su fama había trascendido los muros toledanos hasta llegar a la corte madrileña. Y a la madre de su futura reina, Doña María Cristina de Nápoles, que un buen día envió a su más fiel lacayo a solicitar el trabajo del orfebre ante la próxima coronación de su hija la pequeña Infanta Isabel, ante la reciente muerte de su padre, el Rey Fernando VII.
El orfebre se sintió gratamente satisfecho con la petición de la madre de la Infanta, pero hubo de declinarla por los numerosos trabajos que tenía ya encargados, temeroso de no crear una obra lo suficientemente valiosa para la futura Reina. Y así regresó a la corte e informó a Doña María Cristina, quien no cejó en su empeño y un buen día de mediados del verano de 1833 llegó a Toledo para solicitar en persona el trabajo en su más preciada joya, la Corona, a José Navarro.
Ante la presencia de la Reina en persona, el orfebre no supo oponerse al encargo, y cabizbajo despidió su majestad, quedando en la más absoluta soledad ante tan terrible encargo: elaborar la corona de la futura Reina de España.
Desesperado,
asustado y sin idea alguna, aquella misma noche, en pleno agosto y con
el terrible calor toledano, Navarro subió a la segunda planta de su
estudio, situado en lo que hoy conocemos como “Casa del Diamantista”,
cogió del estante un nuevo cuaderno de trabajo y de forma lenta comenzó
a esbozar las ideas que le venían en mente para elaborar el encargo de
la futura Reina.
Pasaron las horas, se hizo tarde, pero no hubo resultado alguno. Así sucedió en los días siguientes. Hubo de contratar varios aprendices para sacar adelante el trabajo diario, pues la elaboración del encargo Real no le dejaba tiempo libre alguno. Pasaba horas y horas delante de su estudio intentando recrear una imagen, un esbozo, de algo satisfactorio y digno de la futura reina.
El plazo se agotaba poco a poco; septiembre de acercaba, y con el la fecha de coronación. En varias ocasiones hubo de mentir a los enviados de la Corte, y enseñarles cuatro hierros más engarzados, con promesas de estar elaborando la mejor corona jamás vista en España.
Decidió no descansar hasta obtener algún resultado, y hora tras hora, día tras día y noche tras noche, trabajaba sin resultado alguno.
Cierta noche, de las que la luna llena baña las orillas del tajo y se refleja en el espejo que encierran los acantilados toledanos, el orfebre no pudo más, y un pesado sueño le sumió en los brazos de Morfeo delante mismo de su cuaderno, en su estudio.
Al clarear el día, despertó sobresaltado y con increíble sorpresa vio como delante de él, en su cuaderno de dibujo, estaba dibujada la más bella corona que jamás había visto. No recordaba haber dibujado algo así, pero ya dudaba incluso de su propia mano, pues eran tantas las noches en vela…
Pero no todo el trabajo estaba realizado, pues el boceto que se encontró era muy complejo de realizar, y no conseguía reunir las piedras preciosas y los materiales necesarios para su elaboración. Tan sólo quedaban tres días para que expirara el plazo acordado. De inmediato se puso a trabajar y la desesperación le llevaba una y otra vez a fallar en el debido ajuste del metal precioso. Aún no había conseguido las piedras necesarias para su trabajo, habiendo enviado mensajeros por todo el reino para localizar lo necesario. Cayó de nuevo la noche, y agotado por el trabajo realizado sin resultado alguno, el orfebre de nuevo quedó dormido ante su trabajo.
Despertó de nuevo sobresaltado y cual fue su sorpresa al ver sobre la mesa de trabajo las más bellas piedras preciosas, del tamaño adecuado para encajar en la corona que estaba elaborando. Preguntó a los enviados que iban llegando, con las manos vacías, por si alguno había traído las piedras, pero ninguno supo darle una explicación satisfactoria de la procedencia de los materiales tan perfectos y ya tallados.
Esa misma noche, extrañado por los últimos acontecimientos, decidió fingirse dormido en su taller y observar qué sucedía, pues el plazo expiraba en breve y aún quedaba mucho por hacer en la corona.
Pasada
la media noche, observó con no poco terror, cómo la puerta del estudio
se abría, y en un primer momento, fingiendo dormir, no pudo ver a
nadie, pero cual fue su sorpresa cuando bajando la vista por casualidad
al suelo, vio algo increíble: unos pequeños seres, vestidos con ropas
de cientos de colores, de extraños rasgos jamás vistos, y de muy
rápidos movimientos, accedían a la estancia, y trepaban de forma veloz
a la mesa de trabajo, cogiendo con una fuerza extraordinaria para su
tamaño las herramientas de trabajo, y finalizando el trabajo que en los
días anteriores habían comenzado.
En pocas horas habían terminado su trabajo, y dejando una maravillosa obra de arte sobre la mesa, no sin antes mirar con curiosidad al orfebre que fingía dormir, partieron de la habitación. Navarro, se levantó rápidamente para acercarse a la ventana y observar cómo los duendecillos, pues eso parecían, cruzaban el pequeño trecho de tierra que separa la casa del Tajo, para internarse en las aún oscuras aguas de éste y perderse para siempre.
La mañana de un 25 de septiembre de 1833, habiendo viajado a Madrid, Navarro entregaba delante de la pequeña Infanta Isabel la más maravillosa corona realizada jamás y que pocos días después sería utilizada por la Reina Isabel II en su coronación.
Ildefonso de Toledo (Toledo, 607 - 667, hijo de padres Visigodos y sobrino de San Eugenio III) fue obispo de Toledo del año 657 al 667. Estudió en Sevilla, bajo la tutela de San Isidoro, y entró a la vida monástica en la orden de San Benito, huyendo de sus padres, nobles que se oponían a su vida sacerdotal. Posteriormente sería elegido abad de Agalia, en el río Tajo, cerca de Toledo.
En el 657 fue elegido arzobispo de esa ciudad. Unificó la liturgia en España y escribió numerosas obras de carácter litúrgico y dogmático, particularmente sobre la Virgen María.
Una
noche de diciembre, se dirigía junto con unos clérigos a la Iglesia
mayor de Toledo, situada en el lugar que hoy ocupa la Catedral. Al
acceder a la oscura nave, tras abrir el pesado portón, descubrieron que
una intensa luz emanaba del altar, sobre la silla del Obispo.
En este momento, todos sus acompañantes huyeron despavoridos, al observar que la luz brillaba y se movía con gran intensidad. Ildefonso, no sintiendo miedo, se aproximó al altar y pudo observar que la luz provenía de la Virgen María, acompañada de un nutrido grupo de ángeles que entonaban cantos celestiales.
La Virgen hizo una señal a Ildefonso para que se aproximara y éste, arrodillado ante tal presencia, escuchó que le decía:
“Tu eres mi capellán y fiel notario. Recibe esta casulla la cual mi Hijo te envía de su tesorería.”
Y tras haber pronunciado estas palabras, fue la misma Virgen quien impuso la casulla sobre Ildefonso, dándole instrucciones de utilizar esta prenda sólo en las festividades dedicadas a Ella.
En la Catedral de Toledo, aún se puede observar, protegida por una recia reja, la piedra en la que la Virgen puso sus pies cuando se apareció a San Ildefonso.
Gonzalo de Berceo transcribió así esta tradición toledana:
"Y como la Gloriosa, estrella de la mar,
sabe a sus amigos galardón bueno dar,
aparecióle un día con muy gran mayiestat,
con un libro en la mano de muy gran claridat,
el que él auíe fecho de la virginidat;
plogolo a Illdefonso de toda voluntat,
Fízoli otra gracia, cual nunca fue oída,
dioli una casulla sin aguia cosida,
obra era angélica, non de ome texida,
fablioli pocos vierbos, razón buena complida".
(Gonzalo de Berceo: "Milagros de Nuestra Señora".)
Parece que no fue éste el único favor celestial y hecho milagroso gozado por el Santo; su entrega mística y contemplativa se vio compensada con los más extraños carismas sobrenaturales; y otros muchos prodigios cuentan las crónicas de sus coetáneos; por lo que no es de extrañar que, desde Gonzalo de Berceo hasta Lope de Vega, las letras españolas hayan cantado la devoción de San Ildefonso a la Virgen María.
Unos años antes, viendo el peligro que se cernía sobre Sevilla, debido a las invasiones que los árabes estaban realizando en el norte de África, San Isidoro decide trasladar una importante serie de reliquias conservadas en esta Catedral. Entre ellas estaba el famoso “Arca de las Reliquias”, traído de Jerusalén y conservado desde tiempos de los Apóstoles, que llega a Toledo, pero por poco tiempo, debido a la invasión peninsular.
Esta “arca” y otras reliquias conservadas en la Iglesia Mayor Toledana sufren un nuevo largo viaje al ser trasladadas hacia el norte (Asturias), “primero escondida en una cueva en el Monsacro y luego por orden de Alfonso II “el Casto” se trasladaron a la Capilla del palacio dedicada a San Miguel.”
Entre estas reliquias ya se encontraba la Casulla de San Ildefonso y su cuerpo, quedando éste en Zamora. Ciertas relaciones de reliquias dan fe de la existencia de la Casulla, y el Arcediano de Tineo, Marañón de Espinosa, Primer Rector de la Universidad y cronista de la catedral, dice a principios del siglo XVII con relación a la casulla: “Sólo sabemos que quedó dentro del arca, cuando se verificó el reconocimiento oficial de ésta en tiempos de Alfonso VI, la preciosa vestidura que Nuestra Señora trajo del cielo a su capellán San Ildefonso, que no sabemos si fue alba o casulla porque la cédula no decía sino vestimento sin declarar más”.
Foto Falafel in Haifa - Acceso a la ciudad de los restos de San Ildefonso, durante los días que permanecieron en Toledo en 2007.
En tiempos más modernos, hacia el siglo XVI, hay constancia de diversas peticiones escritas del arzobispado toledano solicitando la Casulla a Oviedo. Curiosa es la descripción de hace de la Casulla a finales del XVI el Padre Sebastián Sarmiento de la Compañía de Jesús al Padre Francisco Portocarrero de la misma Compañía, conservado en el archivo de la Catedral de Toledo:
Huélgome que V.R. me mande, aunque sea de tarde en tarde cosas de su servicio, y más en honra de la Virgen Santísima, de cuya casulla diré lo que me acuerdo.
Es verdad que yo estaba en Oviedo al tiempo que se abrió aquella Arca grande que está en medio de la Cámara Santa. La ocasión de abrirse fue la Consagración del Señor Obispo Don Pedro Junco de Posada, natural de Llanes, hijo de Juan de Posada y María Alfonso Díez de Noriega, que por ser junto de Oviedo quiso consagrarse de mano de su Obispo Don Pedro de Quiñones. (Creo que el nombre correcto era Diego y no Pedro)
A la Consagración vino Don Juan Alonso de Moscoso, Obispo de León y el de Galípoli D.N. Quinteros que era a la sazón Abad de Santander.
Teniéndolos juntos un día Don Pedro de Quiñones dijo a los dichos Prelados que pues se hallaban cuatro, cosa que no sucedería quizás otra vez hasta el día del Juicio, que probasen con toda la reverencia posible, abrir ellos solos y el que tenía las llaves de la Cámara Santa, aquella Arca para saber el magnífico tesoro. Al fin los convenció a que si y, prevenidos con ayunos y oraciones, después de Consagrado el de Salamanca, con todo el secreto posible, se juntaron los obispos y Canónigos que tenía las llaves y después de haber abierto la primer arca que es grande, hallaron otra menor y otra y otras menores hasta que dieron con un cofrecito muy pequeño, como de un palmo muy largo el cual tenía un rótulo que decía: LA CASULLA QUE NUESTRA SEÑORA DIO A SAN ILDEFONSO. Mucho les espantó, por parecerles casi imposible que allí cupiese una casulla. Abrieron el cofrecillo con muy gran dificultad, tanto que casi estuvieron desahuciados de poderlo abrir y dentro hallaron un cendal de color de cielo en forma de un capuz portugués, tan grande que pudiera cubrir al hombre más alto que hay en España, sin textura ni costura como una tela de cebolla, tan delicado y sutil que con solo el aliento que respiraban se hinchaba como una vela cuando le da recio el viento. Y volviéndola a doblar como estaba, la recogieron en su cofrecito, juramentándose todos que no habían de decir nada a nadie, si no era habiendo salido veinte leguas de Oviedo, y así lo cumplieron.
El Abad de Santander en habiendo salido de las veinte leguas se volvió a dos Canónigos de Santander que le acompañaban y con espanto les dijo: ¿”Es posible que he podido guardar el secreto en el pecho, lo que he visto en Oviedo”? Y se lo contó; también se lo refirió a los de mi Colegio de Santander muy a la larga. Y el Obispo de Salamanca Don Pedro Junco de Posada contó después lo mismo al Padre Ferrer. Esto es acerca de lo que vuestra reverencia me pregunta. (Fuente)
Tras la intensidad de la solicitud toledana por recuperar la reliquia, se cree que la Casulla estuvo oculta en Oviedo, y de nuevo se entremezcla la historia y la leyenda: Se dijo que estaba en la bola grande de la torre de la catedral, pero se comprobó que no; se dijo entonces que estaba debajo del Arca Santa, pero tampoco; se pensó luego que estaría detrás del retablo de la capilla de San Ildefonso (capilla que desapareció en 1934), pero allí tampoco estaba y por más que se buscó nunca apareció…
Nadie sabe cómo murió la hija del conde D. Julián. En aquel
desquiciamiento de un imperio que con horrible estrépito se hundió en
el Guadalete, en aquella desaparición de una raza entera, todos los
personajes que, más que otros algunos, estaban en el camino del
torrente que se desbordaba, fueron sepultados en sus aguas. La historia
misma, espantada de tan tremendo juicio de Dios, rompió sus tablas y
veló su rostro; y durante algún tiempo las sombreas se extendieron por
todas partes... Cuando el primer momento de estupor hubo pasado, cuando
recogió del suelo su estilo, con el que graba en la piedra las hazañas
de los hombres, su primera página fue un lamento tristísimo y
prolongado: el llanto de España que apunta la crónica atribuida al rey
Don Alfonso X. Pero no quiso volver la vista atrás, y el fin de aquel
sangriento drama, cuyo prólogo habían sido las orillas del Tajo, y cuyo
epílogo eran los llanos de Jerez, quedó envuelto en el misterio más
profundo. Nada se sabe de Don Rodrigo y D. Julián; todos ignoran el fin
de Florinda, D. Oppas y los hijos de Wittiza.
Esto no satisface a la tradición. Preguntadla, y ella os responderá que
D. Rodrigo murió haciendo penitencia, trasformado en ermitaño, después
de sufrir una expiación terrible a su delito; que D. Julián, D. Oppas y
los hijos de Wittiza fueron muertos por los mismos árabes, que
desconfiaban de ellos, y a quienes tan bien habían servido con su odio;
que Florinda, en fin, loca de dolor y de vergüenza, vino a terminar sus
días en este mismo torreón, mudo testigo de su crimen. Así refiere este
último suceso la leyenda.
Victoriosos los árabes en el Guadalete, donde acudiera a detenerlos la
parte más fuerte y vigorosa del pueblo godo, y envalentonados con su
triunfo; derruidos, casi totalmente, los muros de las ciudades, y
faltos de armas los brazos por disposición de Wittiza, que cambió todos
los útiles de guerra en instrumentos de labranza, fácil fue a los
vencedores, acaudillados por Tarik, apoderarse del resto de España. No
tardaron mucho en llegar a la vista de Toledo, que se preparaba a
resistirlos, cuando los judíos que vivían en el arrabal, y que tantas
injurias, tantas ofensas tenían que vengar de los descen dientes de
Sisebuto, les abrieron las puertas de la ciudad. Desde aquel día, y
durante 374 años, Toledo yació en la servidumbre, y sobre su alcázar y
sobre sus muros flotó la media luna mahometana.
Poco tiempo después de esto, los habitantes de la parte de Toledo
inmediata al antiguo palacio de los reyes godos donde hoy se alzan la
Puerta del Cambrón y San Juan de los Reyes, estaban amedrentados, y
todas las noches, mientras el viento bramaba con furia, comentaban con
terror la aparición de una mujer loca y desmelenada, que, prorrumpiendo
en carcajadas salvajes , recorría con extraviados pasos las orillas del
río, registraba con inquieta mirada su revuelto fondo, y sin detenerse
nunca, sin alzar jamás los ojos al cielo, proseguía eternamente su
carrera murmurando palabras incoherentes y sin sentido que llevaban el
miedo y la tristeza al corazón de cuantos la oían. En vano hubo algunos
bastante arrojados para esperarla en su camino y pedirla la explicación
de sus actos; apenas veía que alguien trataba de aproximarse a ella,
sus ojos aprecian prontos a salir de sus órbitas, su agitación era más
extraordinaria, sus frases más incoherentes, más salvajes sus gritos:
huía, huía, sin que nadie pudiera seguirla en su carrera desenfrenada.
¿Era un ser humano? ¿Era un espectro? ¿Tenía un cuerpo real, o era
imaginaria la forma con que se presentaba a los mortales? Preguntas son
estas cuya contestación hubiera dado mucho que hacer a los toledanos,
que nada podían asegurar en asunto que tanto les importaba conocer.
Pero su curiosidad se estrellaba ante un obstáculo poderoso: aquella
mujer no quería ver a nadie, y no parecía vivir bien mas que en la
soledad.
Mucho tiempo pasó así; mucho tiempo fue objeto de las conversaciones
mantenidas en voz baja y al oído, y de las mas aventuradas hipótesis.
Un día, desapareció y nadie volvió a verla.
Pero, desde entonces, ocurrió una cosa muy extraña: todas las noches,
apenas el sol hundía en el horizonte su disco de diamante y las nubes
encapotaban el cielo, en esos momentos de calma que preceden a la
tempestad, veíase, en pie sobre el torreón que hoy se conserva de los
lujosos baños de la Cava, una figura descarnada y seca, con el cabello
suelto al aire, volviendo a todas partes la triste mirada de sus ojos,
sin expresión y sin vida; de repente, elevaba la vista hacia el que fue
paladio de Don Rodrigo; el viento, que rugía, modulaba un grito
prolongado, y, al espirar, otra sombra, la sombra de un hombre armado
de todas armas, pero con la cabeza desnuda, surgía también sobre el
arruinado alcázar. Y las dos fantasmas se miraban, clavaban uno en otro
sus pupilas sin luz, y entonces era cuando el huracán rugía con más
fuerza, cuando el río desbordaba su corriente por los campos vecinos e
inundaba la fértil vega, cuando la claridad de la luna desaparecía por
completo, y las tinieblas más espesas reinaban sobre el pueblo
amedrentado. En aquellas horas, largas como el dolor, nadie se atrevía
a salir a la calle, por miedo a encontrarse en las sombras de la noche
con aquella mirada brillante que parecía desencadenar los elementos
para lanzarlos sobre el mundo.
Algunos fieles acudieron, para buscar remedio a tantos males, a un
viejo ermitaño que, retirado al centro de los montes, pasaba su vida en
la abstinencia y el ayuno; le contaron los extraños sucesos que
llamaban tan poderosamente su atención, y le pidieron que impetrase del
cielo la gracia de que aquellas sombras volvieran a dormir sosegadas en
sus sepulcro. Púsose en oración el anciano, cuando a la noche acarició
el sueño sus pupilas, apareciósele una figura, semejante a la que le
pintaran los toledanos, y esta figura abrió sus labios para hablar y le
dijo:
-Yo soy Florinda la maldita, Florinda la Cava, la hija impura del conde
D. Julián. Cuando supe que España era, por mi crimen, esclava de los
hijos de Mahoma, una voz interior se alzó en lo más profundo de mi
alma, mandándome venir, sin tregua ni descanso, a este lugar de mis
culpas, a buscar mi honor perdido en las revueltas ondas del Tajo.
