Dice la tradición toledana que en las noches de luna clara y luminosa, se vislumbra una sombra flotando sobre ella y sus alrededores. Es el espíritu del príncipe Abul-Walid que sale de su tumba para contemplar las siluetas de las viviendas, torres y cúpulas de la ciudad dibujándose en el resplandor lunar.
Dice
la tradición toledana que en las noches de luna clara y luminosa, se
vislumbra una sombra flotando sobre ella y sus alrededores. Es el
espíritu del príncipe Abul-Walid que sale de su tumba para contemplar
las siluetas de las viviendas, torres y cúpulas de la ciudad
dibujándose en el resplandor lunar. Corría el año 1083 y reinaba en
Toledo Yahia Alkadir, nieto de Al-Mamum. Alfonso VI cercaba la ciudad
arrasando las campiñas, esperando que el hambre obligara a rendirse a
los musulmanes que defendían la plaza. Yahia recurrió al recuerdo de la
amistad del rey castellano con su padre, de los beneficios que de aquel
recibiera; se rebajó a ofrecerle tributo, un tanto gravoso para sus
arcas y sus posibilidades; pero nada de ello hizo ablandar el corazón
del «de la mano horadada», quien rechazaba todos los razonamientos y
ofertas que a cambio de abandonar el sitio pudieran hacérsele. Sólo
deseaba tomar la capital del reino moro de Toledo.
Yahia
acudió a los reyes moros amigos, manifestándoles las terribles
consecuencias que para el poder árabe tendría la caída de Toledo en
manos cristianas; pero sólo encontró apoyo en las taifas de Zaragoza y
Badajoz; sin embargo, la fortuna le volvía la espalda, pues el rey de
Zaragoza murió antes de poder llevar a cabo su proyecto de ayuda y el
de Badajoz murió también, después de ser derrotado por las tropas de
Alfonso, que le salieron al paso cuando se dirigía hacia Toledo. Yahia
no se resignaba a perder su reino y envió nuevos mensajeros al otro
lado del estrecho, al norte de África. Los reyes africanos escucharon
la angustiosa petición de ayuda que les enviaba su hermano de raza y
decidieron mandar primero un observador para, una vez conocida la
situación y las necesidades reales, determinar definitivamente la clase
y cantidad de ayuda necesaria que debían enviar.
La elección recayó sobre el joven príncipe y valiente guerrero
Abul-Walid. Llegó el príncipe africano a Toledo y fue recibido por
Yahia, quien aproximadamente tendría su misma edad, como se acoge al
que se piensa que es nuestra única salvación, como un náufrago se
agarra a una tabla que flota en medio del mar y no tiene otro sitio
donde asirse. Muy pronto se percató Abui de la gravedad de la situación.
Durante su estancia en Toledo se hicieron fiestas y torneos en su honor
y conoció a Sobeyha, hermana de su anfitrión. El amor prendió entre
ambos jóvenes y, en medio del dolor de la desgracia que les amenazaba,
una chispa de gozo llenaba aquellos sensibles corazones.
A Abul, su cabeza te decía que tenía que volver a su tierra para contar
a los reyes moros lo que había visto en Toledo y así cumplir con la
misión que le había traído aquí, pero su corazón le retenía en la
capital musulmana; no quería abandonar aquellos ojos negros como la
noche, aquel cutis de terciopelo, aquellas mejillas tan suaves como
pétalos de rosa; en una palabra, no quería abandonar a aquella princesa
de la que se había enamorado locamente. Al final pudo más su obligación
y no tuvo otro remedio que dejar Toledo, pero con la promesa de volver
pronto con la ayuda precisa y con la intención de contraer matrimonio
con Sobeyha.
Mientras Abul se hallaba en África reclutando gente y preparando todo
lo necesario para volver a Toledo en ayuda de su amigo Yahia y con el
más íntimo deseo de volver a ver a su amada, Alfonso Vi se apoderó de
la ciudad, que no pudo resistir por más tiempo. Yahia abandonó el lugar
que le vio nacer, pero no pudo llevarse con él a su hermana, pues
Sobeyha, no pudiendo resistir las penalidades del sitio y consumida por
la enfermedad, había muerto.Un antiguo esclavo, Abén, que servía a Sobeyha desde niña, no acompañó
en su proscripción a su señorYahia, sino que quedó en Toledo para
cumplir una misión que aquella le encomendó antes de morir: que
esperara la venida de Abul y saliera a recibirle y le dijera que había
muerto pensando en él, que había muerto esperándole. La caída de Toledo
en poder de los cristianos levantó un intenso clamor de ansiedad y
dolor en el mundo musulmán, que no se resignó a perderla así, sin más,
sin intentar su recuperación. No había pasado mucho tiempo cuando
apareció ante Toledo un numeroso y formidable ejército sarraceno venido
de África para socorrer a sus hermanos, sin saber que Yahia se había
rendido y la ciudad ya se hallaba bajo el poder del rey castellano. Era
Abul-Walid que, después de resolver graves asuntos en su país y
recuperarse de una larga y grave enfermedad, volvía para cumplir la
promesa que un día dio a quienes habían confiado en él. Pero en verdad,
lo que le había sostenido y ayudado a vencer todos los obstáculos, lo
que le había dado fuerzas para luchar y resistir las horas de
desesperación, había sido el recuerdo de su amada Sobeyha. Ansiaba
volver para explicar a sus amigos los motivos de su tardanza y así
disipar las dudas y sospechas que muy posiblemente habrían anidado en
sus corazones y para asegurar sobre su vacilante trono al nieto de
Al-Mamum y hacer su esposa a su hermana. Pero al llegar frente a
Toledo, las malas noticias llegaron a él: la ciudad ya no pertenecía a
su pueblo, los cristianos habían conseguido tomarla y sus pendones
estaban enarbolados en sus torreones y Abén, el esclavo negro al que
había conocido durante su estancia en Toledo, le comunicó la muerte de
Sobeyha y sus últimas palabras. El corazón de Abul se llenó de tristeza
al conocer lo sucedido a su amada por boca de aquel esclavo. Dejó caer
la cabeza sobre su pecho y dos lágrimas se escaparon de sus ojos,
rodaron por sus mejillas y regaron el suelo de su tienda; mas sacando
fuerzas de flaqueza se repuso y exclamó: -He venido a liberar vuestra
ciudad y cumpliré mi promesa. Quiero volver a pisar los lugares que
ella tanto amó y es mi deseo visitarla en la tumba donde duerme su
último sueño.
