Descripción del sitio
Era el tiempo en que el ejército francés de Napoleón había tomado
Toledo (1808-1812) y tal cantidad de soldados acampaban en la plaza que
tuvieron que coger todo tipo de edificios, sin reparar en su clase, uso
o destino. Lleno el alcázar, empezaron a «habitar» todos los conventos
e iglesias de la ciudad.
Fue una noche, a hora ya muy avanzada, cuando llegaron a Toledo unos
cien dragones a caballo que, rompiendo el silencio de la ciudad con el
chocar de los cascos de sus corceles en el empedrado y el sonido
metálico de su armamento, llegaron hasta la plaza de Zocodover. El
oficial que mandaba la fuerza era joven. Al llegar a la plaza fue
atendido por otro que, después de cuadrarse y saludarle militarmente,
se dispuso a acomodar a la tropa en el lugar que le habían asignado.
Al conocer el capitán el sitio donde iban a ser acomodados, puso
algunos reparos, pero su compatriota, que era sargento aposentador, le
hizo los cargos de que en el alcázar ya no cabía más gente y que en las
celdas de los frailes de San Juan de los Reyes dormían quince húsares
en cada una. Trató de convencerle de que el convento al que le habían
destinado era bueno y la parte de la iglesia estaba prácticamente libre
para meter los caballos.
Siguieron tropa y capitán al aposentador por las estrechas y oscuras
calles de la ciudad, guiados por un pequeño farol que éste portaba.
Después de un corto paseo, llegaron hasta la iglesia, que se encontraba
completamente desmantelada. En pocos momentos y debido al cansancio que
traía la tropa, fueron acomodándose, dejando atados los caballos dentro
M local.
A la luz del farolillo podía verse el estado de la iglesia, con sus
hornacinas vacías de imágenes. Podían adivinarse, más que distinguirse,
en sus paredes, algunos retablos. Había también losas con
inscripciones, citando los nombres de los allí enterrados; pero lo que
verdaderamente destacaba en todo este conjunto de¡ ruinoso y
desmantelado edificio, eran las estatuas de mármol blanco, como albos
fantasmas, que, unas tendidas y otras postradas de rodillas, se
hallaban sobre los mausoleos de los muertos y en este lugar enterrados.
La jornada había sido larga, habían recorrido catorce leguas a caballo
y el cansancio pudo más que la precariedad M alojamiento, por lo que al
poco tiempo se dejaron de oír las protestas de la soldadesca, que como
pudo se acomodó y, poco a poco, el silencio se fue apoderando del
improvisado cuartel.
Al día siguiente, nuestro capitán era esperado por algunos compañeros
de promoción que, conociendo su llegada, le habían mandado aviso de que
le aguardaban para saludarle en la plaza de Zocodover. El encuentro fue
muy agradable, pues hacía tiempo que no se veían. Después de fuertes
abrazos y cariñosos saludos se habló de todo; pero lo más acuciante e
importante para los que ya llevaban tiempo en Toledo, eran las noticias
que traía el recién llegado de su patria. Así siguió la conversación
hasta que uno de ellos, en tono de broma, preguntó a nuestro capitán,
qué tal había dormido en su «alojamiento», a lo que contestó éste que
no había podido dormir demasiado, pero que el insomnio junto a una
bonita mujer había sido más llevadero.
Sus interlocutores no daban crédito a lo que acababan de oír. Estaba
recién llegado y ya había tenido una aventura amorosa... Solicitaron
más información sobre lo acontecido y el narrador les contó que fue
despertado de manera brusca por el ruidoso sonar de la campana gorda de
la catedral y de que, en ese momento, se había acordado M campanero y
de toda su familia. Pasado el susto, intentó recuperar el sueño perdido
y fue entonces cuando, ante sus ojos, se encontró con la figura de una
mujer arrodillada, iluminada su figura por la escasa luz que de la luna
penetraba en el templo.
Sus amigos le miraron entre incrédulos y asombrados, pero él continuó
con su relato, diciéndoles que no se podían imaginario que ante sus
ojos se había aparecido: era una joven de una belleza incomparable, con
las facciones llenas de dulzura. Su ademán era reposado y noble y su
blanco traje componía una perfecta sintonía con la palidez de su
rostro. Por un momento, comentó, pensó que era una alucinación,
producto del cansancio M camino, pero no, ella estaba allí, y
permanecía inmóvil ante él, como si no fuera una criatura humana.