Perdí la razón, pero no lo bastante para dejar de oír esta voz
acusadora, y cruzando valles y llanuras, praderas y montañas, llegué a
Toledo, y en Toledo he vivido mucho tiempo, sostenida por una fuerza
misteriosa, buscando incesantemente lo que no me era dado encontrar.
Por fin, mi vergüenza y mi dolor me mataron; allí, en aquel sitio,
testigo de mis torpes placeres, yace insepulto mi cuerpo; mi alma va
todas las noches, en penitencia, por orden de Dios, a llorar
eternamente mi falta; y evocada por mi llanto, el alma de Rodrigo baja
también a llorar la suya a las rotas almenas de su palacio. Vé allí,
bendice en nombre del Omnipotente aquellos lugares malditos, y mi alma
no volverá a aparecer en ellos.
Y la sombra desapareció, perdiéndose en el espacio.
Despertó sobresaltado el ermitaño, y aquella noche, seguido de los
habitantes del arrabal, que llevaban teas encendidas, trasladóse a los
antiguos baños de Florinda; apenas entró en ellos la cruz, el cuerpo de
la desgraciada mujer, y en completo estado de putrefacción, se levantó
por sí sólo, y fue a sumergirse en el río con admiración de todos. El
ermitaño bendijo el breve recinto en nombre de Dios, y postrándose de
rodillas rezó por las dos almas extraviadas, y todos oraron con él.
¡Cuadro de amor y de ternura! ¡Ver a aquellos seres, libres y felices
en otro tiempo, ahora esclavos y proscritos en sus mismos hogares,
rezando por el descanso eterno de los que habían sido causa de sus
desventuras!
¡Ya no volvió a verse en Toledo la sombra de Florinda!
Pero quedó el romance:
Hacia 1076 el pueblo que habitaba la entonces musulmana ciudad de Toledo se entregaba a fastos para celebrar la victoria de su rey Al-Mamún sobre el monarca sevillano, Al-Motamid. Numerosos son los walíes, alcaides y jeques que han llegado al Palacio del Rey a presentar sus homenajes…
Tras varios días de ágapes y danzas cesan todas las músicas, se apagan las antorchas encendidas en el interior del estanque por capricho real para que al caer el agua pareciera lluvia multicolor y algo maravilloso.
Mientras, el jardinero mayor pasea solitario, terriblemente preocupado por la predicción realizada por un sabio anciano horas antes…
Aquella tarde había ido el cuidador del jardín real a visitar al sabio astrólogo que tiene su morada en la margen izquierda del Tajo. Por medio del astrolabio y otras mágicas recetas leyó el futuro:
“El regio huésped tornará para apoderarse de la joya cuyos encantos conoce gracias a la liberalidad de tu señor”
El jardinero conocía el dictamen de los más sabios guerreros de la ciudad, que aseguraban que sería preciso de hasta siete años de asedio para conquistar Toledo. No creía que tal afirmación fuera posible, pero el mago, utilizando arcaicas fórmulas mostró al jardinero cómo el vaticinio se cumpliría pocos años después:
“Yo, que aprendí de la misteriosa ciencia de los faquires en las intrincadas selvas de la India, auguro que la clepsidra del jardín real no correrá diez primaveras bajo el poder muslímico”
No quiso escuchar más. Puso algo de dinero en las manos del mago y huyó de su casa, atemorizado.
El jardinero se sentó a observar la maravilla construida en aquel estanque. Percibió el movimiento de la clepsidra, indicando que la luna llegaba en aquél preciso instante al plenilunio.
A la mañana siguiente los sirvientes de palacio encontraron flotando el cuerpo del jardinero mayor. El monarca pudo observar algún tiempo después admirado las rojas flores nacidas misteriosamente junto al sitio donde se ahogó el prefecto…
Han pasado ocho años. Alfonso VI entra en Toledo y saboreando su costosa victoria acude presto al lugar donde estuvo alojado gratamente años antes acogido por Al-Mamún. Busca la maravilla que conoció, el reloj de agua que permitía saber el tiempo durante la noche. Cual fue su sorpresa al descubrir que una gran planta roja bloqueaba el curso del agua que alimentaba la clepsidra, impidiendo el normal transcurso del tiempo de la misma, hecho que, no había evitado la trágica caída de Toledo en manos cristianas.
Son muchas las leyendas de Toledo que narran visiones de personas ya fallecidas... La ciudad inspira apariciones y misterios narrados en la noche de los tiempos, en versiones diferentes de un mismo mito que todas las culturas que aquí han morado repiten una y otra vez. Ahora aquí reproducimos en su versión "caballeresca" una de las leyendas más repetidas en la ciudad de Toledo.
La infanta Catalina de Austria, duquesa de Saboya recibió en Toledo
una majestuosa fiesta en una noche que se hizo memorable en los anales
de nuestra ciudad por el indudable porte de los asistentes a tan sonado
festín…
A media noche, cuando aún resonaban las campanadas en el reloj del
monasterio de Santo Domingo el Real, cercano a donde se realizaba el
acto, uno de los nobles caballeros invitados al ágape, a la sazón
consejero general de Finanzas y auditor de su Majestad don Sancho de
Córdoba, presenció como una bella dama pasaba sigilosamente entre los
grupos allí congregados.
Atraído por la belleza de la dama, y la fascinación que inspiraba, a
ella se aproximó e invitó para acompañarle en el baile que en ese
momento comenzaba. No recibía respuesta a sus palabras de elogio de tan
bella mujer, a la que ahora guiaba. La sensación que emanaba era de una
lividez extrema de su rostro que, incluso facilitaba la sensación de no
pisar la maravillosa alfombra que adornaba el área destinado a la danza
en tan bello palacio toledano.
Tras finalizar el baile, salieron al patio exterior, maravillosamente
adornado con innumerables plantas, al estilo de cómo se hace en Toledo
durante el Corpus, que no quedaba muy lejano, y de las que emanaban un
frescor acompañado por el murmullo de una fuente central magníficamente
realizada. Hacía cierto frescor nocturno y la dama no tapaba su
generoso escote con alguna prenda de abrigo, por lo que él, puso su
roja capa con noble broche de oro sobre los hombros de la dama, que
caminaba sin decir palabra. Tan sólo, tras acoger la capa en sus
blancos hombros profirió una queja, un lamento: “Qué frío”.
Llevó el caballero a la Dama dando un breve paseo hacia su residencia,
y al llegar cerca del Miradero, la dama rompió su silencio de nuevo:
- Caballero, no de un paso más en mi compañía, pues de seguir a mi lado
me haría una grave ofensa. Envíe al día siguiente a un criado a por su
capa a la calle Aljibes, en la casa de la Condesa de Orsino.
El caballero accedió cortésmente con la esperanza de ser él mismo el que recogiera la capa.
La dama se perdió entre las sombras de la noche toledana, mientras él
la veía alejarse lentamente, observando fascinado el suave caminar de
ésta.
Durante la noche, no dejó el caballero de pensar en la intrigante y
fría belleza de la dama. Pero lo que más le intrigaba era su mirada: sus ojos no tenían brillo.
Al día siguiente, dirigióse él personalmente en busca de la capa. El
palacio estaba en una estrecha calleja en cuyo fondo se observaba una
cruz. Llamó al enorme portón de madera y al poco se escucharon unos
pasos y el descorrer de un pesado cerrojo tras el que se abrió un
pequeño cuarterón de la puerta tras el que un anciano le preguntó qué
era lo que deseaba. Preguntó por la dama, a lo que el anciano respondió
que allí nadie vivía que respondiese a esa descripción, aunque permitió
el paso del caballero, que fue recibido posteriormente por una noble
señora enlutada, a la que refirió toda la historia acontecida la pasada
noche. La dama le respondió que probablemente habría sido objeto de una
pesada broma, puesto la dama a la que él hacía referencia, por la
notable descripción realizada, era su hija y ya iba para dos meses que
era muerta y enterrada.
El caballero sintió pesar por lo que creía una terrible equivocación, y
cuál no fue su sorpresa que, buscando el salir de la casa, levantó los
ojos y contempló un cuadro de gran tamaño que representaba a una dama
exactamente igual a la de la noche anterior: el mismo rostro, el mismo
vestido, el mismo anillo en su mano izquierda…
- Señora ¿quién es esta hermosa dama?
- La misma hija que por desgracia os dije que perdí.
- Pero… ¡si es la misma a la que yo anoche acompañé!
- Caballero, de nuevo ofendéis mi casa… Soñáis, acaso, o sois presa de
alucinación, pues ya os dije que hace tiempo que falleció.
Como hechizado salió de esta casa y regresó a su palacio. Pasó dos días
con terrible pesar, seguro de lo que había vivido aquella noche.
A la mañana siguiente, un hombre se presentó con la roja capa, que puso
sobre los hombros de la dama aquella noche… Había reconocido al dueño
de la capa por las armas del broche que portaba…
- ¿Dónde la hallaste? Preguntó con ansiedad el caballero.
- En el Campo Santo, junto a la tumba de la condesita de Orsino.
Toledo estaba desarmado, sin ejército, sin poder resistirse a la invasión francesa que ocupaba sus calles, sus conventos, sus casas. Era el año 1809, comenzada ya la Guerra de la Independencia, y los envalentonados soldados franceses sometían a la población toledana a injustificables humillaciones.
Tal conducta, impropia de un pueblo educado, motivó la antipatía entre los toledanos, a la vez que facilitó que ciertos vecinos se organizaran en partidas guerrilleras para intentar, con sus hábiles escaramuzas, expulsar al invasor. El barrio de San Miguel fue el primero en organizar tretas contra los soldados imperiales, y como resultado de sus aventuras, compusieron coplillas como la que sigue:
“Viva San Migel el Alto
con su corona de Plata:
vale más un migueleño
que todos los de la plaza…”
No muy lejos del Castillo de San Servando, en el Barrio de Santa Bárbara, frente a lo que ahora es la estación del “AVE”, existe una preciosa fuente, a la que los toledanos denominan “Fuente de Cabrahigos”. Hasta aquí llegó cierta tarde de verano un “dragón” francés y una joven toledana, que gustaba de alternar con los ocupantes, ambos dispuestos a dar buena cuenta de una buena merienda, y tras esto, lo que surgiera.
Al cabo de un rato, y tras finalizar la merienda, los dos jóvenes se disponen a ocultarse tras las piedras y el depósito de agua de la fuente y en estas estaban cuando se levantó un viento tormentoso que a su paso por las ramas de los cercanos árboles, produjo sonidos misteriosos y poco tranquilizadores.
Observando la fuente, el joven francés se percató de que ahora el agua salía con más brío, y el viento se llevaba los chorros que salpicaban en todas las direcciones. Tras unos minutos, el sonido del vendaval les dejó a ambos escuchar lo que parecía un susurro, sobrecogedor, que provenía de la fuente y que repetía aquello de…
Rafael Escobar Contreras, autor toledano, nos remite esta interesante y nueva leyenda toledana inspirada en el período de la Reconquista de la ciudad por Alfonso VI, en primicia para LeyendasdeToledo.com
Corría la segunda mitad del siglo XI, y Alfonso VI hacía varios meses que tenía sitiada la ciudad de Toledo, habitada por aquel entonces por musulmanes.
Había tomado ya el castillo de San Servando y se disponía a asestar el ataque final, mientras que, al otro lado de la muralla el hambre hacia mella en sus habitantes.
El Rey Sarraceno, junto a su invitado el príncipe Abul-Walid, evaluaba la situación y decidieron que no tenían más remedio que burlar el asedio y partir en busca de ayuda. Al-Qasim, emisario del príncipe, partió hacia Granada para solicitar al rey Abd Allah una pequeña avanzadilla, mientras Abul-Walid se dirigía al norte de África para reunir sus tropas.
Aprovechando la caída de la noche, salieron de la ciudadpor el puente de Alcántara, pero los centinelas del castillo les descubrieron y con una de sus flechas alcanzaron al emisario que continuó cabalgando, gravemente herido hasta que las fuerzas le fallaron, más allá de los cerros donde hoy se sitúa la Academia de Infantería, y cayó al suelo agonizando.
Elvira, hija del capitán cristiano al mando del castillo, que cada mañana al despuntar el alba paseaba a lomos de sucaballo por esos parajes, descubrió el cuerpo malherido de Al-Qasim y, rápidamente, rasgándose sus vestiduras, improvisó un vendaje con el que cubrió su herida. Tras esconderlo al amparo de unos matorrales, cabalgó hasta el castillo para regresar de nuevo con agua y una hogaza de pan.
Durante varios días curó y alimentó al joven hasta que se recuperó y pudo continuar su camino, no sin antes prometer a Elvira, de quien se había enamorado, que volvería para no abandonarla jamás. Ni un solo día dejó Elvira de acercarse a aquel lugar esperando el regreso de su amado.
Mientras tanto, la ciudad había sido tomada por Alfonso VI y los moros, que ahora ocupaban las colinas, planeaban su reconquista.
Elvira, aún sabiendo que corría grave peligro, burlando la guardia seguía acudiendo fiel a su cita. Pero un día fue sorprendida por una patrulla mora, ávida de venganza, que la desposeyó de su honor y la asesinó. Uno de los agresores recogió del suelo un pañuelo de seda que llevaba el nombre de su amado bordado en oro.
Un mes más tarde, cuando Al-Qasim regresó a Toledo con el ejército de Granada, el oficial sarraceno al mando, entregándole el pañuelo con su nombre, le explicó lo ocurrido y arrepentido por la acción de sus soldados, a los que ya había castigado, quiso compensarle ofreciéndole encabezar, junto a él, la reconquista de la ciudad.
El emisario rechazó la oferta y se dirigió afligido al lugar donde había conocido a su dama. Allí paso tres días y tres noches llorando su pena de amor, hasta que decidió quitarse la vida.
Dicen que sus lágrimas, derramadas en aquel suelo inerte, hicieron brotar un manantial que hasta hoy sigue fluyendo y se conoce como "Fuente del Moro“.
Duros eran los presagios y recio el calor en tierras del Reino de Portugal. Pedro Suárez, alcalde mayor de la muy noble ciudad de Toledo, miraba soportando las duras condiciones el campo de batalla, presto a defender a su señor, Juan I de Castilla. Era un 14 de agosto de 1385, y sobre su montura contemplaba la extensión de ambos ejércitos, a un lado, los castellanos, y al otro, los soldados de Juan I de Portugal. Algo más de 30.000 soldados esperaban la terrible orden, que les impulsaría a dejar su vida por su Rey.
Seis de la tarde. El sol aún era fuerte y hacía brillar las armaduras, bajo las que se cocían los cuerpos de los soldados. El polvo que levantaban los miles de pies hacía irrespirable el ambiente, y el machacar de los metales hacía insoportable la espera; los animales, caballos y perros que acompañaban a los más nobles también mostraban su desesperación y nerviosismo por entrar en batalla. El cansancio por el calor y el movimiento de tropas se hacía notar, pero ésta era la oportunidad. Era la oportunidad de declarar propiedad del Rey de Castilla los territorios portugueses.
Los dos ejércitos esperan, frente a frente, el inicio de la batalla. Fuertes gritos oye Pedro Suárez desde el flanco de la caballería francesa que acompaña a sus tropas. Se inicia la batalla.
Tras unos momentos de desconcierto, las bajas entre los caballeros son muy fuertes, debido a la lluvia de flechas portuguesas. Otros tantos son hechos prisioneros. En breve tocará a Pedro Suárez y su grupo de caballeros y soldados avanzar, y así lo hacen.
Mientras miles de hombres avanzan lentamente por la inclemente tierra portuguesa, Pedro vuelve mentalmente a su Toledo, con la vista fija en el ejército portugués, pero con sus pensamientos puestos en el día antes de salir para defender el honor de su Rey.
Y recuerda con amargura cómo su hija le declaró su intención de servir a Dios, en contra de la voluntad de su padre, y cómo éste se lo prohibió, pues ya la veía casada con un noble toledano que a buen seguro le ofrecería más comodidades que la vida conventual. Y viendo que su hija no obedecía y que la hora de partir se acercaba, ya vestido para el viaje, volvió a buscar a su hija, y de nuevo la pregunta:
- Hija, ¿has dejado la idea de entrar al convento?
- No Padre, ruego me perdones, y que cedas ante mi voluntad, pues a Dios servir quiero.
Pedro Suárez, enojado, y harto de la desobediencia de la hija, entró en cólera, y quitándose el recio guantelete abofeteó a su hija y la hizo ver que ni muerto permitiría que su hija desobedeciera su voluntad. Y marchó hacia Aljubarrota, donde ahora se encontraba cabalgando hacia una suerte incierta.
Con éste recuerdo en mente, y con no poco pesar, comienza a golpear con la espada y tras varios minutos repartiendo estocadas es derribado del caballo por un certero golpe de lanza de un soldado portugués y siente cómo otro le cercena la mano derecha, con otro golpe de espada.
Sus últimos pensamientos, ya en el suelo y viendo cómo se le escapa la vida, son para su Toledo, para su hija…
Cae el Sol y los Castellanos se retiran apresuradamente del campo de batalla, derrotados. Miles de muertos yacen en el campo portugués por la ambición de dos reyes llamados Juan. Pedro Suárez yace muerto, con su fiel perro al lado.
Varias semanas después, en Toledo, la hija de Pero ya profesaba como monja en el Convento de Santa Isabel. Una mañana, al escuchar unos lamentos en la puerta del Convento, abren la puerta y allí descubren una imagen terrible: un perro trae en la boca una mano ensangrentada. No pudiéndolo evitar, el animal entra en el convento y deja la mano en el patio. La hija de Pedro, aterrorizada, observa cómo en la mano está el anillo que perteneció a su difunto padre, y buscando al animal, descubre a uno de los más fieles perros que acompañó a su padre a la batalla en Portugal.
Su padre, aún muerto, hizo ver así a su hija su disconformidad con la decisión de servir a Dios.
Pasado algún tiempo, se recuperaron algunos cuerpos de la batalla, entre ellos el de Pero Suárez, y en el Convento de Santa Isabel fue enterrado, en un mausoleo situado en el coro del monasterio, y en éste se podía ver la figura del perro con el miembro entre los dientes, en forma de estatua, a los pies de su Señor.
En recuerdo de esta leyenda, Toledo tiene hoy una calle denominada “de la Mano”Hacia 1521, los Comuneros de Castilla habían sido vencidos por las
tropas del Emperador en la batalla de Villalar. Todo Toledo estaba
atenta a las sangrientas evoluciones que las represalias imperiales
tomaban por toda Castilla.
Cuando todo casi estaba perdido para los Comuneros, el Obispo Acuña
entra en Toledo con sus tropas leales para oponerse a la opresión
imperial. Todo Toledo estalló de alegría y las campanas sonaron con
intensidad.
La presencia del Obispo Antonio de Acuña turbó los actos solemnes
que se habían preparado con motivo del Viernes Santo. Mientras se
iniciaba el oficio de tinieblas y se conmemoraba la muerte de Cristo en
la Catedral Toledana, en el más profundo silencio, a lo lejos se
escuchó un murmullo de gente que iba en aumento.