El ejército de Abul ocupó los alrededores de
Toledo, al otro lado del río, situándose donde hoy se asientan los
cigarralesy la Academia de Infantería.
El puesto de mando quedó instalado en la explanada que hay en las
escarpadas y rocosas laderas del cerro que mira frente a la ermita de
la Virgen del Valle. La tienda de Abul-Walid, con sus ricas sedas y
valiosos tapices, se colocó junto a la mayor peña que corona el cerro y
domina el paisaje. A ella subía todos los días y al atardecer se
sentaba allí arriba y permanecía absorto y pensativo hasta que las
tinieblas se apoderaban totalmente de la Tierra, mirando a la ciudad
que guardaba en su seno los restos de la infeliz princesa Sobeyha.
Dicen que muchas veces se le veía doblar la cabeza sobre el pecho y
llorar amargamente.
Estudiada con sus capitanes la estrategia que seguir para entrar en la
ciudad y elegido el mejor momento para ello, dispuso su ejército para
ejecutar lo acordado y arengó a sus tropas diciéndoles que estaba
dispuesto a no moverse de allí hasta que no cayera Toledo en su poder y
que no esperaba menos de ellos. Que Alá premiaría su esfuerzo y valor.
Los cristianos, desde los torreones y almenas de las murallas, veían
todos los días al príncipe moro de pie en la alta roca y las numerosas
tiendas y fogatas que cubrían todo el campo que se extendía ante su
vista. Todo ello les infundía un gran temor y más cuando no tenían
entre ellos a su rey Alfonso, quien un tiempo atrás había partido para
León a fin de resolver ciertos asuntos importantes que requerían su
presencia, y aunque le habían enviado mensajeros solicitando su ayuda,
estos no habían conseguido atravesar el campo enemigo; pero allí se
encontraba el Cid Campeador, a quien el rey había dejado al mando de la
guarnición en el alcázar, el cual se propuso sorprender al ejército de
Abul-Walid. Así, se adelantó a las intenciones enemigas y una noche, a
favor de la oscuridad, salió de Toledo al frente de un numeroso
ejército, atravesó sigilosamente el río y en un rápido despliegue dio
un «golpe de mano» que sorprendió a las tropas musulmanas, sembrando el
desorden en sus filas. Las sombras fueron sus más firmes aliadas,pues
los moros llegaron a pelearse entre sí.
Al llegar las primeras luces del día, los musulmanes se dieron cuenta
de su desastre y lo peor fue que encontraron a su rey muerto en la gran
peña que casi nunca abandonaba. Su cuerpo estaba cubierto de heridas,
muestra de que se había batido con valentía y una flecha había
atravesado su pecho y le había partido el corazón.
Los jefes que aún permanecían vivos en el bando agareno dispusieron que
no había posibilidad de reconducir la situación y que lo mejor que
podían hacer, para salvar las vidas de los que quedaban en pie, era
rendirse. Así lo hicieron. Se entrevistaron con el Cid, el cual accedió
a su petición, permitiendo que el resto del ejército sarraceno volviera
a su tierra. Asimismo permitió que se enterrase el cuerpo de Abul-Walid
bajo la roca, a fin de que se cumpliera su deseo de permanecer
eternamente en ese lugar para poder contemplar, aunque fuera de lejos,
la ciudad que acogía el cuerpo de su amada. Por eso, a esta roca que
domina las alturas del cerro del Valle se la conoce desde entonces como
la “Peña del rey moro”.
Pero la historia no acaba aquí. Al pie de la «peña» se pueden ver
varios peñascos que, colocados unos sobre otros y vistos desde una
posición determinada, figuran la cabeza de un hombre ceñida por un
turbante. La tradición toledana explica el hecho de la siguiente
manera: Partidos los restos del ejército moro y habiendo vuelto la
tranquilidad a la zona, el alma de Abul-Walid salía todas las noches de
su sepultura y se sentaba sobre la gran roca para contemplar la ciudad
donde yacía su amada. Al llegar el alba volvía a su tumba. Cierto día,
estando cercano el clarear de la aurora, pidió a Alá que le permitiera
permanecer allí constantemente y no le obligase a ocultarse en su
sepultura y el dios, viéndole tan desgraciado, le otorgó lo que pedía
convirtiéndole en piedra.