Cuento XI
Lo que sucedió a un deán de Santiago con don Illán, el mago de Toledo
Otro día hablaba el Conde Lucanor con Patronio y le dijo lo siguiente:
-Patronio, un hombre vino a pedirme que le ayudara en un asunto en que
me necesitaba, prometiéndome que él haría por mí cuanto me fuera más
provechoso y de mayor honra. Yo le empecé a ayudar en todo lo que pude.
Sin haber logrado aún lo que pretendía, pero pensando él que el asunto
estaba ya solucionado, le pedí que me ayudara en una cosa que me
convenía mucho, pero se excusó. Luego volví a pedirle su ayuda, y
nuevamente se negó, con un pretexto; y así hizo en todo lo que le pedí.
Pero aún no ha logrado lo que pretendía, ni lo podrá conseguir si yo no
le ayudo. Por la confianza que tengo en vos y en vuestra inteligencia,
os ruego que me aconsejéis lo que deba hacer.
-Señor conde -dijo Patronio-, para que en este asunto hagáis lo que se
debe, mucho me gustaría que supierais lo que ocurrió a un deán de
Santiago con don Illán, el mago que vivía en Toledo.
El conde le preguntó lo que había pasado.
-Señor conde -dijo Patronio-, en Santiago había un deán que deseaba
aprender el arte de la nigromancia y, como oyó decir que don Illán de
Toledo era el que más sabía en aquella época, se marchó a Toledo para
aprender con él aquella ciencia. Cuando llegó a Toledo, se dirigió a
casa de don Illán, a quien encontró leyendo en una cámara muy apartada.
Cuando lo vio entrar en su casa, don Illán lo recibió con mucha
cortesía y le dijo que no quería que le contase los motivos de su
venida hasta que hubiese comido y, para demostrarle su estima, lo
acomodó muy bien, le dio todo lo necesario y le hizo saber que se
alegraba mucho con su venida.
»Después de comer, quedaron solos ambos y el deán le explicó la razón
de su llegada, rogándole encarecidamente a don Illán que le enseñara
aquella ciencia, pues tenía deseos de conocerla a fondo. Don Illán le
dijo que si ya era deán y persona muy respetada, podría alcanzar más
altas dignidades en la Iglesia, y que quienes han prosperado mucho,
cuando consiguen todo lo que deseaban, suelen olvidar rápidamente los
favores que han recibido, por lo que recelaba que, cuando hubiese
aprendido con él aquella ciencia, no querría hacer lo que ahora le
prometía. Entonces el deán le aseguró que, por mucha dignidad que
alcanzara, no haría sino lo que él le mandase.
»Hablando de este y otros temas estuvieron desde que acabaron de
comer hasta que se hizo la hora de la cena. Cuando ya se pusieron de
acuerdo, dijo el mago al deán que aquella ciencia sólo se podía enseñar
en un lugar muy apartado y que por la noche le mostraría dónde había de
retirarse hasta que la aprendiera. Luego, cogiéndolo de la mano, lo
llevó a una sala y, cuando se quedaron solos, llamó a una criada, a la
que pidió que les preparase unas perdices para la cena, pero que no las
asara hasta que él se lo mandase.
»Después llamó al deán, se entraron los dos por una escalera de piedra
muy bien labrada y tanto bajaron que parecía que el río Tajo tenía que
pasar por encima de ellos. Al final de la escalera encontraron una
estancia muy amplia, así como un salón muy adornado, donde estaban los
libros y la sala de estudio en la que permanecerían. Una vez sentados,
y mientras ellos pensaban con qué libros habrían de comenzar, entraron
dos hombres por la puerta y dieron al deán una carta de su tío el
arzobispo en la que le comunicaba que estaba enfermo y que rápidamente
fuese a verlo si deseaba llegar antes de su muerte. Al deán esta
noticia le causó gran pesar, no sólo por la grave situación de su tío
sino también porque pensó que habría de abandonar aquellos estudios
apenas iniciados. Pero decidió no dejarlos tan pronto y envió una carta
a su tío, como respuesta a la que había recibido.
»Al cabo de tres o cuatro días, llegaron otros hombres a pie con una
carta para el deán en la que se le comunicaba la muerte de su tío el
arzobispo y la reunión que estaban celebrando en la catedral para
buscarle un sucesor, que todos creían que sería él con la ayuda de
Dios; y por esta razón no debía ir a la iglesia, pues sería mejor que
lo eligieran arzobispo mientras estaba fuera de la diócesis que no
presente en la catedral.