Al tanto, las puertas de la Catedral fueron abiertas por una
muchedumbre que llevaba casi en volandas a Acuña, interrumpiendo la
solemne misa y pidiendo a gritos por las naves oscuras de la catedral
que Antonio de Acuña fuera nombrado Arzobispo de Toledo. Obligando a
éste a sentarse en la silla arzobispal, sin poder oponer resistencia,
el resto de canónigos escaparon por donde buenamente pudieron, quedando
el rezo de tinieblas interrumpido.
Una vez terminado esta exaltación, la muchedumbre se retiró y Acuña
volvió a sus aposentos. Se dice que aquella noche un murmullo sordo se
escuchó dentro de los muros de la Catedral. Algunos dicen que eran las
almas de los muchos allí enterrados bajo sus muros que continuaron el
rezo de tinieblas interrumpido por la fiereza de la muchedumbre.
No mucho después de estos hechos, Padilla era decapitado en Valladolid
y Acuña ahorcado en el castillo de Simancas. En los años siguientes, se
contaba que una vez terminados los actos litúrgicos nocturnos de la
Semana Santa, en la Catedral se escuchaban numerosos murmullos y ruidos…
Pasó el tiempo, y dos siglos después, un viajero curioso que escuchó la
historia quiso comprobar por sí mismo la veracidad de estos supuestos
murmullos que se escuchaban en tan señaladas fechas… El Viernes Santo
se ocultó en una capilla y decidió esperar a que todo quedara tranquilo
para ver qué sucedía. Cansado por el trasiego del día, el viajero quedó
dormido. Un murmullo le despertó sin saber muy bien el momento de la
noche que era. Una vez se puso en pie se acercó a la puerta de la
capilla. Las tinieblas más absolutas poblaban las altas naves de la
Catedral. Tan solo algunas velas encendidas proyectaban oscuras sombras
de las imágenes que recibían su luz. Al llegar a la puerta de la
capilla se quedó helado de terror. Vio una terrorífica procesión
encabezada por un arzobispo que llevaba una espada a la cintura. Vio
acólitos, esqueletos, fantasmas, algunos sin cabeza, y los monstruos
más deformes en una fantasmagórica hilera. Como un ejército derrotado
en la batalla, con las cabezas bajas y con el aspecto de estar
arrepentidos. Sostenían en una mano una espada y en la otra una
antorcha que proyectaba sombras en las estatuas de la catedral. Los
murmullos que se oían fuera, amortiguados por los muros de la Catedral
se convertían en unos espantosos sonidos que llevaban a la locura.
Todas las estatuas que eran iluminadas por las antorchas al paso del
terrible séquito cobraban vida y se incorporaban a la procesión.
Según narra la Leyenda, eran los Comuneros los que purgaban sus penas
saliendo los tres días de Semana Santa en procesión por la Catedral,
por la afrenta que hicieron interrumpiendo tan sagrada misa.
También cuenta la leyenda que cuando fue encontrado el viajero tumbado
en una de las naves de la Catedral se confesó, purgó sus penas y expiró
con horrible cara de terror.
Una tarde de verano, y en un jardín de Toledo, me refirió esta singular historia una muchacha muy buena y muy bonita. Mientras me explicaba el misterio de su forma especial, besaba las hojas y los pistilos que iba arrancando, uno a uno, de la flor que da nombre a esta leyenda.
Una tarde de verano, y en un jardín de Toledo, me refirió esta singular historia una muchacha muy buena y muy bonita.
Mientras me explicaba el misterio de su forma especial, besaba las
hojas y los pistilos que iba arrancando, uno a uno, de la flor que da
nombre a esta leyenda.
Si yo la pudiera referir con el suave encanto y la tierna sencillez que
tenía en su boca, os conmovería como a mí me conmovió, la historia de
la infeliz Sara.
Ya que esto no es posible, ahí va lo que de esa piadosa tradición se me acuerda en este instante.
En una de las callejas más oscuras y tortuosas de la ciudad imperial,
empotrada y casi escondida entre la alta torre morisca de una antigua
parroquia mozárabe y los sombríos y blasonados muros de una casa
solariega, tenía hace muchos años su habitación raquítica, tenebrosa y
miserable como su dueño, un judío llamado Daniel Leví.
Era este judío rencoroso y vengativo, como todos los de su raza, pero más que ninguno engañador e hipócrita.
Dueño, según los rumores del vulgo, de una inmensa fortuna, veíasele,
no obstante, todo el día acurrucado en el sombrío portal de su
vivienda, componiendo y aderezando cadenillas de metal, cintos viejos o
guarniciones rotas, con las que traía un gran tráfico entre los
truhanes de Zocodover, las revendedoras del Postigo y los escuderos
pobres.
Aborrecedor implacable de los cristianos y de cuanto a ellos pudiera
pertenecer, jamás pasó junto a un caballero principal o un canónigo de
la primada sin quitarse una y hasta diez veces el mugriento bonetillo
que cubría su cabeza calva y amarillenta, ni acogió en su tenducho a
uno de sus habituales parroquianos sin agobiarlo a fuerza de humildes
salutaciones, acompañadas de aduladoras sonrisas.
La sonrisa de Daniel había llegado a hacerse proverbial en todo Toledo,
y su mansedumbre, a prueba de las jugarretas más pesadas y las burlas y
rechiflas de sus vecinos, no conocían limites.
Inútilmente los muchachos, para desesperarlo, tiraban piedras a su
tugurio; en vano los pajecillos y hasta los hombres de armas del
próximo palacio pretendían aburrirlo, llamándole con los nombres más
injuriosos, o las viejas devotas de la feligresía se santiguaban al
pasar por el umbral de su puerta, como si viesen al mismo Lucifer en
persona.
Daniel sonreía eternamente, con una sonrisa extraña e indescriptible.
Sus labios delgados y hundidos se dilataban a la sombra de su nariz
desmesurada y corva como el pico de un aguilucho, y aunque de sus ojos
pequeños, redondos y casi ocultos entre las espesas cejas, brotaba una
chispa de mal reprimida cólera, seguía impasible golpeando con su
martillito de hierro el yunque donde aderezaba las mil baratijas
mohosas y, al parecer, sin aplicación alguna, de que se componía su
tráfico.
{flickr4j_photo id='693132848' size='2'} - Foto: gabillo en Flickr.com
Sobre la puerta de la casucha del judío, y dentro de un marco de
azulejos de vivos colores, se abría un ajimez árabe, resto de las
antiguas construcciones de los moros toledanos. Alrededor de las
caladas franjas del ajimez, y enredándose por la columnilla de mármol
que lo partía en dos huecos iguales, subía desde el interior de la
vivienda una de esas plantas trepadoras que se mecen verdes y llenas de
savia y lozanía sobre los ennegrecidos muros de los edificios ruinosos.
En la parte de la casa que recibía una dudosa luz por los estrechos
vanos de aquel ajimez, único abierto en el musgoso y agrietado paredón
de la calleja, habitaba Sara, la hija predilecta de Daniel.
Cuando los vecinos del barrio pasaban por delante de la tienda del
judío y veían por casualidad a Sara tras las celosías de su ajimez
morisco y a Daniel acurrucado junto a su yunque, exclamaban en alta
voz, admirados de las perfecciones de la hebrea:
-¡Parece mentira que tan ruin tronco haya dado tan hermoso vástago!
Porque, en efecto, Sara era un prodigio de belleza. Tenía los ojos
grandes y rodeados de un sombrío cerco de pestañas negras, en cuyo
fondo brillaba el punto de luz de su ardiente pupila como una estrella
en el cielo de una noche oscura. Sus labios, encendidos y rojos
parecían recortados hábilmente de un paño de púrpura por las invisibles
manos de un hada. Su tez era blanca, pálida y transparente como el
alabastro de la estatua de un sepulcro. Contaba apenas dieciséis años,
y ya se veía grabada en su rostro esa dulce tristeza de las
inteligencias precoces, y ya hinchaban su seno y se escapaban de su
boca esos suspiros que anuncian el vago despertar del deseo.
Los judíos más poderosos de la ciudad, prendados de su maravillosa
hermosura, la habían solicitado para esposa; pero la hebrea, insensible
a los homenajes de sus adoradores y a los consejos de su padre, que
instaba para que eligiese un compañero antes de quedar sola en el
mundo, se mantenía encerrada en un profundo silencio, sin dar más razón
de su extraña conducta que el capricho de permanecer libre.
Al fin, un día, cansado de sufrir los desdenes de Sara y sospechando
que su eterna tristeza era indicio cierto de que su corazón abrigaba
algún secreto importante, uno de sus adoradores se acercó a Daniel y
dijo:
-¿Sabes, Daniel, que entre nuestros hermanos se murmura de tu hija?
El judío levantó un instante los ojos de su yunque, suspendió su
continuo martilleo, y sin mostrar la menor emoción, preguntó a su
interpelante:
-¿Y qué dicen de ella?
-Dicen -prosiguió su interlocutor-, dicen... ¡Qué sé yo! Muchas
cosas... Entre ellas, que tu hija está enamorada de un cristiano.
Al llegar a este punto, el desdeñado amante de Sara se detuvo para ver el efecto que sus palabras hacían en Daniel.
Daniel levantó de nuevo sus ojos, lo miró un rato fijamente, sin decir
palabra, y, bajando otra vez la vista para seguir su interrumpida
tarea, exclamó:
-¿Y quién dice que eso no es una calumnia?
-Quien los ha visto conversar más de una vez en esta misma calle,
mientras tú asistes al oculto sanedrín de nuestros rabinos -insistió el
joven hebreo, admirado de que sus sospechas primero, y después sus
afirmaciones, no hiciesen mella en el ánimo de Daniel.
Este, sin abandonar su ocupación, fija la mirada en el yunque, sobre el
que después de dejar a un lado el martillo se ocupaba en bruñir el
broche de metal de una guarnición con una pequeña lima, comenzó a
hablar en voz baja y entrecortada, como si maquinalmente fuesen
repitiendo sus labios las ideas que cruzaban por su mente.
-¡Je, je, je! -decía, riéndose de una manera extraña y diabólica-.
¿Con que a mi Sara, al orgullo de la tribu, al báculo en que se apoya
mi vejez, piensa arrebatármela un perro cristiano? ¿Y vosotros creéis
que lo hay? ¡Je!, ¡je! -continuaba, siempre hablando para sí y siempre
riéndose mientras la lima chirriaba cada vez con más fuerza, mordiendo
el metal con sus dientes de acero-. ¡Je! ¡Je! Pobre Daniel, dirán los
míos, ¡ya chochea! ¿Para qué quiere ese viejo moribundo y decrépito esa
hija tan hermosa y tan joven, si no sabe guardarla de los codiciosos
ojos de nuestros enemigos?... ¡Je! ¿Crees tú, por ventura, que Daniel
duerme? ¿Crees tú, por ventura, que si mi hija tiene un amante..., que
bien pudiera ser, y ese amante es cristiano y procura seducirla, y la
seduce, que todo es posible, y proyecta huir con ella, que también es
fácil, y huye mañana, por ejemplo, lo cual cabe dentro de lo humano,
crees tú que Daniel se dejara arrebatar su tesoro?... ¿Crees tú que no
sabrá vengarse?
-Pero -exclamó interrumpiéndole el joven-, ¿sabéis acaso...?
-Sé -dijo Daniel levantándose y dándole un golpecito en la espalda-, sé
más que tú, que nada sabes ni nada sabrías si no hubiese llegado la
hora de decirlo todo... Adiós; avisa a nuestros hermanos para que
cuanto antes se reúnan. Esta noche, dentro de una o dos horas, yo
estaré con ellos. ¡Adiós!
Y esto diciendo, Daniel empujó suavemente a su interlocutor hacia la
calle, recogió sus trebejos muy despacio y comenzó a cerrar con dobles
cerrojos y aldabas la puerta de la tiendecilla.
El ruido que produjo ésta al encajarse rechinando sobres sus premiosos
goznes impidió al que se alejaba oír el rumor de las celosías sobre el
ajimez, que en aquel punto cayeron de golpe, como si la judía acabara
de retirarse de su alféizar.
{flickr4j_photo id='665008944' size='2'} - Foto: Leyendasdetoledo en Flickr.com, un rincón en la Puerta del Reloj de la Catedral.
Era noche de Viernes Santo, y los habitantes de Toledo, después de
haber asistido a las tinieblas en su magnífica catedral, acababan de
entregarse al sueño o referían al amor de la lumbre consejas parecidas
a las del Cristo de la Luz, que, robado por unos judíos, dejó un rastro
de sangre por el cual se descubrió el crimen, o la historia del Santo
Niño de la Guardia, en quien los implacables enemigos de nuestra fe
renovaron la cruel Pasión de Jesús.
Reinaba en la ciudad un silencio profundo, interrumpido a intervalos,
ya por las lejanas voces de los guardias nocturnos que en aquella época
velaban en derredor del Alcázar, ya por los gemidos del viento, que
hacía girar las veletas de las torres o zumbaba entre las torcidas
revueltas de las calles, cuando el dueño de un barquichuelo que se
mecía amarrado a un poste cerca de los molinos, que parecen como
incrustados al pie de las rocas que baña el Tajo, y sobre las que se
asienta la ciudad, vio aproximarse a la orilla, bajando trabajosamente
por uno de los estrechos senderos que desde lo alto de los muros
conducen al río, a una persona a quien, al parecer, aguardaba con
impaciencia.
-¡Ella es! -murmuró entre dientes el barquero-. ¡No parece sino que
esta noche anda revuelta toda esa endiablada raza de judíos !... ¿Dónde
diantres se tendrán dada cita con Satanás, que todos acuden a mi barca,
teniendo tan cerca el puente?... No, no irán a nada bueno cuando así
evitan toparse de manos a boca con los hombres de armas de San
Cervantes, pero, en fin, ello es que me dan buenos dineros a ganar, y a
su alma su palma, que yo en nada entro ni salgo.
Esto diciendo, el buen hombre, sentándose en su barca, aparejó los
remos, y cuando Sara, que no era otra la persona a quien al parecer
había aguardado hasta entonces, hubo saltado al barquichuelo, soltó la
amarra que lo sujetaba y comenzó a bogar en dirección a la orilla
opuesta.
-¿Cuántos han pasado esta noche? -preguntó Sara al barquero apenas se
hubieron alejado de los molinos y como refiriéndose a algo de que ya
habían tratado anteriormente.
-Ni los he podido contar -respondió el interpelado: ¡un enjambre! Parece que esta noche será la última que se reúnen.
-¿Y sabes de qué tratan y con qué objeto abandonan la ciudad a estas horas?
-Lo ignoro...; pero ello es que aguardan a alguien que debe de llegar
esta noche. Yo no sé para qué lo aguardarán, aunque presumo que para
nada bueno.
Después de este breve diálogo, Sara se mantuvo algunos instantes sumida
en un profundo silencio y como tratando de ordenar sus ideas. «No hay
duda -pensaba entre sí-; mi padre ha sorprendido nuestro amor y
prepara, alguna venganza horrible. Es preciso que yo sepa dónde van,
qué hacen, qué intentan. Un momento de vacilación podría perderlo.»
Cuando Sara se puso un instante en pie, y como para alejar las
horribles dudas que la preocupaban se pasó la mano por la frente, que
la angustia había cubierto de un sudor glacial, la barca tocaba a la
orilla opuesta.
-Buen hombre -exclamó la hermosa hebrea, arrojando algunas monedas a su
conductor y señalando un camino estrecho y tortuoso que subía
serpenteando por entre las rocas, ¿es ese el camino que siguen?
-Ese es, y cuando llegan a la Cabeza del Moro, desaparecen por la
izquierda. Después, el diablo y ellos sabrán a dónde se dirigen
-respondió el barquero.
Sara se alejó en la dirección que éste le había indicado. Durante
algunos minutos se la vio aparecer y desaparecer alternativamente entre
aquel oscuro laberinto de rocas oscuras y cortadas a pico después, y
cuando hubo llegado a la cima llamada la Cabeza del Moro, su negra
silueta se dibujó un instante sobre el fondo azul del cielo, y, por
último, desapareció entre las sombras de la noche.
Siguiendo el camino donde hoy se encuentra la pintoresca ermita de la
Virgen del Valle, y como a dos tiros de ballesta del picacho que el
vulgo conoce en Toledo por la Cabeza del Moro, existían aún en aquella
época los ruinosos restos de una iglesia bizantina, anterior a la
conquista de los árabes.
En el atrio, que dibujaban algunos pedruscos diseminados por el suelo,
crecían zarzales y hierbas parásitas, entre las que yacían, medio
ocultas, ya el destrozado capitel de una columna, ya un sillar
groseramente esculpido con hojas entrelazadas, endriagos horribles o
grotescas o informes figuras humanas. Del templo sólo quedaban en pie
los muros laterales y algunos arcos rotos ya y cubiertos de hiedra.
Sara, a quien parecía guiar un sobrenatural presentimiento, al llegar
al punto que le había señalado su conductor, vaciló algunos instantes,
indecisa acerca del camino que debía seguir; pero, por último, se
dirigió con paso firme y resuelto hacia las abandonadas ruinas de la
iglesia.
En efecto, su instinto no la había engañado. Daniel, que ya no sonreía;
Daniel, que no era ya el viejo débil y humilde, sino que, antes bien,
respirando cólera de sus pequeños y redondos ojos, parecía animado del
espíritu de la venganza, rodeado de una multitud como él, ávida de
saciar su sed de odio en uno de los enemigos de su religión, estaba
allí y parecía multiplicarse dando órdenes a los unos, animando en el
trabajo a los otros, disponiendo, en fin, con una horrible solicitud
los aprestos necesarios para la consumación de la espantosa obra que
había estado meditando días y días, mientras golpeaba impasible el
yunque de su covacha de Toledo.
Sara, que en favor de la oscuridad había logrado llegar hasta el atrio
de la iglesia, tuvo que hacer un esfuerzo para no arrojar un grito de
horror al penetrar en su interior con la mirada.
Una breve pero intensa leyenda toledana magistralmente descrita por Bécquer.
En
una de las visitas que como remanso en la lucha diaria hago a la
vestuosa y silenciosa Toledo, sucedieron estos pequeños acontecimientos
que, agrandados por mi fantasía traslado a las blancas cuartillas.
Vagaba
una tarde por las estrechas calles de la imperial ciudad con mi carpeta
de dibujo debajo del brazo, cuando sentí que una voz como un inmenso
suspiro pronunciaba a mi lado vagas y confusas palabras; me volví
apresuradamente y cuál no sería mi asombro al encontrarme completamente
solo en la estrecha calleja. Y, sin embargo, indudablemente una voz,
una voz extraña, mezcal de lamento, voz de mujer sin duda, había sonado
a pocos pasos de donde yo estaba. Cansado de buscar inútilmente la boca
que a mi espalda había lanzado su confusa queja, y habiendo ya sonado
el Ángelus en el reloj de un cercano convento, me dirigí a la posada
que me servía de refugio en las interminables horas de la noche.
Al quedarme solo en mi habitación, y a la luz de la débil y vacilante bujía, tracé en mi álbum una silueta de mujer.
Dos
días después, y cuando ya casi había olvidado mi pasada aventura, la
casualidad me llevó nuevamente a la torcida encrucijada teatro de ella.
Empezaba morir el día; el sol teñía el horizonte de manchas rojas,
moradas; caía grave en el silencio la voz de bronce de las horas. Mi
paso era lento, una vaga melancolía ponía un gesto de duda en mi
semblante.
