La infanta Catalina de Austria, duquesa de Saboya recibió en Toledo
una majestuosa fiesta en una noche que se hizo memorable en los anales
de nuestra ciudad por el indudable porte de los asistentes a tan sonado
festín…
A media noche, cuando aún resonaban las campanadas en el reloj del
monasterio de Santo Domingo el Real, cercano a donde se realizaba el
acto, uno de los nobles caballeros invitados al ágape, a la sazón
consejero general de Finanzas y auditor de su Majestad don Sancho de
Córdoba, presenció como una bella dama pasaba sigilosamente entre los
grupos allí congregados.
Atraído por la belleza de la dama, y la fascinación que inspiraba, a
ella se aproximó e invitó para acompañarle en el baile que en ese
momento comenzaba. No recibía respuesta a sus palabras de elogio de tan
bella mujer, a la que ahora guiaba. La sensación que emanaba era de una
lividez extrema de su rostro que, incluso facilitaba la sensación de no
pisar la maravillosa alfombra que adornaba el área destinado a la danza
en tan bello palacio toledano.
Tras finalizar el baile, salieron al patio exterior, maravillosamente
adornado con innumerables plantas, al estilo de cómo se hace en Toledo
durante el Corpus, que no quedaba muy lejano, y de las que emanaban un
frescor acompañado por el murmullo de una fuente central magníficamente
realizada. Hacía cierto frescor nocturno y la dama no tapaba su
generoso escote con alguna prenda de abrigo, por lo que él, puso su
roja capa con noble broche de oro sobre los hombros de la dama, que
caminaba sin decir palabra. Tan sólo, tras acoger la capa en sus
blancos hombros profirió una queja, un lamento: “Qué frío”.
Llevó el caballero a la Dama dando un breve paseo hacia su residencia,
y al llegar cerca del Miradero, la dama rompió su silencio de nuevo:
- Caballero, no de un paso más en mi compañía, pues de seguir a mi lado
me haría una grave ofensa. Envíe al día siguiente a un criado a por su
capa a la calle Aljibes, en la casa de la Condesa de Orsino.
El caballero accedió cortésmente con la esperanza de ser él mismo el que recogiera la capa.
La dama se perdió entre las sombras de la noche toledana, mientras él
la veía alejarse lentamente, observando fascinado el suave caminar de
ésta.
Durante la noche, no dejó el caballero de pensar en la intrigante y
fría belleza de la dama. Pero lo que más le intrigaba era su mirada: sus ojos no tenían brillo.
Al día siguiente, dirigióse él personalmente en busca de la capa. El
palacio estaba en una estrecha calleja en cuyo fondo se observaba una
cruz. Llamó al enorme portón de madera y al poco se escucharon unos
pasos y el descorrer de un pesado cerrojo tras el que se abrió un
pequeño cuarterón de la puerta tras el que un anciano le preguntó qué
era lo que deseaba. Preguntó por la dama, a lo que el anciano respondió
que allí nadie vivía que respondiese a esa descripción, aunque permitió
el paso del caballero, que fue recibido posteriormente por una noble
señora enlutada, a la que refirió toda la historia acontecida la pasada
noche. La dama le respondió que probablemente habría sido objeto de una
pesada broma, puesto la dama a la que él hacía referencia, por la
notable descripción realizada, era su hija y ya iba para dos meses que
era muerta y enterrada.
El caballero sintió pesar por lo que creía una terrible equivocación, y
cuál no fue su sorpresa que, buscando el salir de la casa, levantó los
ojos y contempló un cuadro de gran tamaño que representaba a una dama
exactamente igual a la de la noche anterior: el mismo rostro, el mismo
vestido, el mismo anillo en su mano izquierda…
- Señora ¿quién es esta hermosa dama?
- La misma hija que por desgracia os dije que perdí.
- Pero… ¡si es la misma a la que yo anoche acompañé!
- Caballero, de nuevo ofendéis mi casa… Soñáis, acaso, o sois presa de
alucinación, pues ya os dije que hace tiempo que falleció.
Como hechizado salió de esta casa y regresó a su palacio. Pasó dos días
con terrible pesar, seguro de lo que había vivido aquella noche.
A la mañana siguiente, un hombre se presentó con la roja capa, que puso
sobre los hombros de la dama aquella noche… Había reconocido al dueño
de la capa por las armas del broche que portaba…
- ¿Dónde la hallaste? Preguntó con ansiedad el caballero.
- En el Campo Santo, junto a la tumba de la condesita de Orsino.