Y después de siete u ocho días, vinieron dos escuderos muy bien
vestidos, con armas y caballos, y cuando llegaron al deán le besaron la
mano y le enseñaron las cartas donde le decían que había sido elegido
arzobispo. Al enterarse, don Illán se dirigió al nuevo arzobispo y le
dijo que agradecía mucho a Dios que le hubieran llegado estas noticias
estando en su casa y que, pues Dios le había otorgado tan alta
dignidad, le rogaba que concediese su vacante como deán a un hijo
suyo. El nuevo arzobispo le pidió a don Illán que le permitiera otorgar
el deanazgo a un hermano suyo prometiéndole que daría otro cargo a su
hijo. Por eso pidió a don Illán que se fuese con su hijo a Santiago.
Don Illán dijo que lo haría así.
»Marcharon, pues, para Santiago, donde los recibieron con mucha pompa y
solemnidad. Cuando vivieron allí cierto tiempo, llegaron un día
enviados del papa con una carta para el arzobispo en la que le concedía
el obispado de Tolosa y le autorizaba, además, a dejar su arzobispado a
quien quisiera. Cuando se enteró don Illán, echándole en cara el olvido
de sus promesas, le pidió encarecidamente que se lo diese a su hijo,
pero el arzobispo le rogó que consintiera en otorgárselo a un tío suyo,
hermano de su padre. Don Illán contestó que, aunque era injusto, se
sometía a su voluntad con tal de que le prometiera otra dignidad. El
arzobispo volvió a prometerle que así sería y le pidió que él y su hijo
lo acompañasen a Tolosa.
»Cuando llegaron a Tolosa fueron muy bien recibidos por los condes y
por la nobleza de aquella tierra. Pasaron allí dos años, al cabo de los
cuales llegaron mensajeros del papa con cartas en las que le nombraba
cardenal y le decía que podía dejar el obispado de Tolosa a quien
quisiere. Entonces don Illán se dirigió a él y le dijo que, como tantas
veces había faltado a sus promesas, ya no debía poner más excusas para
dar aquella sede vacante a su hijo. Pero el cardenal le rogó que
consintiera en que otro tío suyo, anciano muy honrado y hermano de su
madre, fuese el nuevo obispo; y, como él ya era cardenal, le pedía que
lo acompañara a Roma, donde bien podría favorecerlo. Don Illán se quejó
mucho, pero accedió al ruego del nuevo cardenal y partió con él hacia
la corte romana.
»Cuando allí llegaron, fueron muy bien recibidos por los cardenales y
por la ciudad entera, donde vivieron mucho tiempo. Pero don Illán
seguía rogando casi a diario al cardenal para que diese algún beneficio
eclesiástico a su hijo, cosa que el cardenal excusaba.
»Murió el papa y todos los cardenales eligieron como nuevo papa a este
cardenal del que os hablo. Entonces, don Illán se dirigió al papa y le
dijo que ya no podía poner más excusas para cumplir lo que le había
prometido tanto tiempo atrás, contestándole el papa que no le apremiara
tanto pues siempre habría tiempo y forma de favorecerle. Don Illán
empezó a quejarse con amargura, recordándole también las promesas que
le había hecho y que nunca había cumplido, y también le dijo que ya se
lo esperaba desde la primera vez que hablaron; y que, pues había
alcanzado tan alta dignidad y seguía sin otorgar ningún privilegio, ya
no podía esperar de él ninguna merced. El papa, cuando oyó hablar así a
don Illán, se enfadó mucho y le contestó que, si seguía insistiendo, le
haría encarcelar por hereje y por mago, pues bien sabía él, que era el
papa, cómo en Toledo todos le tenían por sabio nigromante y que había
practicado la magia durante toda su vida.
»Al ver don Illán qué pobre recompensa recibía del papa, a pesar de
cuanto había hecho, se despidió de él, que ni siquiera le quiso dar
comida para el camino. Don Illán, entonces, le dijo al papa que, como
no tenía nada para comer, habría de echar mano a las perdices que había
mandado asar la noche que él llegó, y así llamó a su criada y le mandó
que asase las perdices.
»Cuando don Illán dijo esto, se encontró el papa en Toledo, como deán
de Santiago, tal y como estaba cuando allí llegó, siendo tan grande su
vergüenza que no supo qué decir para disculparse. Don Illán lo miró y
le dijo que bien podía marcharse, pues ya había comprobado lo que podía
esperar de él, y que daría por mal empleadas las perdices si lo
invitase a comer.
»Y vos, señor Conde Lucanor, pues veis que la persona a quien tanto
habéis ayudado no os lo agradece, no debéis esforzaros por él ni seguir
ayudándole, pues podéis esperar el mismo trato que recibió don Illán de
aquel deán de Santiago.
El conde pensó que era este un buen consejo, lo siguió y le fue muy bien.
Y como comprendió don Juan que el cuento era bueno, lo mandó poner en este libro e hizo los versos, que dicen así:
Cuanto más alto suba aquel a quien ayudéis,
menos apoyo os dará cuando lo necesitéis.