Y otra vez la voz, la misma voz del pasado día,
volvió a turbar el silencio y mi tranquilidad. Esta vez decidí no
descansar hasta encontrar la clave del enigma, y cuando ya desconfiaba
de mis investigaciones, descubrí en una vieja casa, de antiquísima
arquitectura, una pequeña ventana cerrada por una reja caprichosa
artística. De aquella ventana salía, indudablemente la armoniosa y
silente voz de mujer.
Era completamente de noche, la voz-suspiro
había callado y decidí volver a mi posada, en cuya habitación de
enjalbegadas paredes, y tendido en el duro lecho, ha creado mi fantasía
una novela que, desgraciadamente...nunca podrá ser realidad.
Al
día siguiente, un viejo judío que tiene su puesto de quincalla frente a
la vieja casa en que sonó la misteriosa voz, me contó que dicha casa
está deshabitada desde hace mucho tiempo. Vivía en ella una bellísima
mujer acompañada de su esposo, un avaro mercader de mucha más edad que
ella. Un día el mercader salió de la casa cerrando la puerta con llave,
y no volvió a saberse de él ni de su hermosa mujer. La leyenda cuenta
que desde entonces todas las noches un fantasma blanco con formas de
mujer vaga por el ruinoso caserón, y se escuchan confusas voces
mezcladas de maldición y lamento.
Y la misma leyenda cree ver en el blanco fantasma a la bella mujer del mercader avaro.
Voz
de mujer que como música celeste, como suspiro de alma enamorada,
viniste a mí, traída por la caricia del aire lleno de aromas de
primavera. ¿Qué misterio hay en tus palabras confusas, en tus débiles
quejas, en tus armoniosas y extrañas canciones?
Don Enrique de Villena podría haber sido uno más de los numerosos nobles que poblaban Toledo en el siglo XV, una ciudad bulliciosa con más de veinte mil habitantes y cuajada de conventos, grandes palacios y casonas, presididas por el poder temporal y el perenne, el Alcázar y la Catedral. Un marqués más si no fuera por su notable afición al ocultismo y a la alquimia.
Entrando por la Puerta del Cambrón y esquivando a caballeros, religiosos, soldados, hidalgos, pillos y pobres de solemnidad, que infestaban las calles, dejando a un lado el monasterio de San Juan de los Reyes (en el que debieron descansar los restos de los Reyes Católicos) y perfilando las murallas de la judería se llegaba al palacio de Don Enrique, situado junto a lo que hoy se conocen como jardines del Tránsito. Allí pasaba días y noches enfrascado en sus lecturas el noble, con libros traídos desde las bibliotecas más importantes del mundo, sin preocuparle que la temible Inquisición le pidiera cuentas por sus lecturas. La Alquimia era la pasión de nuestro noble, pero no con el objetivo de conseguir el preciado metal, como otros pretendían, pues no ansiaba más riquezas que las que tenía sino más bien, siendo ya anciano, buscaba la forma de esquivar a la negra muerte, que no muy lejos acechaba.
Con
el transcurrir de los años, y gracias a las numerosas lecturas
acumuladas, a su cargo como Gran Maestre de la Orden de Calatrava y a
la experiencia en los sótanos de su inmenso palacio, Don Enrique era ya
un afamado nigromante, y se rumoreaba por la ciudad que había sido
capaz de elaborar un misterioso brebaje que lo devolvería a la vida
tras la muerte.
No muy lejos quedaban estos rumores, pues el noble preparaba ya su “muerte”, habiendo indicado a su más fiel criado los pasos a realizar cuando este penoso trance sucediese. Ordenó a su criado que cuando muriera no avisara a nadie, más bien que ocultara totalmente el hecho, disfrazándose con sus ropas y acudiendo cada día a misa de 8 en la cercana iglesia de Santo Tomé. Las instrucciones no se quedaban ahí pues también le mostró en el sótano un gran matraz de vidrio en el que debería introducir su cadáver, previo descuartizamiento para que los pedazos pudieran entrar sin problema alguno y en su totalidad.
El criado, temeroso de su amo, y poseído por una poderosa
superstición acumulada durante los años de observar a su señor hacer
los más terribles hechizos y encantamientos, decidió obedecer, y una
vez muerto Don Enrique, cumplió a la perfección sus encargos.
Acudía cada día a misa de 8, hasta que una mañana sucedió lo imprevisible: volviendo al palacio, magníficamente disfrazado y cubierta la cara con una espesa bufanda, tuvo la desdicha de quedarse atrapado en un callejón con la comitiva del viático, que se encaminaba a dar la extremaunción a algún moribundo. Otros caballeros próximos al criado se aprestaron a descubrirse y arrodillarse ante la comitiva, y conociendo al marqués (al menos por sus ropajes) y viendo que no se descubría se lo recriminaron, por ser una grave ofensa. Entre acusaciones, se percataron de que aquél al que recriminaban no era Don Enrique, y obligaron al criado a confesar el paradero de su señor… Avisaron raudos a los alguaciles temiéndose lo peor y estos, acompañando al criado entraron en la casa buscando al noble, sin resultado alguno. Viéndose acorralado y acusado ya de asesinato, el criado confesó todo, acompañando a los alguaciles al sótano en el que se encontraba el terrible matraz. Estos poco quisieron avanzar, impresionados por lo lúgubre del lugar y por los numerosos grandes volúmenes y herramientas desconocidas que se alojaban, y decidiendo que poca autoridad allí tenían, avisaron de inmediato a la Inquisición.
Con
más hombres y protegidos por los imponentes representantes
inquisitoriales, descendieron a los sótanos, comprobando atónitos como
en un enorme matraz, un ser amorfo y deforme había empezado a formarse.
El miedo ante el ser infernal que allí había hizo que uno de los
inquisidores, con más valor que los demás, diera un fuerte golpe al
vidrio, que rompió, interrumpiendo la transmutación del marqués de
Villena.
Narra la leyenda que el ser, formando una masa deforme, en el suelo y ya fuera del líquido que lo mantenía, poco antes de perder la vida o lo que fuera que aún quedara del marqués, exhaló un terrible alarido que pudo ser oído en las proximidades del palacio.
Tras su muerte definitiva, sobre el palacio del marqués algunos creyeron ver un carro tirado por dragones con colas de fuego, que llevó el alma del mago a lo más profundo del Infierno.
Este palacio terminaría sus días hacia 1525, según narra la tradición, ardiendo en un incendio provocado por su propietario tras alojar durante su estancia en Toledo al condestable de Borbón, traidor a su rey, hecho narrado en la leyenda “Un castellano leal” (aunque este hecho no está muy contrastado). Más tarde, y sobre un edificio de nueva construcción en este mismo solar, el Greco pintó la gran mayoría de sus obras (y no en lo que actualmente se conoce como “Casa del Greco”) En la actualidad, el paseo del Tránsito ocupa parte del lugar en el que se ubicó este palacio.
¿Es posible acumular más “magia” en tan sólo un punto de una ciudad?
Habían pasado más de treinta años desde que el puente quedara muy dañado durante las contiendas entre Pedro el Cruel y Enrique de Trastámara, cuando el arzobispo Tenorio decidió acometer una ambiciosa reforma de la obra y mandó llamar al mejor arquitecto de la época...
"LA MUJER DEL ARQUITECTO"
Leyenda del Puente de San Martín
(También conocida como "La Mujer del Alarife")
El puente de San Martín, que antaño servía de acceso a una de las
puertas de entrada a la muralla toledana, fue levantado en el siglo
XIII en sustitución de otro que hubo más abajo, cuyos restos son aún
visibles y que fue destruido por una gran crecida del Tajo (se
encuentra en el paraje conocido como La Cava, lugar de otra conocida
leyenda toledana)
La construcción, que tuvo que ser restaurada con frecuencia en siglos
posteriores, está catalogada como un buen ejemplo de arquitectura
militar de la época. Se llega a ella desde la zona conocida como "la
Coracha", un término militar de la Edad Media procedente del árabe
(como tantas otros lugares de Toledo) con el que se denominaba el
espolón de muralla o cortina amurallada que, saliendo de la misma, por
lo general de una zona avanzada partía en terreno en dos hasta llegar a
un río o precipicio de manera que impedía el sitio total de una ciudad
y permitir a los sitiados llegar a una fuente de agua. Cuenta este
puente con robustas torres, así como airosos arcos que salvan el cauce.
Sobre la clave central de uno de ellos, en un hueco tapado por la
vegetación que ha ido creciendo espontáneamente en los resquicios de
las piedras, se encuentra una hornacina que guarda la talla de una
mujer, protagonista de una hermosa leyenda.
Habían pasado más de treinta años desde que el puente quedara muy
dañado durante las contiendas entre Pedro el Cruel y Enrique de
Trastámara, cuando el arzobispo Tenorio decidió acometer una ambiciosa
reforma de la obra y mandó llamar al mejor arquitecto de la época, que
al poco tiempo llegó a la ciudad y comenzó su tarea con verdadera
pasión.
El ahínco de los obreros y el apoyo de los toledanos, deseosos de ver
concluida la edificación, hizo que llegara el día en que ésta tocaba a
su fin. Pero la tarde anterior a la fecha en la que debían quitarse los
andamiajes que sujetaban la obra, el arquitecto se mostraba muy
preocupado y, al llegar la noche, salió de su casa sin querer dar
ninguna explicación a pesar de las preguntas de su esposa.
Fotografía del Puente de San Martín por Dálmata (Flickr.com).
Cuando regresó estaba pálido como un muerto y se encerró en su estudio llorando desconsoladoramente. Ante la insistencia de su mujer, por fin accedió a explicar que había cometido un gravísimo error de cálculo, y que en el momento que se quitaran los andamios para inaugurar el puente, éste se vendría abajo con todos los que estuvieran sobre él. Tampoco era capaz de acudir al arzobispo a contarle lo que había sucedido porque la noticia correría por todo el reino y jamás volvería a encontrar trabajo. Tras su confesión, continuó llorando amargamente y la mujer estuvo un rato pensativa hasta que, con gran resolución y viendo todo su futuro y el de su familia en entredicho, cogió una tea y salió de la casa.Dice la tradición toledana que en las noches de luna clara y luminosa, se vislumbra una sombra flotando sobre ella y sus alrededores. Es el espíritu del príncipe Abul-Walid que sale de su tumba para contemplar las siluetas de las viviendas, torres y cúpulas de la ciudad dibujándose en el resplandor lunar.
Dice
la tradición toledana que en las noches de luna clara y luminosa, se
vislumbra una sombra flotando sobre ella y sus alrededores. Es el
espíritu del príncipe Abul-Walid que sale de su tumba para contemplar
las siluetas de las viviendas, torres y cúpulas de la ciudad
dibujándose en el resplandor lunar. Corría el año 1083 y reinaba en
Toledo Yahia Alkadir, nieto de Al-Mamum. Alfonso VI cercaba la ciudad
arrasando las campiñas, esperando que el hambre obligara a rendirse a
los musulmanes que defendían la plaza. Yahia recurrió al recuerdo de la
amistad del rey castellano con su padre, de los beneficios que de aquel
recibiera; se rebajó a ofrecerle tributo, un tanto gravoso para sus
arcas y sus posibilidades; pero nada de ello hizo ablandar el corazón
del «de la mano horadada», quien rechazaba todos los razonamientos y
ofertas que a cambio de abandonar el sitio pudieran hacérsele. Sólo
deseaba tomar la capital del reino moro de Toledo.
Yahia
acudió a los reyes moros amigos, manifestándoles las terribles
consecuencias que para el poder árabe tendría la caída de Toledo en
manos cristianas; pero sólo encontró apoyo en las taifas de Zaragoza y
Badajoz; sin embargo, la fortuna le volvía la espalda, pues el rey de
Zaragoza murió antes de poder llevar a cabo su proyecto de ayuda y el
de Badajoz murió también, después de ser derrotado por las tropas de
Alfonso, que le salieron al paso cuando se dirigía hacia Toledo. Yahia
no se resignaba a perder su reino y envió nuevos mensajeros al otro
lado del estrecho, al norte de África. Los reyes africanos escucharon
la angustiosa petición de ayuda que les enviaba su hermano de raza y
decidieron mandar primero un observador para, una vez conocida la
situación y las necesidades reales, determinar definitivamente la clase
y cantidad de ayuda necesaria que debían enviar.
La elección recayó sobre el joven príncipe y valiente guerrero
Abul-Walid. Llegó el príncipe africano a Toledo y fue recibido por
Yahia, quien aproximadamente tendría su misma edad, como se acoge al
que se piensa que es nuestra única salvación, como un náufrago se
agarra a una tabla que flota en medio del mar y no tiene otro sitio
donde asirse. Muy pronto se percató Abui de la gravedad de la situación.
Durante su estancia en Toledo se hicieron fiestas y torneos en su honor
y conoció a Sobeyha, hermana de su anfitrión. El amor prendió entre
ambos jóvenes y, en medio del dolor de la desgracia que les amenazaba,
una chispa de gozo llenaba aquellos sensibles corazones.
A Abul, su cabeza te decía que tenía que volver a su tierra para contar
a los reyes moros lo que había visto en Toledo y así cumplir con la
misión que le había traído aquí, pero su corazón le retenía en la
capital musulmana; no quería abandonar aquellos ojos negros como la
noche, aquel cutis de terciopelo, aquellas mejillas tan suaves como
pétalos de rosa; en una palabra, no quería abandonar a aquella princesa
de la que se había enamorado locamente. Al final pudo más su obligación
y no tuvo otro remedio que dejar Toledo, pero con la promesa de volver
pronto con la ayuda precisa y con la intención de contraer matrimonio
con Sobeyha.
Mientras Abul se hallaba en África reclutando gente y preparando todo
lo necesario para volver a Toledo en ayuda de su amigo Yahia y con el
más íntimo deseo de volver a ver a su amada, Alfonso Vi se apoderó de
la ciudad, que no pudo resistir por más tiempo. Yahia abandonó el lugar
que le vio nacer, pero no pudo llevarse con él a su hermana, pues
Sobeyha, no pudiendo resistir las penalidades del sitio y consumida por
la enfermedad, había muerto.Un antiguo esclavo, Abén, que servía a Sobeyha desde niña, no acompañó
en su proscripción a su señorYahia, sino que quedó en Toledo para
cumplir una misión que aquella le encomendó antes de morir: que
esperara la venida de Abul y saliera a recibirle y le dijera que había
muerto pensando en él, que había muerto esperándole. La caída de Toledo
en poder de los cristianos levantó un intenso clamor de ansiedad y
dolor en el mundo musulmán, que no se resignó a perderla así, sin más,
sin intentar su recuperación. No había pasado mucho tiempo cuando
apareció ante Toledo un numeroso y formidable ejército sarraceno venido
de África para socorrer a sus hermanos, sin saber que Yahia se había
rendido y la ciudad ya se hallaba bajo el poder del rey castellano. Era
Abul-Walid que, después de resolver graves asuntos en su país y
recuperarse de una larga y grave enfermedad, volvía para cumplir la
promesa que un día dio a quienes habían confiado en él. Pero en verdad,
lo que le había sostenido y ayudado a vencer todos los obstáculos, lo
que le había dado fuerzas para luchar y resistir las horas de
desesperación, había sido el recuerdo de su amada Sobeyha. Ansiaba
volver para explicar a sus amigos los motivos de su tardanza y así
disipar las dudas y sospechas que muy posiblemente habrían anidado en
sus corazones y para asegurar sobre su vacilante trono al nieto de
Al-Mamum y hacer su esposa a su hermana. Pero al llegar frente a
Toledo, las malas noticias llegaron a él: la ciudad ya no pertenecía a
su pueblo, los cristianos habían conseguido tomarla y sus pendones
estaban enarbolados en sus torreones y Abén, el esclavo negro al que
había conocido durante su estancia en Toledo, le comunicó la muerte de
Sobeyha y sus últimas palabras. El corazón de Abul se llenó de tristeza
al conocer lo sucedido a su amada por boca de aquel esclavo. Dejó caer
la cabeza sobre su pecho y dos lágrimas se escaparon de sus ojos,
rodaron por sus mejillas y regaron el suelo de su tienda; mas sacando
fuerzas de flaqueza se repuso y exclamó: -He venido a liberar vuestra
ciudad y cumpliré mi promesa. Quiero volver a pisar los lugares que
ella tanto amó y es mi deseo visitarla en la tumba donde duerme su
último sueño.
El ejército de Abul ocupó los alrededores de
Toledo, al otro lado del río, situándose donde hoy se asientan los
cigarralesy la Academia de Infantería.
El puesto de mando quedó instalado en la explanada que hay en las
escarpadas y rocosas laderas del cerro que mira frente a la ermita de
la Virgen del Valle. La tienda de Abul-Walid, con sus ricas sedas y
valiosos tapices, se colocó junto a la mayor peña que corona el cerro y
domina el paisaje. A ella subía todos los días y al atardecer se
sentaba allí arriba y permanecía absorto y pensativo hasta que las
tinieblas se apoderaban totalmente de la Tierra, mirando a la ciudad
que guardaba en su seno los restos de la infeliz princesa Sobeyha.
Dicen que muchas veces se le veía doblar la cabeza sobre el pecho y
llorar amargamente.
Estudiada con sus capitanes la estrategia que seguir para entrar en la
ciudad y elegido el mejor momento para ello, dispuso su ejército para
ejecutar lo acordado y arengó a sus tropas diciéndoles que estaba
dispuesto a no moverse de allí hasta que no cayera Toledo en su poder y
que no esperaba menos de ellos. Que Alá premiaría su esfuerzo y valor.
Los cristianos, desde los torreones y almenas de las murallas, veían
todos los días al príncipe moro de pie en la alta roca y las numerosas
tiendas y fogatas que cubrían todo el campo que se extendía ante su
vista. Todo ello les infundía un gran temor y más cuando no tenían
entre ellos a su rey Alfonso, quien un tiempo atrás había partido para
León a fin de resolver ciertos asuntos importantes que requerían su
presencia, y aunque le habían enviado mensajeros solicitando su ayuda,
estos no habían conseguido atravesar el campo enemigo; pero allí se
encontraba el Cid Campeador, a quien el rey había dejado al mando de la
guarnición en el alcázar, el cual se propuso sorprender al ejército de
Abul-Walid. Así, se adelantó a las intenciones enemigas y una noche, a
favor de la oscuridad, salió de Toledo al frente de un numeroso
ejército, atravesó sigilosamente el río y en un rápido despliegue dio
un «golpe de mano» que sorprendió a las tropas musulmanas, sembrando el
desorden en sus filas. Las sombras fueron sus más firmes aliadas,pues
los moros llegaron a pelearse entre sí.
Al llegar las primeras luces del día, los musulmanes se dieron cuenta
de su desastre y lo peor fue que encontraron a su rey muerto en la gran
peña que casi nunca abandonaba. Su cuerpo estaba cubierto de heridas,
muestra de que se había batido con valentía y una flecha había
atravesado su pecho y le había partido el corazón.
Los jefes que aún permanecían vivos en el bando agareno dispusieron que
no había posibilidad de reconducir la situación y que lo mejor que
podían hacer, para salvar las vidas de los que quedaban en pie, era
rendirse. Así lo hicieron. Se entrevistaron con el Cid, el cual accedió
a su petición, permitiendo que el resto del ejército sarraceno volviera
a su tierra. Asimismo permitió que se enterrase el cuerpo de Abul-Walid
bajo la roca, a fin de que se cumpliera su deseo de permanecer
eternamente en ese lugar para poder contemplar, aunque fuera de lejos,
la ciudad que acogía el cuerpo de su amada. Por eso, a esta roca que
domina las alturas del cerro del Valle se la conoce desde entonces como
la “Peña del rey moro”.