Uno de sus camaradas, que tomaba el relato a broma, fingió que se
hallaba vivamente interesado y le preguntó si le había hablado. El
capitán respondió que no se había determinado a hablarle porque estaba
seguro de que ella ni le veía ni le habría oído en caso de dirigirle la
palabra. El mismo amigo le inquirió si es que era muda, ciega o sorda.
A esto le contestó que era todo eso a la vez, pues se estaba refiriendo
a una estatua de mármol.
Al oír el final de la aventura, soltaron todos fuertes carcajadas y uno
de ellos dijo que de ese género tenía él bastantes en su aposento de
San Juan de los Reyes. Pero el recién llegado le contestó que nunca
serían como la suya, que se trataba de una dama castellana que, en
virtud de la habilidad del escultor, parecía tener vida.
Siguiendo la broma, uno de los contertulios pidió que les fuera
presentada la belleza en cuestión, haciendo la salvedad burlona de, si
no había celos de por medio.
El capitán les contó entonces que junto a la dama estaba la estatua,
también en mármol de un guerrero que parecía estar tan vivo como ella y
que sin duda pensaba que debía ser su esposo. También manifestó entre
bromas y veras si no le tomaran por loco ya le habría destrozado.
Las carcajadas continuaron saliendo sonoras y vivaces de sus gargantas
y por fin, decidieron visitar y ser presentados a la dama en cuestión.
Quedaron emplazados para esa misma noche. Se reunirían en esta misma
plaza para, desde aquí, con algunas viandas y buen vino francés,
dirigirse a la iglesia, donde celebrarían una pequeña fiesta en honor
de la hermosa joven de mármol.
Llegada la hora y allegados todos, marcharon en dirección a la iglesia
donde su amigo se alojaba. Una vez en ella, fueron recibidos por éste
que les esperaba en la puerta. Penetraron en el templo que se
encontraba totalmente a oscuras, por lo que el capitán mandó a su
asistente que hiciera una gran fogata que, al mismo tiempo de
iluminarles les proporcionaría calor, pues el ambiente era algo fío. El
fuego fue encendido con parte de las puertas de la iglesia y trozos de
sillas del coro y al poco iluminó la estancia a la vez que la hacía más
placentera.
Lo primero que hicieron fue abrir unas botellas y tomar unos tragos que
les fueron calentando por dentro. Al poco pasaron al lugar que ocupaba
la tumba donde, con toda clase de reverencias exageradamente burlescas,
fueron presentados por el capitán a la dama. Al verla, todos
coincidieron en que se trataba de una bella mujer y que la pena era que
fuese de mármol, reconociendo que si el parecido de la efigie era fiel
al original, hubo de ser una de las mujeres más hermosas de su tiempo.
Los compañeros le preguntaron si conocía el nombre de la joven y él
contestó que por la inscripción que había en el mausoleo, se trataba de
doña Elvira de Castañeda y de su marido don Pedro López de Ayala, que
luchó con el Gran Capitán en Italia.
La fiesta continuó cada vez más animada, destapando botellas y más
botellas que eran trasegadas por los concurrentes y que al quedar
vacías eran arrojadas contra paredes y retablos. Pero, mientras sus
compañeros cantaban y disparataban gracias al alcohol ingerido, nuestro
capitán permanecía en silencio, sin apartar su mirada de la estatua de
doña Elvira.
Los amigos se dirigieron a él y le hicieron brindar. Entonces,
levantando su copa frente a la estatua del guerrero arrodillado junto a
la mujer, le espetó que brindaba por su emperador que le había dado la
ocasión de venir a Toledo a cortejar a su mujer en su tumba. Se brindó
por ello y el capitán, balanceándose, se llegó hasta el sepulcro y
bebiendo un sorbo, expulsó el vino que guardaba en su boca y lo derramó
sobre la cara del mudo guerrero. Hecho esto, se acercó a la estatua de
la mujer exclamando que sólo un beso suyo le calmaría el ardor que le
consumía.
Esto le fue censurado por todos sus amigos, que de alguna forma estaban
asustados por el comportamiento de su compañero, diciéndole que dejara
en paz a los muertos. El joven no hizo caso y tambaleándose, como pudo
se llegó a la estatua y se dispuso a abrazarla y darle un beso. Pero al
tender los brazos, un grito de terror inundó la estancia. Había caído
desplomado a los pies del sepulcro echando sangre por nariz y boca. Los
oficiales, sorprendidos ante lo que vieron, quedaron inmovilizados sin
poder dar un paso para socorrerle. En el momento en que su camarada
intentó acercar sus labios ardientes a los de doña Elvira, habían visto
al inmóvil guerrero que tenía a su lado levantar la mano y derribarlo
de una tremenda bofetada con su guante de piedra.