Pero la historia no acaba aquí. Al pie de la «peña» se pueden ver
varios peñascos que, colocados unos sobre otros y vistos desde una
posición determinada, figuran la cabeza de un hombre ceñida por un
turbante. La tradición toledana explica el hecho de la siguiente
manera: Partidos los restos del ejército moro y habiendo vuelto la
tranquilidad a la zona, el alma de Abul-Walid salía todas las noches de
su sepultura y se sentaba sobre la gran roca para contemplar la ciudad
donde yacía su amada. Al llegar el alba volvía a su tumba. Cierto día,
estando cercano el clarear de la aurora, pidió a Alá que le permitiera
permanecer allí constantemente y no le obligase a ocultarse en su
sepultura y el dios, viéndole tan desgraciado, le otorgó lo que pedía
convirtiéndole en piedra.
Alfonso V de León deseaba casar a su hermana con el Rey musulmán de la ciudad del Tajo. Grandes festejos y una importante razón de estado impulsaban esta boda, una de las más recordadas en la ciudad de Tulaytulah.
Recuperamos esta bonita leyenda de Toledo...
Vestidos los caballeros árabes de Toledo con sus mejores galas, y sus mujeres con las mejores joyas, el 29 de marzo de 1008 celebraban una gran fiesta. Era normal, pues su joven rey, Abdallah-ben-Abdellazzis, contraía matrimonio. Por fin su enlace iba a realizarse, habiendo sido proyectado hace ya algún tiempo, y los toledanos, que lo veían alegre, deseaban que tal buena nueva llegase pronto.
Además de suponer una buena ocasión para los festejos, también este enlace incluía importantes razones de estado para su realización, pues traía como dote la amistad del rey de León, y con ella el pago de antiguos servicios hechos por los musulmanes de Toledo a los cristianos leoneses.
Sin embargo, los pocos cristianos que habitaban en “Tolaitola”, gracias a la benevolencia de sus gobernantes, sentían la mayor de las tristezas, pues este enlace suponía algo que iba en contra de toda naturaleza y resquebrajaba la tradición más arraigada entre los monarcas castellanos.
Mientras el pueblo musulmán corría hacia la puerta vieja de Bisagra para esperar al gran cortejo que acompañaba a la joven desposada, los sacerdotes cristianos, en las pocas iglesias que habían permanecido fieles al culto cristiano en Toledo, rezaban a su Dios pidiendo por el terrible sacrilegio que se iba a realizar.
La joven princesa prometida a Abdallah no era infiel como él y su pueblo no adoraba a Allah como autor de todo lo creado y a Mahoma como su profeta. Pero Don Alfonso V de León tenía en poca estima las arraigadas creencias cristianas de Doña Teresa, que así se llamaba, y deseaba sacar el máximo provecho de la hermosura de su hermana. Para él esta unión no era un sacrilegio, sino que suponía una oportunidad de sellar una alianza con los musulmanes que facilitaría su dominio en las luchas intestinas que mermaban sus territorios cristianos. Era el precio a pagar para comprar el auxilio de Abdallah.
Fue el propio rey musulmán el que fijó el precio por esta alianza, en un viaje que realizó por tierras castellanas, y Alfonso se lo había concedido.
Al tener conocimiento del pacto para el enlace, Doña Teresa había dado a conocer su oposición y gran pesar, pero de poco sirvió su opinión, pues las razones de estado y la voluntad de su hermano se anteponían a su propia vida.
Así, algunos días antes de la fatídica fecha, había partido de León portando numerosos presentes para el Rey de Toledo y una gran comitiva que lentamente se acercaba a la ciudad.
Aquella mañana Abdallah había abandonado las murallas de su ciudad para salir al encuentro de su prometida, cerca de Olías, a dos leguas de Toledo.
Caía la tarde sobre Toledo.
Era la tarde prevista para las bodas de Abdallah con la infanta Teresa, y toda la corte musulmana, con los invitados venidos acompañando como cortejo a la infanta cristiana admiraban extasiados la increíble puesta de sol desde el valle de Avalen, hoy del Ángel, situado cerca de la Solanilla, en la orilla izquierda del Tajo. Éste era el lugar elegido para festejar un suntuoso banquete por la consecución del deseo más ardiente del monarca musulmán.
Muchas horas duraba ya el banquete y no había señales de que fuera a terminar. El ánimo de los leoneses caminaba de sorpresa en sorpresa. Hombres sencillos, que pasaban su vida guerreando de un lugar a otro de la geografía castellana, con lanza en mano y sobre caballo, ajenos a la vida de refinamiento y lujo de la corte toledana, consideraban el banquete con que Abdallah los festejaba como una serie continuada de maravillas. La profusión de manjares delicadísimos, la riqueza de las vajillas, el lujo que rebosaba en todas partes, los iba deslumbrando, incluso en ciertos momentos se creían en poder de los gnomos, esos misteriosos seres de las leyendas populares que algunos dicen habitan las orillas del Tajo, y que invitan a los hombres elegidos para admirar las increíbles maravillas que ocultan en sus cuevas.
Cada nuevo manjar era servido en una vajilla diferente, más rica siempre: de plata las primeras y de oro según pasaban las horas. No había dos que se pareciesen en los ricos adornos y en la forma, y según eran retiradas de la mesa por los servidores de palacio, eran arrojadas una tras otra a las tranquilas aguas del Tajo como cosa despreciable, y el río devoraba aquella lluvia tan copiosa de riqueza, perdiéndose en su oscuro fondo.
Mientras brindaban todos por la suerte de los novios, músicos ocultos en los álamos del río tañían toda clase de instrumentos, y hermosas mujeres danzaban alrededor de los allí presentes.
Y viendo que la fiesta terminaba, el rey se levantó, y dirigiéndose a un pabellón preparado, habló a todos los presentes: “os ofreceré un espectáculo digno de vuestra infanta y de vosotros: la pesca del oro”.
A una señal del monarca, varias barcas iluminadas y ricamente adornadas hendieron las aguas del tajo, y al compás de la música sacaron del fondo del río una ancha red que previamente habían colocado para que no se perdiesen las costosas vajillas que arrojaban sus servidores apenas eran retiradas de la mesa. Grandes vítores se alzaron entre los allí presentes y para corresponder a ellos cortésmente, el mismo rey ordenó que fuesen repartidas estas piezas entre sus invitados.
Viendo finalizada la fiesta, la infanta deseó despedirse de los caballeros y Obispos que la habían acompañado, y en lágrimas les pidió:
- Aconsejadme, padres míos; decidme qué debo hacer para romper este odioso yugo que es un sacrílego reto a Dios. ¿Habré yo de verme unida a un enemigo de mi religión para ser suya por toda la eternidad?
- Calmaos, hija. Le respondió uno de los más ancianos. Pues Dios en su sabiduría sabrá leer en vuestro corazón y tranquilizará vuestra conciencia. ¿Qué culpa tenéis vos de los desvaríos de vuestro hermano?
La infanta, temerosa ante su destino, pidió a los caballeros que reunieran los caballos y huyeran todos a toda prisa del lugar.
- La fuga es imposible. Estamos rodeados y vigilados sin cesar. Podríamos entablar una guerra que no conviene a nuestro señor…
El más anciano repitió de nuevo:
- ¿Quién sabe, hija mía, si la Providencia os reserva un alto papel en el mundo? Vos, por vuestro amor, obtenéis para los cristianos de este reino algunas concesiones que harán menos dura su vida. ¡Quien sabe! Quizás con vuestra fe podáis enseñar a vuestro esposo la senda verdadera e iniciarle en el cristianismo.
La infanta, viéndose ya sin salida alguna pidió la bendición y murmuró una oración.
A los pocos momentos, en ricas barcas engalanadas y al compás de la
música, volvió a Toledo la regia comitiva y entró en la ciudad entre
las aclamaciones de la multitud, que la acompañó hasta el palacio de
Abdallah, situado en las casas donde siglos más tarde se construyó el
Colegio de Santa Catalina.
Al llegar allí, Doña Teresa se despidió afectuosamente de los
caballeros leoneses que fueron aposentados en el mismo Alcázar, se
disolvió la multitud y cesaron las músicas y los cantos, y los dos
esposos se retiraron a sus aposentos.
Ya tarde, los nuevos esposos se recogieron a sus aposentos. Una vez cerrada la recia puerta del aposento, la infanta se arrodilló a los pies de Abdallah, y abrazando sus rodillas le dijo con la voz llorosa:
- Señor, el mandato de mi hermano, Rey de León, me arroja en vuestros brazos. Unidos ante los hombres nunca lo estaremos ante Dios. ¡Romped esta infamia! ¡Dejádme que vuelva a mi tierra!
El Rey de Toledo intenta en vano agasajar a la infanta con dulces palabras y promesas de vida inigualable en su reino, pero no lo consigue.
- Sólo hay una forma de que yo os ame, dijo la infanta.
Abdallah, viendo una luz tras estas palabras, abrió inmensamente los ojos, diciendo
- Decidme cuál es, y os juro vencer todos los obstáculos, por grandes que sean, que se opongan a éste fin. La vida de mis soldados, el oro de mis pueblos, todo es mío, y todo lo sacrifico por conquistar una sola mirada de esos ojos, una sola sonrisa de esos labios.
- Pues bien, respondió la princesa, sea una nuestra religión. Hacéos cristiano.
Retrocedió varios pasos Abdallah al oír tan inesperada proposición, pero reponiéndose de inmediato exclamó con voz grave:
- Lo que solicitáis es un imposible, y si fuera capaz de abrigar tal pensamiento, me hundiría este acero en el pecho para castigarme por mi cobardía.
Tras varios intentos en vano de doblegar la recia oposición de la joven, Abdallah se impacientaba, y visiblemente enojado, dio un paso más hacia delante, intentando agarrar fuertemente a la princesa, que no en vano, se resistía y gritó:
- ¡Dios de mis padres, protégeme!
En aquél momento se apagó la candela que iluminaba tenuemente la estancia y se oyó en el palacio un ruido espantoso, a la vez que todos los muros temblaban como agitados por una mano invisible.
La guardia de palacio rauda acudió a las habitaciones privadas del Rey, al que podían oír profiriendo unos gritos terribles. Cuando allí llegaron, la estancia estaba iluminada por un resplandor que los hizo retroceder y cubrirse los ojos.
En una esquina, la infanta arrodillada parecía que rezaba siguiendo con la vista la luz que procedía del techo. En el otro lado de la estancia, Abdallah, con los ojos a punto de salirse de las órbitas, tendido en el suelo, señalaba con el dedo un punto del espacio y ya sólo murmuraba con profundo terror:
- Allí, allí… Por allí han salido… ¡Siento aún el ruido de sus alas!
Al día siguiente, partía la comitiva cristiana hacia sus tierras. Con asombro de todo el pueblo, Doña Teresa marchaba con ellos.
En una carta manuscrita por el propio Abdallah para el Rey de León, afirmaba que comprendía, aunque tarde, que su unión con una princesa cristiana era imposible, y por lo tanto la devolvía a su hermano, reiterando su amistad y ofreciéndole su alianza.
El Rey acompañó a los cristianos hasta Olías. Esperó hasta que la comitiva se perdió en el horizonte, camino del norte. Tras esto, corrió a ocultarse en su alcázar de Toledo.
Dicen las crónicas que una semana después había muerto, debido a una enfermedad desconocida, que los más sabios médicos árabes y judíos no supieron definir.
Cuando llegó Doña Teresa a Oviedo, profesó en un convento, y murió en él siendo abadesa años más tarde, según consta en la inscripción de su sepultura, que aún se conserva:
“Este sepulcro cubre el sagrado cuerpo de Teresa, hija del rey Bermuda y la reina Elvira, nacida de claro linaje, y más ilustre por su santa vida, que tuvo conforme a su Regla. Imítala, si deseas ser bueno. Murió a los siete días de las calendas de Mayo en la feria quarta a la hora de media noche. Era M.LXXVII en la sexta edad del mundo. Concede, oh Cristo, perdón. Amen.”
"Las Tres Fechas" no es propiamente una leyenda. Aún así, Bécquer definió en este relato publicado en 1862 la magia que encierran la mayoría de las calles de la ciudad, y en la que se dice algo muy importante: «En nombre de los poetas y de los artistas, en nombre de los que sueñan y de los que estudian, se prohíbe a la civilización que toque a uno solo de estos ladrillos con su mano demoledora y prosaica.»
En una cartera de dibujo que conservo aún llena de ligeros apuntes, hechos durante algunas de mis excursiones semiartísticas a la ciudad de Toledo, hay escritas tres fechas.
Los sucesos de que guardan la memoria estos números son, hasta cierto punto, insignificantes. Sin embargo, con su recuerdo me he entretenido en formar algunas noches de insomnio una novela más o menos sentimental o sombría, según que mi imaginación se hallaba más o menos exaltada y propensa a ideas risueñas o terribles.
Si a la mañana siguiente de uno de estos nocturnos y extravagantes delirios hubiera podido escribir los extraños episodios de las historias imposibles que forjo antes que se cierren del todo mis párpados (historias cuyo vago desenlace flota, por último, indeciso, en ese punto que separa la vigilia del sueño), seguramente formarían un libro disparatado, pero original y acaso interesante.
No es eso lo que pretendo hacer ahora. Esas fantasías ligeras y, por decirlo así, impalpables, son, en cierto modo, como las mariposas, que no pueden cogerse en las manos sin que se quede entre los dedos el polvo de oro de sus alas.
Voy, pues, a limitarme a narrar brevemente los tres sucesos que suelen servir de epígrafe a los capítulos de mis soñadas novelas, los tres puntos aislados que yo suelo reunir en mi mente por medio de una serie de ideas, como con un hilo de luz; los tres temas, en fin, sobre que yo hago mil y mil variaciones, en las que pudiéramos llamar absurdas sinfonías de la imaginación.
Hay en Toledo una calle estrecha, torcida y oscura, que guarda tan fielmente la huella de las cien generaciones que en ella han habitado, que habla con tanta elocuencia a los ojos del artista y le revela tantos secretos puntos de afinidad entre las ideas y las costumbres de cada siglo, con la forma y el carácter especial impreso en sus obras más insignificantes, que yo cerraría sus entradas como una barrera y pondría sobre la barrera un tarjetón con este letrero:
«En nombre de los poetas y de los artistas, en nombre de los que sueñan y de los que estudian, se prohíbe a la civilización que toque a uno solo de estos ladrillos con su mano demoledora y prosaica.»
Da entrada a esta calle, por uno de sus extremos, un arco macizo, achatado y oscuro, que sostiene un pasadizo cubierto.
En su clave hay un escudo, roto ya y carcomido por la acción de los años, en el cual crece la hiedra, que, agitada con el aire, flota, sobre el casco que lo corona, como un penacho de plumas.
Debajo de la bóveda, y enclavado en el muro, se ve un retablo, con un lienzo ennegrecido e imposible de descifrar, marco dorado y churrigueresco, su farolillo pendiente de cordel y sus votos de cera.
Más allá de este arco, que baña con su sombra aquel lugar, dándole un tinte de misterio y tristeza indescriptible, se prolongan a ambos lados dos hileras de casas oscuras, desiguales y extrañas, cada cual de su forma, sus dimensiones y su color. Unas están construidas de piedras toscas y desiguales, sin más adorno que algunos blasones groseramente esculpidos sobre la portada; otras son de ladrillo, y tienen un arco árabe, que les sirve de ingreso; dos o tres ajimeces, abiertos al capricho en un paredón grietado, y un mirador que termina en una alta vela. Las hay con traza que no pertenece a ningún orden de arquitectura y que tienen, sin embargo, un remiendo de todas; que son un modelo acabado de un género especial y conocido, o una muestra curiosa de las extravagancias de un período del arte. Estas tienen un balcón de madera con un cobertizo disparatado; aquellas, una ventana gótica recientemente enlucida y con algunos tiestos de flores; las de más allá, unos pintorreados azulejos en el marco de la puerta, clavos enormes en los tableros y dos fustes de columnas, tal vez procedentes de un alcázar morisco, empotrados en el muro.
El palacio de un magnate, convertido en corral de vecindad; la casa de un alfaquí, habitada por un canónigo; una sinagoga judía, transformada en oratorio cristiano; un convento levantado sobre las ruinas de una mezquita árabe, de la que aún queda en pie la torre; mil extraños y pintorescos contrastes, mil y mil curiosas muestras de distintas razas, civilizaciones y épocas compendiadas, por decirlo así, en cien varas de terreno.
He aquí todo lo que se encuentra en esta calle, calle construida en muchos siglos, calle estrecha, deforme, oscura y con infinidad de revueltas, donde cada cual, al levantar su habitación, tomaba una saliente, dejaba un rincón o hacía un ángulo, con arreglo a su gusto, sin consultar el nivel, la altura ni la regularidad; calle rica en no calculadas combinaciones de líneas, con un verdadero lujo de detalles caprichosos, con tantos y tantos accidentes, que cada vez ofrece algo nuevo al que la estudia.
Cuando, por primera vez, fui a Toledo, mientras me ocupé en sacar algunos apuntes de San Juan de los Reyes, tenía precisión de atravesarla todas las tardes para dirigirme al convento desde la posada con honores de fonda en que me había hospedado.
Casi siempre la atravesaba de un extremo a otro, sin encontrar en ella una sola persona, sin que turbase su profundo silencio otro ruido que el ruido de mis pasos, sin que detrás de las celosías de un balcón, del cancel de una puerta o la rejilla de una ventana, viese, ni aun por casualidad, el arrugado rostro de una vieja curiosa o los ojos negros y rasgados de una muchacha toledana. Algunas veces me parecía cruzar por en medio de una ciudad desierta, abandonada por sus habitantes desde una época remota.
Una tarde, sin embargo, al pasar frente a un caserón antiquisimo y oscuro, en cuyos altos paredones se veían tres o cuatro ventanas de formas desiguales, repartidas sin orden ni concierto, me fijé casualmente en una de ellas. La formaba un gran arco ojival rodeado de un festón de hojas picadas y agudas. El arco estaba cerrado por un ligero tabique, recientemente construido y blanco como la nieve, en medio del cual se veía, como contenida en la primera, una pequeña ventana con su marco y sus hierros verdes, una maceta de campanillas azules, cuyos tallos subían a enredarse por entre las labores de granito, y unas vidrieras con sus cristales emplomados y su cortinilla de una tela blanca, ligera Y transparente.
Ya la ventana, de por sí, era digna de llamar la atención por su carácter; pero lo que más poderosamente contribuyó a que me fijase en ella fue el notar que, cuando volví la cabeza para mirarla, las cortinillas se habían levantado un momento para volver a caer, ocultando a mis ojos la persona que sin duda me miraba en aquel instante.
Seguí mi camino, preocupado con la idea de la ventana, o, mejor dicho, de la cortinilla, o, más claro todavía, de la mujer que la había levantado, porque, indudablemente, a aquella ventana tan poética, tan blanca, tan verde, tan llena de flores, sólo una mujer podía asomarse, y cuando digo una mujer, entiéndase que se supone joven y bonita.
Pasé otra tarde, pasé con el mismo cuidado, apreté los tacones, aturdiendo la silenciosa calle con el ruido de mis pasos, que repetían, respondiéndose, dos o tres ecos; miré a la ventana, y la cortinilla se volvió a levantar.
La verdad es que, realmente, detrás de ella no vi nada; pero, con la imaginación, me pareció descubrir un bulto: el bulto de una mujer, en efecto.
Aquel día me distraje dos o tres veces dibujando. Y pasé otros días, y siempre que pasaba, la cortinilla se levantaba de nuevo, permaneciendo así hasta que se perdía el ruido de mis pasos, y yo, desde lejos, volvía a ella, por última vez, los ojos.
Mis dibujos adelantaban poca cosa. En aquel claustro de San Juan de los Reyes, en aquel claustro tan misterioso y bañado en triste melancolía, sentado sobre el roto capitel de una columna, la cartera sobre las rodillas, el codo sobre la cartera y la frente entre las manos, al rumor del agua que corre allí con un murmullo incesante, al ruido de las hojas del agreste y abandonado jardín, que agitaba la brisa del crepúsculo, ¡cuánto no soñaría yo con aquella ventana y aquella mujer! ¡Qué historias imposibles no forjaría en mi mente! Yo la conocía. Ya sabía cómo se llamaba y hasta cuál era el color de sus ojos.
La miraba cruzar por los extensos y solitarios patios de la antiquísima casa, alegrándolos con su presencia, como el rayo del sol que dora unas ruinas. Otras veces, me parecía verla en un jardín, con unas tapias muy altas y muy oscuras, con unos árboles muy corpulentos y añosos, que debía haber allá, en el fondo de aquella especie de palacio gótico donde vivía; coger flores y sentarse sola en un banco de piedra, y allí, suspirar, mientras las deshojaba, pensando en... ¡Quién sabe! Acaso en mí. ¿Qué digo acaso? En mí, seguramente. ¡Oh! ¡Cuántos sueños, cuántas locuras, cuánta poesía, despertó en mi alma aquella ventana, nuentras permanecí en Toledo!...
Pero transcurrió el tiempo que había de permanecer en la ciudad. Un día, pesaroso y cabizbajo, guardé todos mis papeles en la cartera, me despedí del mundo de las quimeras y tomé un asiento en el coche para Madrid.
Antes de que se hubiera perdido en el horizonte la más alta de las torres de Toledo, saqué la cabeza por la portezuela para verla otra vez, y me acordé de la calle.
Tenía aún la cartera bajo el brazo, y al volverme a mi asiento, mientras doblábamos la colina que ocultó de repente la ciudad a mis ojos, saqué el lápiz y apunté una fecha. Es la primera de las tres, a la que yo le llamo la fecha de la ventana.
{flickr4j_photo id='532260254' size='2'} - Foto: esaufarelo en Flickr.com
Al cabo de algunos meses, volví a encontrar ocasión de marcharme de la corte por tres o cuatro días. Limpié el polvo de mi cartera de dibujo, me la puse bajo el brazo y, provisto de una mano de papel, media docena de lápices y unos cuantos napoleones, deplorando que aún no estuviese concluida la línea férrea, me encajoné en un vehículo para recorrer en sentido inverso los puntos en que tiene lugar la célebre comedia de Tirso Desde Toledo a Madrid.
Ya instalado en la histórica ciudad, me dediqué a visitar de nuevo los sitios que más me llamaron la atención en mi primer viaje, y algunos otros que aún no conocía sino de nombre.
Así dejé transcurrir, en largos y solitarios paseos por entre sus barrios más antiguos, la mayor parte del tiempo de que podía disponer para mi pequeña expedición artística, encontrando un verdadero placer en perderme en aquel confuso laberinto de callejones sin salida, calles estrechas, pasadizos oscuros y cuestas empinadas e impracticables.
Una tarde, la última que por entonces debía permanecer en Toledo, después de una de estas largas excursiones a través de lo desconocido, no sabré decir siquiera por qué calles llegué hasta una plaza grande, desierta, olvidada, al parecer, aun de los mismos moradores de la población y como escondida en uno de sus más apartados rincones.
La basura y los escombros arrojados de tiempo inmemorial en ella se habían identificado, por decirlo así, con el terreno, de tal modo, que éste ofrecía el aspecto quebrado y montuoso de una Suiza en miniatura. En las lomas y los barrancos formados por sus ondulaciones crecían a su sabor malvas de unas proporciones colosales, corros de gigantescas ortigas, matas rastreras de campanillas blancas, prados de esa yerba sin nombre, menuda, fina y de un verde oscuro, y meciéndose suavemente al leve soplo del aire, descollando como reyes entre todas las otras plantas parásitas, los poéticos al par que vulgares jaramagos, la verdadera flor de los yermos y las ruinas.
Diseminados por el suelo, medio enterrados unos, casi ocultos por las altas hierbas los otros, veíanse allí una infinidad de fragmentos de mil y mil cosas distintas, rotas y arrojadas en diferentes épocas a aquel lugar, donde iban formando capas en las cuales hubiera sido fácil seguir un curso de geología histórica.
Azulejos moriscos esmaltados de colores, trozos de columnas de mármol y de jaspe, pedazos de ladrillo de cien clases diversas, grandes sillares cubiertos de verdín y de musgo, astillas de madera ya casi hechas polvo, restos de antiguos artesonados, jirones de tela, tiras de cuero y otros cien y cien objetos sin forma ni nombre eran los que aparecían a primera vista a la superficie, llamando asimismo la atención y deslumbrando los ojos una miríada de chispas de luz derramadas sobre la verdura como un puñado de diamantes arrojados a granel, y que, examinadas de cerca, no eran otra cosa que pequeños fragmentos de vidrio, de pucheros, platos y vasijas que, refractando los rayos del sol, fingían todo un cielo de estrellas microscópicas y deslumbrantes.
Tal era el pavimento de aquella plaza, empedrada a trechos con pequeñas piedrecitas de varios matices formando labores, a trechos cubierta de grandes losas de pizarra, y en su mayor parte, según dejamos dicho, semejante a un jardín de plantas parásitas o a un prado yermo e inculto.
Los edificios que dibujaban su forma irregular no eran tampoco menos extraños y dignos de estudio.
Por un lado la cerraba una hilera de casucas oscuras y pequeñas con sus tejados dentellados de chimeneas, veletas y cobertizos, sus guardacantones de mármol sujetos a las esquinas con una anilla de hierro, sus balcones achatados o estrechos, sus ventanillos con tiestos de flores y su farol rodeado de una pared de alambre que defiende sus ahumados vidrios de las pedradas de los muchachos.
Otro frente lo constituía un paredón negruzco lleno de grietas y hendiduras, en donde algunos reptiles asomaban su cabeza de ojos pequeños y brillantes por entre las hojas de musgo. Un paredón altísimo, formado de gruesos sillares, sembrado de huecos de puertas y balcones tapiados con piedra y argamasa, y a uno de cuyos extremos se unía, formando ángulo con él, una tapia de ladrillos desconchada y llena de mechinales, manchada a trechos de tintas rojas, verdes o amarillentas y coronada de un bardal de heno seco, entre el cual corrían algunos tallos de enredadera.
Esto no era más, por decirlo así, que los bastidores de la extraña decoración que al penetrar en la plaza se presentó de improviso a mis ojos, cautivando mi ánimo o suspendiéndome durante algún tiempo, pues el verdadero punto culminante del panorama, el edificio que le daba el tono general, se veía alzarse en el fondo de la plaza, más caprichoso, más original, infinitamente más bello en su artístico desorden que todos los que se levantaban en su alrededor.
—¡He aquí lo que yo deseaba encontrar! —exclamé al verle.
Y sentándome en un pedrusco, colocando la cartera sobre mis rodillas y afilando un lápiz de madera me apercibí a trazar, aunque ligeramente, sus formas irregulares y estrambóticas para conservar por siempre su recuerdo.
Si yo pudiera pegar aquí con dos obleas el ligerísimo y mal trazado apunte que conservo de aquel sitio, imperfecto y todo como es, me ahorraría un cúmulo de palabras, dando a mis lectores una idea más aproximada de él que todas las descripciones imaginables.
Ya que no puede ser así, trataré de pintarlo del mejor modo posible, a fin de que, leyendo estos renglones, pueda formarse una idea remota, si no de sus infinitos detalles, al menos de la totalidad de su conjunto.
Figuraos un palacio árabe, con sus puertas en forma de herradura, sus muros engalanados con largas hileras de arcos que se cruzan cien y cien veces entre sí y corren sobre una franja de azulejos brillantes: aquí se ve el hueco de un ajimez partido en dos por un grupo de esbeltas columnas y encuadrado en un marco de labores menudas y caprichosas; allá se eleva una atalaya con su mirador ligero y airoso, su cubierta de tejas vidriadas, verdes y amarillas, y su aguda flecha de oro que se pierde en el vacío; más lejos se divisa la cúpula que cubre un gabinete pintado de oro y azul o las altas galerías cerradas con persianas verdes, que al descorrerse dejan ver los jardines con calles de arrayán, bosques de laureles y surtidores altísimos. Todo es original, todo armónico, aunque desordenado; todo deja entrever el lujo y las maravillas de su interior; todo deja adivinar el carácter y las costumbres de sus habitadores.
El opulento árabe que poseía este edificio lo abandona al fin. La acción de los años comienza a desmoronar sus paredes, a deslustrar los colores y a corroer hasta los mármoles. Un monarca castellano escoge entonces para su residencia aquel alcázar que se derrumba, y en este punto rompe un lienzo y abre un arco ojival y lo adorna con una cenefa de escudos, por entre los cuales se enrosca una guirnalda de hojas de cardo y de trébol; en aquel levanta un macizo torreón de sillería con sus saeteras estrechas y sus almenas puntiagudas; en el de más allá construye un ala de habitaciones altas y sombrías, en las cuales se ven, por una parte, trozos de alicatado reluciente; por otra, artesones oscurecidos, o un ajimez solo, o un arco de herradura ligero y puro, que da entrada a un salón gótico severo e imponente.
Pero llega el día en que el monarca abandona también aquel recinto, cediéndole a una comunidad de religiosas, y éstas, a su vez, fabrican de nuevo, añadiéndole otros rasgos a la ya extraña fisonomía del alcázar morisco. Cierran las ventanas con celosías; entre dos arcos árabes colocan el escudo de su religión esculpido en berroqueña; donde antes crecían tamarindos y laureles, plantan cipreses melancólicos y oscuros, y, aprovechando unos restos y levantando sobre otros, forman las combinaciones más pintorescas y extravagantes que pueden concebirse.
Sobre la portada de la iglesia, en donde se ven como envueltos en el crepúsculo misterioso en que los bañan las sombras de sus doseles, una andanada de santos, ángeles y vírgenes, a cuyos pies se retuercen, entre las hojas de acanto, sierpes, vestiglos y endriagos de piedra, se mira elevarse un minarete esbelto y afiligranado con labores moriscas; junto a las saeteras del murallón, cuyas almenas están ya rotas, ponen un retablo, y tapian los grandes huecos con tabiques cuajados de pequeños agujeritos y semejantes a una tabla de ajedrez; colocan cruces sobre todos los picos, y fabrican, por último, un campanario de espadaña con sus campanas, que tañen melancólicamente noche y día llamando a la oración, campanas que voltean al impulso de una mano invisible, campanas cuyos sonidos lejanos arrancan a veces lágrimas de involuntaria tristeza.
Después pasan los años y bañan con una veladura de un medio color oscuro todo el edificio, armonizan sus tintas y hacen brotar la hiedra en sus hendiduras.
Las cigüeñas cuelgan su nido en la veleta de la torre; los vencejos, en el ala de los tejados; las golondrinas, en los doseles de granito, y el búho y la lechuza escogen para su guarida los altos mechinales, desde donde en las noches tenebrosas asustan a las viejas crédulas y a los atemorizados chiquillos con el resplandor fosfórico de sus ojos redondos y sus silbos extraños y agudos.
Todas estas revoluciones, todas estas circunstancias especiales hubieran podido únicamente dar por resultado un edificio tan original, tan lleno de contrastes, de poesía y de recuerdos como el que aquella tarde se ofreció a mi vista y hoy he ensayado, aunque en vano, describir con palabras.
Ya lo había trazado en parte en una de las hojas de mi cartera; el sol doraba apenas las más altas agujas de la ciudad; la brisa del crepúsculo comenzaba a acariciar mi frente, cuando, absorto en las ideas que de improviso me habían asaltado al contemplar aquellos silenciosos restos de otras edades más poéticas que la material en que vivimos y nos ahogamos en pura prosa, dejé caer de mis manos el lápiz y abandoné el dibujo, recostándome en la pared que tenía a mis espaldas y entregándome por completo a los sueños de la imaginación. ¿Qué pensaba? No sé si sabré decirlo. Veía claramente sucederse las épocas y derrumbarse unos muros y levantarse otros. Veía a unos hombres, o mejor dicho, veía a unas mujeres dejar lugar a otras mujeres, y las primeras y las que venían después, convertirse en polvo y volar deshechas, llevando un soplo del viento la hermosura, hermosura que arrancaba suspiros secretos, que engendró pasiones y fue manantial de placeres. Luego... ¡Qué sé yo!... Todo confuso, muchas cosas revueltas, tocadores de encaje y de estuco con nubes de aroma y lechos de flores; celdas estrechas y sombrías con un reclinatorio y un crucifijo; al pie del crucifijo un libro abierto, y sobre el Ebro una calavera; salones severos y grandiosos cubiertos de tapices y adornados con trofeos de guerra, y muchas mujeres que cruzaban y volvían a cruzar ante mis ojos: monjas altas, pálidas y delgadas; odaliscas morenas con labios muy encarnados y ojos muy negros; damas de perfil puro, de continente altivo y andar majestuoso.
Todas estas cosas veía yo, y muchas más de esas que después de pensadas no pueden recordarse; de esas tan inmateriales que es imposible encerrar en el círculo estrecho de la palabra, cuando de pronto di un salto sobre mi asiento y, pasándome la mano por los ojos para convencerme de que no seguía soñando, incorporándome como movido de un resorte nervioso, fijé la mirada en uno de los altos miradores del convento.
Había visto, no me puede caber duda, la había visto perfectamente, una mano blanquísima que, saliendo por uno de los huecos de aquellos miradores de argamasa, semejantes a tableros de ajedrez, se había agitado varias veces, como saludándome con un signo mudo y cariñoso. Y me saludaba a mí, no era posible que me equivocase... Estaba solo, completamente solo en la plaza.
En balde esperé la noche clavado en aquel sitio y sin apartar un punto los ojos del mirador. Inútilmente volví muchas veces a ocupar la oscura piedra que me sirvió de asiento la tarde en que vi aparecer aquella mano misteriosa, objeto ya de mis ensueños de la noche y de mis delirios del día. No la volví a ver más...
Y llegó al fin la hora en que debía marcharme de Toledo, dejando allí como una carga inútil y ridícula todas las ilusiones que en su seno se habían levantado en mi mente. Torné a guardar los papeles en mi cartera con un suspiro; pero antes de guardarlos escribí otra fecha, la segunda, la que yo conozco por la fecha de la mano. Al escribirla miré un momento la anterior, la de la ventana, y no pude menos de sonreírme de mi locura.
Desde que tuvo lugar la extraña aventura que he referido hasta que volví a Toledo transcurrió cerca de un año, durante el cual no dejó de presentárseme a la imaginación su recuerdo; al principio a todas horas y con todos sus detalles; después, con menos frecuencia, y, por último, con tanta vaguedad, que yo mismo llegué a creer algunas veces que había sido juguete de una ilusión o de un sueño.
No obstante, apenas llegué a la ciudad que con tanta razón llaman algunos la Roma española, me asaltó nuevamente, y llena de él la memoria, salí preocupado a recorrer las calles, sin camino cierto, sin intención preconcebida de dirigirme a ningún punto fijo.
El día estaba triste, con esa tristeza que alcanza a todo lo que se oye, se ve y se siente. El cielo era color de plomo, y a su reflejo melancólico los edificios parecían más antiguos, más extraños y más oscuros. El aire gemía a lo largo de las revueltas y angostas calles, trayendo en sus ráfagas como notas perdidas de una sinfonía misteriosa, ya palabras ininteligibles, clamor de campanas o ecos de golpes profundos y lejanos. La atmósfera húmeda y fría helaba el rostro a su contacto, y hasta diríase que helaba el alma con su soplo glacial.
Anduve durante algunas horas por los barrios más apartados y desiertos absorto en mil confusas imaginaciones, y, contra mi costumbre, con la mirada vaga y perdida en el espacio sin que lograse llamar mi atención ni un detalle caprichoso de arquitectura, ni un monumento de orden desconocido, ni una obra de arte maravillosa y oculta. Ninguna cosa, en fin, de aquellas en cuyo examen minucioso me detenía a cada paso cuando sólo ocupaban mi mente ideas de arte y recuerdos históricos.
El cielo cerraba de cada vez más oscuro. El aire soplaba con más fuerza y más ruido, y había comenzado a caer en gotas menudas una lluvia de nieve deshecha, finísima y penetrante, cuando, sin saber por dónde, pues ignoraba aún el camino, y como llevado por un impulso al que no podía resistirme, impulso que me arrastraba misteriosamente al punto a que iban mis pensamientos, me encontré en la solitaria plaza que ya conocen mis lectores.
Al encontrarme en aquel lugar salí de la especie de letargo en que me hallaba sumido como si me hubiesen despertado de un sueño profundo con una violenta sacudida.
Tendí una mirada a mi alrededor. Todo estaba como yo lo dejé. Digo mal: estaba más triste. Ignoro si la oscuridad del cielo, la falta de verdura o el estado de mí espíritu era la causa de esta tristeza; pero la verdad es que desde el sentimiento que experimenté al contemplar aquellos lugares por la vez primera hasta el que me impresionó entonces, había toda la distancia que existe desde la melancolía a la amargura.
Contemplé por algunos instantes el sombrío convento, en aquella ocasión más sombrío que nunca a mis ojos; y ya me disponía a alejarme, cuando hirió mis oídos el son de una campana, una campana de voz cascada y sorda, que tocaba pausadamente, mientras le acompañaba, formando contraste con ella, una especie de esquiloncillo que comenzó a voltear de pronto con una rapidez y un tañido tan agudo y continuado, que parecía como acometido de un vértigo.
Nada más extraño que aquel edificio, cuya negra silueta se dibujaba sobre el cielo como la de una roca erizada de mil y mil picos caprichosos, hablando con sus lenguas de bronce por medio de las campanas, que parecían agitarse al impulso de seres invisibles, una como llorando con sollozos ahogados, la otra como riendo en carcajadas estridentes, semejantes a la risa de una mujer loca.
A intervalos, y confundidas con el atolondrador ruido de las campanas, creía percibir también notas confusas de un órgano y palabras de un cántico religioso y solemne.
Varié de idea, y en vez de alejarme de aquel lugar, llegué a la puerta del templo y pregunté a uno de los haraposos mendigos que había sentados en sus escalones de piedra:
—¿Qué hay aquí?
—Una toma de hábito —me contestó el pobre, interrumpiendo la oración que murmuraba entre dientes, para continuarla después, aunque no sin haber besado antes la moneda de cobre que puse en su mano al dirigirle mi pregunta.
Jamás había presenciado esta ceremonia; nunca había visto tampoco el interior de la iglesia del convento. Ambas consideraciones me impulsaron a penetrar en su recinto.
La iglesia era alta y oscura; formaban sus naves dos filas de pilares compuestos de columnas delgadas reunidas en un haz, que descansaban en una base ancha y octógona, y de cuya rica coronación de capiteles partían los arranques de las robustas ojivas. El altar mayor estaba colocado en el fondo, bajo una cúpula de estilo del renacimiento, cuajada de angelones con escudos, grifos cuyos remates fingían profusas hojarascas, cornisas con molduras y florones dorados, y dibujos caprichosos y elegantes. En torno a las naves se veían multitud de capillas oscuras, en el fondo de las cuales ardían algunas lámparas, semejantes a estrellas perdidas en el cielo de una noche oscura. Capillas de arquitectura árabe, gótica o churrigueresca: unas, cerradas con magníficas verjas de hierro; otras, con humildes barandales de madera; éstas, sumidas en las tinieblas, con una antigua tumba de mármol delante del altar; aquéllas, profusamente alumbradas con una imagen vestida de relumbrones y rodeada de votos de plata y cera con lacitos de cinta de colorines.
Contribuía a dar un carácter más misterioso a toda la iglesia, completamente armónica en su confusión y su desorden artístico con el resto del convento, la fantástica claridad que la iluminaba. De las lámparas de plata y cobre pendientes de las bóvedas, de las velas de los altares y de las estrechas ojivas y los ajimeces del muro partían rayos de luz de mil colores diversos: blancos, los que penetraban de la calle por algunas pequeñas claraboyas de cúpula; rojos, los que se desprendían de los cirios de los retablo verdes, azules y de otros cien matices diferentes, los que se abrí paso a través de los pintados vidrios de las rosetas. Todos est reflejos, insuficientes a inundar con la bastante claridad aque sagrado recinto, parecian como que luchaban confandiéndo entre sí en algunos puntos, mientras que otros los hacían destacar con una mancha luminosa y brillante sobre los fondos velados y oscuros de las capillas.
A pesar de la fiesta religiosa que allí tenía lugar, los fieles reunidos eran pocos. La ceremonia había comenzado hacía bastante tiempo y estaba a punto de concluir. Los sacerdotes que oficiaban en el altar mayor bajaban en aquel momento sus gradas cubiertas de alfombras, envueltos en una nube de incienso azulado que se mecía lentamente en el aire, para dirigirse al coro, en donde se oía a las religiosas entonar un salmo.
Yo también me encaminé hacia aquel sitio con el objeto de asomarme a las dobles rejas que lo separaban del templo. No sé; me pareció que había de conocer en la cara a la mujer de quien sólo había visto un instante la mano, y abriendo desmesuradamente los ojos y dilatando la pupila, como queriendo prestarla mayor fuerza y lucidez, la clavé en el fondo del coro. Afán inútil: a través de los cruzados hierros, muy poco o nada podía verse. Como unos fantasmas blancos y negros, que se movían entre las tinieblas, contra las que luchaba en vano el escaso resplandor de algunos cirios encendidos, una prolongada fila de sitiales altos y puntiagudos, coronados de doseles, bajo los que se adivinaban, veladas por la oscuridad, las confusas formas de las religiosas, vestidas de luengas ropas talares; un crucifijo alumbrado por cuatro velas, que se destacaba sobre el sombrío fondo del cuadro, como esos puntos de luz que en los lienzos de Rembrandt hacen más palpables las sombras: he aquí cuanto pude distinguir desde el lugar que ocupaba.
Los sacerdotes, cubiertos de sus capas pluviales bordadas de oro, precedidos de unos acólitos que conducían una cruz de plata y dos ciriales, y seguidos de otros que agitaban los incensarios, perfumando el ambiente, atravesando por en medio de los fieles, que besaban sus manos y las orlas de sus vestiduras, llegaron, al fin, a la reja del coro.
Hasta aquel momento no pude distinguir, entre las otras sombras confusas, cuál era la de la virgen que iba a consagrarse al Señor.
¿No habéis visto nunca en esos últimos instantes del crepúsculo de la noche levantarse de las aguas de un río, del haz de un pantano, de las olas del mar o de la profunda sima de una montaña un jirón de niebla que flota lentamente en el vacío, y, alternativamente, ya parece una mujer que se mueve y anda y vuela su traje al andar, ya un velo blanco prendido a la cabellera de alguna silfa invisible, ya un fantasma que se eleva en el aire, cubriendo sus huesos amarillos con un sudario sobre el que se cree ver dibujarse sus formas angulosas? Pues una alucinación de ese género experimenté yo al mirar adelantarse hacia la reja, como desasiéndose del fondo tenebroso del coro, aquella figura blanca, alta y ligerísima.
El rostro no se lo podía ver. Vino a colocarse perfectamente delante de las velas que alumbraban el crucifijo, y su resplandor, formando como un nimbo de luz alrededor de su cabeza, la hacían resaltar por oscuro, bañándola en una dudosa sombra.
Reinó un profundo silencio; todos los ojos se fijaron en ella, y comenzó la última parte de la ceremonia.
La abadesa, murmurando algunas palabras ininteligibles, palabras que a su vez repetían los sacerdotes con voz sorda y profunda, le arrancó de las sienes la corona de flores que la ceñía y la arrojó lejos de sí... ¡Pobres flores! Eran las últimas que había de ponerse aquella mujer, hermana de las flores, como todas las mujeres.
{flickr4j_photo id='519699886' size='2'} - Foto: gabillo en Flickr.com
Después la despojó del velo, y su rubia cabellera se derramó como una cascada de oro sobre sus espaldas y sus hombros, que sólo pudo cubrir un instante, porque en seguida comenzó a percibirse, en mitad del profundo silencio que reinaba entre los fieles, un chirrido metálico y agudo que crispaba los nervios, y la magnífica cabellera se desprendió de la frente que sombreaba, y rodaron por su seno y cayeron al suelo después aquellos rizos que el aire perfumado había besado tantas veces...
La abadesa tornó a murmurar las ininteligibles palabras; los sacerdotes las repitieron, y todo quedó de nuevo en silencio en la iglesia. Sólo de cuando en cuando se oían a lo lejos como unos, quejidos largos y temerosos. Era el viento que zumbaba estrellándose en los ángulos de las almenas y los torreones, y estremecía, al pasar, los vidrios de color de las ojivas.
Ella estaba inmóvil, inmóvil y pálida como una virgen de piedra arrancada del nicho de un claustro gótico.
Y la despojaron de las joyas que le cubrían los brazos y la garganta, y la desnudaron, por último, de su traje nupcial, aquel traje que parecía hecho para que un amante rompiera sus broches con mano trémula de emoción y cariño.
El esposo místico aguardaba a la esposa. ¿Dónde? Más allá de la muerte; abriendo, sin duda, la losa del sepulcro y llamándola a traspasarlo, como traspasa la esposa tímida el umbral del santuario de los amores nupciales, porque ella cayó al suelo desplomada como un cadáver. Las religiosas arrojaron, como si fuese tierra, sobre su cuerpo puñados de flores, entonando una salmodia tristísima; se alzó un murmullo de entre la multitud, y los sacerdotes, con sus voces profundas y huecas, comenzaron el oficio de difuntos, acompañados de esos instrumentos que parece que lloran, aumentando el hondo temor que inspiran de por sí las terribles palabras que pronuncian.
—¡De profundis clamavi ad Te! —decían las religiosas desde el fondo del coro con voces plañideras y dolientes.
—¡Dies irae, dies illa! —le contestaban los sacerdotes con eco atronador y profundo, Y en tanto, las campanas tañían lentamente tocando a muerto, y de campanada a campanada se oía vibrar el bronce con un zumbido extraño y lúgubre.
Yo estaba conmovido; no, conmovido no; aterrado. Creía presenciar una cosa sobrenatural, sentir como que me arrancaba algo preciso para mi vida, y que a mi alrededor se formaba vacío; pensaba que acababa de perder algo, como un padre, una madre o una mujer querida, y sentía ese inmenso desconsuelo que deja la muerte por donde pasa, desconsuelo sin nombre, que se puede pintar, y que sólo pueden concebir los que lo han sentido.
Aún estaba clavado en aquel lugar, con los ojos extraviados, temblorosos y fuera de mí, cuando la nueva religiosa se incorporó del suelo. La abadesa la vistió el hábito, las monjas tomaron en sus manos velas encendidas, y formando dos largas hileras la condujeron como en procesión hacia el fondo del coro.
Allí, entre las sombras, vi brillar un rayo de luz; era la puerta claustral que se había abierto. Al poner el pie en su dintel, la religiosa se volvió por la vez última hacia el altar. El resplandor de todas las luces la iluminó de pronto, y pude verle el rostro. Al mirarlo tuve que ahogar un grito. Yo conocía a aquella mujer: no la había visto nunca, pero la conocía de haberla contemplado en sueños; era uno de esos seres que adivina el alma o los recuerda acaso de otro mundo mejor, del que, al descender a éste, algunos no pierden del todo la memoria.
Di dos pasos adelante: quise llamarla, quise gritar; no sé; me acometió como un vértigo; pero en aquel instante la puerta claustral se cerró... para siempre. Se agitaron las campanillas, los sacerdotes alzaron un ¡Hosanna! 16, subieron por el aire nubes de incienso, el órgano arrojó un torrente de atronadora armonía por sus cien bocas de metal y las campanas de la torre comenzaron a repicar, volteando con una furia espantosa.
Aquella alegría loca y ruidosa me erizaba los cabellos. Volví los ojos a mi alrededor, buscando los padres, la familia, huérfanos de aquella mujer. No encontré a nadie.
—Tal vez era sola en el mundo —dije, y no pude contener una lágrima.
—¡Dios te dé en el claustro la felicidad que no te ha dado en mundo! —exclamó al mismo tiempo una vieja que estaba a mi lado, y sollozaba y gemía agarrada a la reja.
—¿La conoce usted? —le pregunté.
—¡Pobrecita! Sí, la conocía. Y la he visto nacer y se ha criado en mis brazos.
—Y ¿por qué profesa?
—Porque se vio sola en el mundo. Su padre y su madre murieron en el mismo día, del cólera, hace poco más de un año. Al verla huérfana y desvalida, el señor deán le dio el dote para que profesase; y ya veis... ¿Qué había de hacer?
—¿Y quién era ella?
—Hija del administrador del conde C***, al cual serví yo hasta su muerte.
-¿Dónde vivía?
Cuando oí el nombre de la calle, no pude contener una exclamación de sorpresa.
Un hilo de luz, ese hilo de luz que se extiende rápido como la idea y brilla en la oscuridad y la confusión de la mente, y reúne los puntos más distantes y los relaciona entre sí de un modo maravilloso, ató mis vagos recuerdos, y todo lo comprendí o creí comprenderlo.
Esta fecha, que no tiene nombre, no la escribí en ninguna parte. Digo mal: la llevo escrita en un sitio en que nadie más que la puede leer, y de donde no se borrará nunca.
Algunas veces, recordando estos sucesos; hoy mismo, al consignarlos aquí, me he preguntado: algún día, en esa hora misteriosa del crepúsculo, cuando el suspiro de la brisa de primavera, tibio y cargado de aromas, penetra hasta en el fondo de los más apartados retiros, llevando allí como una ráfaga recuerdos del mundo, sola, perdida en la penumbra de un claustro gótico, la mano en la mejilla, el codo apoyado en el alféizar de una ojiva, ¿habrá exhalado un suspiro alguna mujer al cruzar su imaginación la memoria de estas fechas? ¡Quién sabe!
¡Oh! Y si ha suspirado, ¿dónde estará ese suspiro?
No es una leyenda, en el sentido exacto del término, pero el XI Cuento narrado por Don Juan Manuel en "El Conde Lucanor" bien debe interesar a los toledanos, pues nos indica que ya desde 1335 es notable la fama de la ciudad como albergue de magos y nigromantes, y lugar al que muchos acuden a aprender las denominadas "artes toledanas" o "ciencias toledanas".
Cuento XI
Lo que sucedió a un deán de Santiago con don Illán, el mago de Toledo
Otro día hablaba el Conde Lucanor con Patronio y le dijo lo siguiente:
-Patronio, un hombre vino a pedirme que le ayudara en un asunto en que
me necesitaba, prometiéndome que él haría por mí cuanto me fuera más
provechoso y de mayor honra. Yo le empecé a ayudar en todo lo que pude.
Sin haber logrado aún lo que pretendía, pero pensando él que el asunto
estaba ya solucionado, le pedí que me ayudara en una cosa que me
convenía mucho, pero se excusó. Luego volví a pedirle su ayuda, y
nuevamente se negó, con un pretexto; y así hizo en todo lo que le pedí.
Pero aún no ha logrado lo que pretendía, ni lo podrá conseguir si yo no
le ayudo. Por la confianza que tengo en vos y en vuestra inteligencia,
os ruego que me aconsejéis lo que deba hacer.
-Señor conde -dijo Patronio-, para que en este asunto hagáis lo que se
debe, mucho me gustaría que supierais lo que ocurrió a un deán de
Santiago con don Illán, el mago que vivía en Toledo.
El conde le preguntó lo que había pasado.
-Señor conde -dijo Patronio-, en Santiago había un deán que deseaba
aprender el arte de la nigromancia y, como oyó decir que don Illán de
Toledo era el que más sabía en aquella época, se marchó a Toledo para
aprender con él aquella ciencia. Cuando llegó a Toledo, se dirigió a
casa de don Illán, a quien encontró leyendo en una cámara muy apartada.
Cuando lo vio entrar en su casa, don Illán lo recibió con mucha
cortesía y le dijo que no quería que le contase los motivos de su
venida hasta que hubiese comido y, para demostrarle su estima, lo
acomodó muy bien, le dio todo lo necesario y le hizo saber que se
alegraba mucho con su venida.
»Después de comer, quedaron solos ambos y el deán le explicó la razón
de su llegada, rogándole encarecidamente a don Illán que le enseñara
aquella ciencia, pues tenía deseos de conocerla a fondo. Don Illán le
dijo que si ya era deán y persona muy respetada, podría alcanzar más
altas dignidades en la Iglesia, y que quienes han prosperado mucho,
cuando consiguen todo lo que deseaban, suelen olvidar rápidamente los
favores que han recibido, por lo que recelaba que, cuando hubiese
aprendido con él aquella ciencia, no querría hacer lo que ahora le
prometía. Entonces el deán le aseguró que, por mucha dignidad que
alcanzara, no haría sino lo que él le mandase.
»Hablando de este y otros temas estuvieron desde que acabaron de
comer hasta que se hizo la hora de la cena. Cuando ya se pusieron de
acuerdo, dijo el mago al deán que aquella ciencia sólo se podía enseñar
en un lugar muy apartado y que por la noche le mostraría dónde había de
retirarse hasta que la aprendiera. Luego, cogiéndolo de la mano, lo
llevó a una sala y, cuando se quedaron solos, llamó a una criada, a la
que pidió que les preparase unas perdices para la cena, pero que no las
asara hasta que él se lo mandase.
»Después llamó al deán, se entraron los dos por una escalera de piedra
muy bien labrada y tanto bajaron que parecía que el río Tajo tenía que
pasar por encima de ellos. Al final de la escalera encontraron una
estancia muy amplia, así como un salón muy adornado, donde estaban los
libros y la sala de estudio en la que permanecerían. Una vez sentados,
y mientras ellos pensaban con qué libros habrían de comenzar, entraron
dos hombres por la puerta y dieron al deán una carta de su tío el
arzobispo en la que le comunicaba que estaba enfermo y que rápidamente
fuese a verlo si deseaba llegar antes de su muerte. Al deán esta
noticia le causó gran pesar, no sólo por la grave situación de su tío
sino también porque pensó que habría de abandonar aquellos estudios
apenas iniciados. Pero decidió no dejarlos tan pronto y envió una carta
a su tío, como respuesta a la que había recibido.
»Al cabo de tres o cuatro días, llegaron otros hombres a pie con una
carta para el deán en la que se le comunicaba la muerte de su tío el
arzobispo y la reunión que estaban celebrando en la catedral para
buscarle un sucesor, que todos creían que sería él con la ayuda de
Dios; y por esta razón no debía ir a la iglesia, pues sería mejor que
lo eligieran arzobispo mientras estaba fuera de la diócesis que no
presente en la catedral.
Y después de siete u ocho días, vinieron dos escuderos muy bien
vestidos, con armas y caballos, y cuando llegaron al deán le besaron la
mano y le enseñaron las cartas donde le decían que había sido elegido
arzobispo. Al enterarse, don Illán se dirigió al nuevo arzobispo y le
dijo que agradecía mucho a Dios que le hubieran llegado estas noticias
estando en su casa y que, pues Dios le había otorgado tan alta
dignidad, le rogaba que concediese su vacante como deán a un hijo
suyo. El nuevo arzobispo le pidió a don Illán que le permitiera otorgar
el deanazgo a un hermano suyo prometiéndole que daría otro cargo a su
hijo. Por eso pidió a don Illán que se fuese con su hijo a Santiago.
Don Illán dijo que lo haría así.
»Marcharon, pues, para Santiago, donde los recibieron con mucha pompa y
solemnidad. Cuando vivieron allí cierto tiempo, llegaron un día
enviados del papa con una carta para el arzobispo en la que le concedía
el obispado de Tolosa y le autorizaba, además, a dejar su arzobispado a
quien quisiera. Cuando se enteró don Illán, echándole en cara el olvido
de sus promesas, le pidió encarecidamente que se lo diese a su hijo,
pero el arzobispo le rogó que consintiera en otorgárselo a un tío suyo,
hermano de su padre. Don Illán contestó que, aunque era injusto, se
sometía a su voluntad con tal de que le prometiera otra dignidad. El
arzobispo volvió a prometerle que así sería y le pidió que él y su hijo
lo acompañasen a Tolosa.
»Cuando llegaron a Tolosa fueron muy bien recibidos por los condes y
por la nobleza de aquella tierra. Pasaron allí dos años, al cabo de los
cuales llegaron mensajeros del papa con cartas en las que le nombraba
cardenal y le decía que podía dejar el obispado de Tolosa a quien
quisiere. Entonces don Illán se dirigió a él y le dijo que, como tantas
veces había faltado a sus promesas, ya no debía poner más excusas para
dar aquella sede vacante a su hijo. Pero el cardenal le rogó que
consintiera en que otro tío suyo, anciano muy honrado y hermano de su
madre, fuese el nuevo obispo; y, como él ya era cardenal, le pedía que
lo acompañara a Roma, donde bien podría favorecerlo. Don Illán se quejó
mucho, pero accedió al ruego del nuevo cardenal y partió con él hacia
la corte romana.
»Cuando allí llegaron, fueron muy bien recibidos por los cardenales y
por la ciudad entera, donde vivieron mucho tiempo. Pero don Illán
seguía rogando casi a diario al cardenal para que diese algún beneficio
eclesiástico a su hijo, cosa que el cardenal excusaba.
»Murió el papa y todos los cardenales eligieron como nuevo papa a este
cardenal del que os hablo. Entonces, don Illán se dirigió al papa y le
dijo que ya no podía poner más excusas para cumplir lo que le había
prometido tanto tiempo atrás, contestándole el papa que no le apremiara
tanto pues siempre habría tiempo y forma de favorecerle. Don Illán
empezó a quejarse con amargura, recordándole también las promesas que
le había hecho y que nunca había cumplido, y también le dijo que ya se
lo esperaba desde la primera vez que hablaron; y que, pues había
alcanzado tan alta dignidad y seguía sin otorgar ningún privilegio, ya
no podía esperar de él ninguna merced. El papa, cuando oyó hablar así a
don Illán, se enfadó mucho y le contestó que, si seguía insistiendo, le
haría encarcelar por hereje y por mago, pues bien sabía él, que era el
papa, cómo en Toledo todos le tenían por sabio nigromante y que había
practicado la magia durante toda su vida.
»Al ver don Illán qué pobre recompensa recibía del papa, a pesar de
cuanto había hecho, se despidió de él, que ni siquiera le quiso dar
comida para el camino. Don Illán, entonces, le dijo al papa que, como
no tenía nada para comer, habría de echar mano a las perdices que había
mandado asar la noche que él llegó, y así llamó a su criada y le mandó
que asase las perdices.
»Cuando don Illán dijo esto, se encontró el papa en Toledo, como deán
de Santiago, tal y como estaba cuando allí llegó, siendo tan grande su
vergüenza que no supo qué decir para disculparse. Don Illán lo miró y
le dijo que bien podía marcharse, pues ya había comprobado lo que podía
esperar de él, y que daría por mal empleadas las perdices si lo
invitase a comer.
»Y vos, señor Conde Lucanor, pues veis que la persona a quien tanto
habéis ayudado no os lo agradece, no debéis esforzaros por él ni seguir
ayudándole, pues podéis esperar el mismo trato que recibió don Illán de
aquel deán de Santiago.
El conde pensó que era este un buen consejo, lo siguió y le fue muy bien.
Y como comprendió don Juan que el cuento era bueno, lo mandó poner en este libro e hizo los versos, que dicen así:
Cuanto más alto suba aquel a quien ayudéis,
menos apoyo os dará cuando lo necesitéis.
"Tiempo ha que en la noble mansión de doña Leonor el silencio es absoluto. Terminado el rosario, que pasa la propia dueña después de yantar de la noche, los criados, una vez apagadas las luces y escudriñados rincones, retíranse a su aposento a descansar."
Sigue leyendo... © Leyendas de Toledo
Hacia el siglo IV de nuestra era, la ciudad de Toledo, al igual que otras muchas regiones de los ya viejos territorios de la Europa continental estaba dominada por Roma. En estás áreas de dominación romana se imponían las leyes, costumbres y religión que el invasor y ganador de numerosas batallas traía consigo, en ocasiones sustituyendo la que en la zona había o bien tomando prestadas algunas de sus costumbres que hábilmente incorporaban al culto de los dioses paganos.
Por aquella época, Daciano era nombrado gobernador de los territorios de la península y una tarde llegó a Toledo, bien escoltado por su guardia romana. Como era costumbre, por la noche hubo una recepción en el Pretorio dado la importancia del personaje que llegaba a la ciudad, y patricios e importantes personalidades se dieron cita para agasajar al representante del emperador en Hispania.
Era la época en que los cristianos eran vistos como una amenaza para el poder romano, por lo que las persecuciones, encarcelamientos y asesinatos de éstos eran comunes. Daciano hizo público un edicto del pretor, ordenando que las iglesias fuesen destruidas, los libros sagrados requisados y quemados, y despojar a los cristianos de sus dignidades y bienes, condenándoles al suplicio. Todos aquellos que no reconocieran a los dioses oficiales de Roma serían devueltos a la esclavitud.
En no demasiado tiempo, la cárcel ciudadana, situada en el hoy denominado Paseo del Tránsito se fue llenando de prisioneros… Sobre ésta se alzaba, amenazante, la Roca Tarpeya, lugar de suplicio. Esta roca avanzaba sobre las oscuras mazmorras de la prisión, sobresaliendo en altura y de arriesgada forma sobre las aguas del Tajo, del que la separaba un amplio y pedregoso precipicio.
Desde antiguo, una leyenda de la ciudad de Roma nos cuenta cómo los romanos se atrincheraron en la fortaleza del capitolio para defenderse del ataque de los Sabinos, pueblo que habitaba entre el Tíber y los Apeninos. Tarpeya, la hija del guardián de la fortaleza, al enamorarse del rey sabino, Tito TAcio, decidió abrirle las puertas de la misma para poderse unir a él. Los sabinos, gente de honor no admitían la traición en ningún caso, por lo que nada más pisar la fortaleza del Capitolio mataron a la traidora Tarpeya aplastándola con el peso de sus escudos. En otras versiones de la misma leyenda, se dice que a Tarpeya la mataron los mismos romanos al verse traicionados arrojándola desde lo más alto de la fortaleza del Capitolio; roca desde la que se despeñaba a los traidores. En el presente, la citada roca todavía es conocida como la Roca Tarpeya, y en Toledo, también tenemos una.
Cuenta la leyenda toledana que una joven llamada Octavila, hija del carcelero mayor, enamorada de un joven cristiano llamado Cleonio, abrazó la religión cristiana a expensas de su amado. Se cuenta que hacia el 9 de diciembre del año 306 numerosos cristianos esperaban su hora final en las mazmorras de la cárcel toledana, incluyendo a Cleonio que había sido capturado y sentenciado a muerte siendo arrojado desde la Roca Tarpeya. Al amanecer, conducen a Cleonio por el patio de la prisión al encuentro con su fatal destino, cuando Octavila, sabiendo de esto espera allí a su amado. Narra la leyenda que Cleonio entrega en ese momento una pequeña cruz que llevaba escondida en la boca.
El joven cristiano, como tantos otros, fue conducido a lo alto de la roca y empujado al vacío por dos guardias romanos que vieron cómo este moría sin remedio al caer por el precipicio.
A partir de aquí varias versiones de la leyenda dan continuidad a la historia. En algunas nos cuentan que Octavia muere por la pérdida de su amado y su padre, carcelero romano descubre entre sus ropas la cruz entregada por Cleonio por lo que comprendiendo la injusticia cometida y la pérdida de su hija se convierte también al cristianismo y a su vez es ejecutado en Roca Tarpeya…
- Foto: Casacharly en Flickr.com
En otras versiones, no se hace referencia a la desgracia de Octavia y su padre, sino a la Santa toledana Leocadia, que el mismo día de la muerte de Cleonio fallecería en otra celda de la prisión toledana, que con sus dedos dejó grabada la señal de la cruz en las duras paredes de la roca de la prisión.
En la actualidad, podemos encontrar en esta zona de Toledo un jardín, en el que algunos sitúan la verdadera Casa de El Greco, no muy lejos del Museo Sefardí, y más exactamente, sobre la Roca Tarpeya, el escultor Victorio Macho construye en 1953 su casa y taller desde el que sobre el Tajo, se divisa una bella panorámica de una parte de los cigarrales de Toledo. A su muerte legó esta casa y toda su obra a la ciudad de Toledo, y allí se crea el museo que lleva su nombre, también conocido como Roca Tarpeya, inaugurado en 1967.
El alcázar toledano, que se alza sobre el cerro más alto dominando la ciudad, tiene su origen en una fortaleza musulmana que sirvió de residencia a los gobernadores de Toledo, entre ellos el ya citado en alguna otra leyenda "Al-Mamun", que tenía una hija llamada Casilda...
Santa Casilda o "Las Rosas de Santa Casilda"
El
alcázar toledano, que se alza sobre el cerro más alto dominando la
ciudad, tiene su origen en una fortaleza musulmana que sirvió de
residencia a los gobernadores de Toledo, entre ellos el ya citado en
alguna otra leyenda "Al-Mamun", que tenía una hija llamada Casilda.
Cada noche, cuando todo dormía o parecía dormir en el castillo, Casilda
se levantaba del lecho y, entreabriendo la puerta y las ventanas de su
aposento, escuchaba la muchacha los lamentos y gemidos que subían hasta
ella desde el foso. Desde muy niña había demostrado una gran
sensibilidad hacia las desgracias ajenas y moviéndose por el alcázar
había descubierto la dureza de la prisión y la trágica suerte de los
cautivos, en su mayoría cristianos capturados en las duras luchas
fronterizas del reino moro. En sus visitas a las mazmorras de la
fortaleza, no dudaba en curar las heridas de los prisioneros, llevarles
alimento y consolarles, mientras hablaba con ellos y se le despertaba
cierta curiosidad por aquella religión a la que dichos hombres no
renunciaban pese a sus penalidades.
Pronto llegó a oídos de su padre aquella actitud, muy criticada por los
nobles árabes, y muy enojado, intentando demostrar la inocencia de su
hija, pidió ser avisado la próxima vez que ésta visitara las mazmorras.
Un día en el que Casilda se acercaba a los sótanos del alcázar
ocultando alimentos en el delantal, su padre le salió al paso y le
preguntó qué hacía allí y qué escondía en el delantal.
La muchacha al principio se asustó mucho, pero enseguida recuperó la
serenidad y contestó que sólo eran flores para alegrar un poco aquellas
estancias. El padre le exigió que abriera entonces el delantal y así lo
hizo Casilda, apareciendo un gran ramo de rojas en su regazo.
El percance no pasó de ahí, pero la muchacha, muy impresionada por
aquel hecho portentoso, empezó a pensar en la conversión al
cristianismo, pero al poco tiempo comenzó a sufrir unas fuertes
hemorragias que la iban deteriorando. Los médicos de la corte no sabían
descubrir un remedio a sus dolores y como último recurso para salvar su
vida, se le aconsejó que acudiera tratarse con las aguas del lago de S.
Vicente, cerca de la villa de Briviesca, en pleno reino de Castilla.
Naturalmente, el rey musulmán no veía con agrado enviar a su hija a
tierras cristianas, pero ante el ultimátum de los médicos, dio su
permiso a Casilda para que emprendiera el viaje. En su destino fue bien
recibida por los cristianos y al poco tiempo los baños surtieron efecto
y la muchacha se curó.
Hacia el siglo IV de nuestra Era, Roma dominaba la península, y había designado como gobernador de las tierras en las que se asentaba la ciudad de Toletum a Publio Daciano. Vino a Hispania con el objetivo claro de perseguir y someter a los cristianos que no querían reconocer como su Dios al emperador. A los pocos días de su llegada el nuevo pretor mandó publicar un duro edicto colocando a los cristianos fuera de la ley y ordenando su persecución y encarcelamiento.
Se
iniciaron las persecuciones y fueron muchos los residentes en la Toledo
romana que fueron llevados a la cárcel situada en la “Roca Tarpeya”, donde, incomunicados, esperaban la hora de su muerte siendo arrojados por el precipicio que daba fin en el Tajo.
Poco a poco la “resistencia” cristiana a aceptar al Emperador y su religión fue decayendo en la ciudad, pero un buen día los espías de Daciano le informaron que una tierna joven, educada en el monasterio de las Hijas de Elías, llamada Leocadia (que significa mujer blanca) insistía en rezar al Dios cristiano y en hacer públicas muestras de su Fe. Capturada la joven y llevada a las mazmorras cercanas al Pretorio, agotaron los torturadores cuantas patrañas idearon para transformar su creencia a los deseos del Emperador. Viendo que esto no era posible, y que la joven no cejaba de invocar y rezar a su Dios, fue azotada cruelmente. Allí fue abandonada casi muerta.
Una noche de un 9 de diciembre entre los años 303 a 306, los centinelas de la cárcel, que se situaba en la zona próxima al actual Alcázar, y hasta no hace demasiado tiempo conocida como “de los Capuchinos”, sintieron un ruido sobrenatural y observaron una potente luz que provenía de la celda en la que había quedado abandonada la joven cristiana… Por temor, hasta la mañana siguiente no se acercaron a la mazmorra, donde sólo hallaron el rígido cuerpo de la joven Leocadia.
Dieron cuenta del suceso a Daciano, y éste ordenó que fuera el cadáver arrojado, como era costumbre en otras ciudades, detrás de un templo pagano en ruinas, que estaba situado en la Vega, cerca de la margen derecha del Tajo. Saliendo por la puerta más cercana al Anfiteatro, un carro portaba los restos de la joven mártir y llegando próximos al río, el cuerpo fue abandonado sin recibir sepultura alguna.
Una vez llegada la noche, un grupo de fieles toledanos, que aún resistían en secreto a su fe cristiana, habiendo visto cómo el cuerpo de la joven era arrojado tras el templo, se aproximaron al paraje para dar sepultura a los restos de Leocadia. Con algunas piedras levantaron un pequeño y disimulado mausoleo en el que durante largos años de dominio romano muchos se acercaban en las tinieblas de la noche a rezar por el alma de la joven virgen Leocadia, guardando en el recuerdo durante generaciones el lugar donde los restos fueron sepultados.
Años más tarde, ya reconocida la fe cristiana como parte del Imperio Romano tras el edicto de Milán dado por el emperador Constantino, se dedicó un templo en el mismo sitio en que fue sepultada, hacia el siglo IV, siendo el primero construido en esta capital, y hecho Basílica durante el período Visigodo bajo el reinado de Sisebuto hacia el 618, lugar en el que se celebraron los famosos Concilios de Toledo y en la que fueron enterrados los arzobispos de Toledo Eladio, Eugenio, Ildefonso y Julián.
También en el lugar donde Leocadia estuvo encarcelada y donde murió (en la parte baja del lado oriental del Alcázar) se levantó una iglesia que, renovada por Alfonso X, no ha llegado a nuestros días.
Los restos de Santa Leocadia sufrieron numerosas peripecias a lo largo de la historia*:
En el actual Paseo de Sán Cristóbal, aconteció uno de los episodios más oscuros y sangrientos de la historia Toledana, lo que se conoce como "Una noche toledana" (O "La Jornada del Foso")
Tiempos eran aquellos de descubrimientos y guerras para los hombres, de
soledades y lágrimas de ausencia para las mujeres. Italia, Flandes y
las Indias, eran lugares donde se cubría de gloria una juventud,
escribiendo historia y dibujando continentes con el filo de sus aceros
toledanos.
En tanto, las mujeres, sin comprender del todo las empresas en que se
empeñan sus esposos, hijos o prometidos, dedicaban muchas horas al rezo
por los que en remotos e ignorados paisajes hacían de su fe acicate
para sus conquistas.Entre las toledanas de entonces no era, en verdad,
quien menos oraciones elevaba a su Dios, la joven doña Soledad de
Vargas, hermosa doncella de noble familia y corazón lleno de ilusiones,
o por mejor decir, con una grandísima ilusión, dulce y torturante a la
par, en su alma ingenua y sencilla. Doña Sol estaba enamorada. El
duendecillo alado había disparado su perfumada saeta aquel día cuando,
apenas cumplidos los diecisiete años, tuvo la valentía de cortar la más
linda rosa que adornaba su balcón y arrojarla al jinete, curtido de
vientos y pólvoras extrañas, que al mando de su mesnada de bigotudos
soldados de los tercios, había hecho caracolear su corcel, mientras con
los ojos y los labios la dedicaba el más delicado requiebro.
Era él don García de Ocaña, alférez el más querido por su valor y
arrojo del ya famoso extremeño don Pedro de Valdivia; sus proezas en
Flandes le proporcionaron fama de ser uno de los mejores capitanes de
aquellos tercios, y aún el mismo Valdivia en varias ocasiones habíale
abrazado con lágrimas en los ojos, emocionado por su valentía.
Pocos días después de prometerse los dos jóvenes solemnemente ante
Nuestra Señora la Virgen María del Sagrario, don García hubo de partir
para lejanas tierras en pos del de Valdivia; las Indias, con sus
fabulosas fantasías y realidades, los llamaba para la supuesta gloria
de España.
Doña Sol quedó triste en su soledad, recordando con nostalgia las
escenas en que el amor, había transformado su alma de niña en alma de
mujer. Mas no era pesimista; guardaba en su corazón dos promesas: la de
que él la amaría siempre y la de que regresaría pronto. Candorosa, no
sabía que en amor las promesas son pavesas que apaga la distancia y
aventa el tiempo.
Y la distancia se interpuso y el tiempo transcurrió monótono. Pero doña
Sol confiaba y sabía esperar. Largos ratos dedicados a la oración en su
capilla particular acrecentaba su esperanza. Mas pasaron muchos meses y
nunca tuvo noticias. Verdad es que las comunicaciones con ultramar no
eran entonces muy rápidas, pero, ¿acaso no sería ya mucha la tardanza?
Pensó un día doña Sol que sus oraciones no eran eficaces, sin duda, por
exigirle poco sacrificio, ya que no le era menester salir de casa para
ante su altarcito, siempre exuberante de flores, postrarse a pedir por
el que lejos de ella estaba. Así, pues, aquella noche sigilosamente
salió por una puertecilla excusada, acompañada tan solo de doña Mencía,
dueña gruñona, como soltera vieja que era, y de un fiel escudero,
portador del indispensable farol y una larguísima tizona bajo la capa.
No fue largo el trayecto, porque en la misma calle, y no lejos del
palacio de la enamorada niña, había una hornacina, tenuemente alumbrada
por una lamparilla de aceite, donde se mostraba Nuestra Madre Dolorosa,
traspasada su amantísimo corazón por los puñales del dolor.
Y ante aquel cuadro de la Madre de Dios oró doña Sol con gran fervor,
mientras el frío y el miedo a ser descubierta allí a tales horas,
ponían temblores en sus miembros y lágrimas en sus ojos. .
A
la mañana siguiente supo, al fin, de su amado. Un fiel escudero traía
noticia de cuanta gloria estaba obteniendo don García en las lejanas y
nuevas tierras bañadas por el mar Pacífico, así como la certeza de que
tan pronto se diera cima acierta empresa que se preparaba contra los
araucanos, su señor regresaría a España para hacer su esposa a doña
Sol. Gracias muchas dio nuestra doncella al Altísimo por haber
escuchado sus ruegos por intermedio de su Santísima Madre, y desde
aquel día la hornacina de la Dolorosa vióse cuidada con esmero y
adornada con las más lindas flores que doña Sol podía encontrar; aceite
tampoco faltó a la antes mortecina lamparilla; ni faltaron lo que sin
duda más agradaba a María Dolorosa; los rezos fervientes que todas las
noches, ya hora desusada, elevaba nuestra enamorada niña ante aquel
enrejado altarcito.Mas llegaron días en que la devoción era vencida por
el sueño de la joven, quien antes de terminar los quince Misterios de
su Rosario, quedaba dormida sobre su silla de tijera, hasta que doña
Mencía columbraba que el rezo no concluía con la prontitud deseada, y
acudía a despertarla.
Gran pesar produjeron estas modorras a la joven, que creyó ver en ello
señal de su poca devoción cuando pedía por lo que más deseaba. Así
pues, dio orden a la dueña para que todas aquellas noches en las que el
sueño interrumpiera su oración la despertara, clavándole sin piedad, un
alfiler.
Ni que decir se tiene que doña Mencía, a quien iban hartando las
saliditas a hora tan intempestiva, obedecía a su ama demasiado al pie
de la letra; y si despertar pocas veces es agradable, a doña Sol le
debía parecer mucho menos, a juzgar por el grito que ahogaba al sentir
en sus carnes la pequeña puñalada; pero, dando las gracias a la dueña,
seguía rezando hasta terminar su Rosario; luego, introducía el alfiler
por entre los barrotes de la reja, dejándolo allí a modo de ofrenda a
la Dolorosa.
Y así se sucedieron las noches y así aumentaron las ofrendas, hasta que
Dios, sin duda, apiadado de la enamorada muchacha, hizo regresar a don
García antes de que la buena de la dueña dejara a su ama hecha un
acerico estropeado. Nuestros jóvenes casaron, y se sabe fueron muy
felices el resto de su vida, y en verdad que bien ganado lo tenían,
pues si gloriosas cicatrices hubo él en Italia, Flandes y contra las
huestes de Caupolicán, no menos numerosas ni sufridas con mayor
entusiasmo hubo ella mientras esperaba su regreso.