Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo,
hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en
los ángeles y que, sin embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica,
que tal vez presta el demonio a algunos seres para hacerlos sus
instrumentos en la tierra.
El la amaba; la amaba con ese amor
que no conoce freno ni límite; la amaba con ese amor en que se busca un
goce y sólo se encuentran martirios, amor que se asemeja a la felicidad
y que, no obstante, diríase que lo infunde el Cielo para la expiación
de una culpa.
Ella era caprichosa, caprichosa y extravagante,
como todas las mujeres del mundo; él, supersticioso, supersticioso y
valiente, como todos los hombres de su época. Ella se llamaba María
Antúnez; él, Pedro Alonso de Orellana. Los dos eran toledanos, y los
dos vivían en la misma ciudad que los vio nacer.
La tradición
que refiere esta maravillosa historia acaecida hace muchos años, no
dice nada más acerca de los personajes que fueron sus héroes.
Yo, en mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una sola palabra de mi cosecha para caracterizarlos; mejor.
El la encontró un día llorando, y la preguntó:
¿Por qué lloras?
Ella se enjugó los ojos, lo miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió a llorar.
Pedro,
entonces, acercándose a María le tomó una mano, apoyó el codo en el
pretil árabe desde donde la hermosa miraba pasar la corriente del río y
tornó a decirle:
¿Por qué lloras?
El Tajo se retorcía
gimiendo al pie del mirador, entre las rocas sobre las que se asienta
la ciudad imperial. El sol trasponía los montes vecinos; la niebla de
la tarde flotaba como un velo de gasa azul, y sólo el monótono ruido
del agua interrumpía el alto silencio.
{flickr4j_photo id='665009074' size='2'} - Foto: Leyendasdetoledo en Flickr.com
María exclamó:
No
me preguntes por qué lloro, no me lo preguntes, pues ni yo sabré
contestarte ni tú comprenderme. Hay deseos que se ahogan en nuestra
alma de mujer, sin que los revele más que un suspiro; ideas locas que
cruzan por nuestra imaginación, sin que ose formularlas el labio,
fenómenos incomprensibles de nuestra naturaleza misteriosa, que el
hombre no puede ni aun concebir. Te lo ruego, no me preguntes la causa
de mi dolor; si te la revelase, acaso te arrancaría una carcajada.
Cuando estas palabras expiraron, ella tornó a inclinar la frente y él a reiterar sus preguntas.
La hermosa, rompiendo al fin su obstinado silencio dijo a su amante con voz sorda y entrecortada:
Tú
lo quieres; es una locura que te hará reír; pero no importa; te lo
diré, puesto que lo deseas. Ayer estuve en el templo. Se celebraba la
fiesta de la Virgen, su imagen, colocada en el altar mayor sobre un
escabel de oro, resplandecía como un ascua de fuego; las notas del
órgano temblaban, dilatándose de eco en eco por el ámbito de la
iglesia, y en el coro los sacerdotes entonaban el Salve, Regina. Yo
rezaba, rezaba absorta en mis pensamientos religiosos, cuando
maquinalmente levanté la cabeza y mi vista se dirigió al altar. No sé
por qué mis ojos se fijaron, desde luego, en la imagen; digo mal; en la
imagen, no; se fijaron en un objeto que, hasta entonces, no había
visto, un objeto que, sin que pudiera explicármelo, llamaba sobre sí
toda mi atención... No te rías...; aquel objeto era la ajorca de oro
que tiene la Madre de Dios en uno de los brazos en que descansa su
Divino Hijo... Yo aparté la vista y torné a rezar... ¡Imposible! Mis
ojos se volvían involuntariamente al mismo punto. Las luces del altar,
reflejándose en las mil facetas de sus diamantes, se reproducían de una
manera prodigiosa.
Millones de chispas de luz rojas y azules, verdes y amarillas,
volteaban alrededor de las piedras como un torbellino de átomos de
fuego, como una vertiginosa ronda de esos espíritus de las llamas que
fascinan con su brillo y su increíble inquietud... Salí del templo;
vine a casa, pero vine con aquella idea fija en la imaginación. Me
acosté para dormir; no pude... Pasó la noche, eterna con aquel
pensamiento... Al amanecer se cerraron mis párpados, y, ¿lo creerás?,
aún en el sueño veía cruzar, perderse y tornar de nuevo una mujer, una
mujer morena y hermosa, que llevaba la joya de oro y pedrería; una
mujer, sí, porque ya no era la Virgen que yo adoro y ante quien me
humillo; era una mujer, otra mujer como yo, que me miraba y se reía
mofándose de mí. ¿La ves? parecía decirme, mostrándome la joya. ¡Cómo
brilla! Parece un círculo de estrellas arrancadas del cielo de una
noche de verano. ¿La ves? Pues no es tuya, no lo será nunca, nunca...
Tendrás acaso otras mejores, más ricas, si es posible; pero ésta, ésta,
que resplandece de un modo tan fantástico, tan fascinador..., nunca,
nunca. Desperté; pero con la misma idea fija aquí, entonces como ahora,
semejante a un clavo ardiendo, diabólica, incontrastable, inspirada sin
duda por el mismo Satanás... ¿Y qué?... Callas, callas y doblas la
frente... ¿No te hace reír mi locura?
{flickr4j_photo id='458908350' size='2'} - Foto: Charlie Wild en Flickr.com
Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su espada,
levantó la cabeza, que, en efecto, había inclinado, y dijo con voz
sorda:
-¿Qué Virgen tiene esa presea?
-La del Sagrario murmuró María.
-¡La del Sagrario! -repitió el joven con acento de terror-. ¡La del Sagrario de la Catedral! ...
Y en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma, espantada de una idea.
-¡Ah!
¿Por qué no la posee otra Virgen? -prosiguió con acento enérgico y
apasionado-. ¿Por qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en
su corona o el diablo entre sus garras? Yo se la arrancaría para ti,
aunque me costase la vida o la condenación. Pero a la Virgen del
Sagrario, a nuestra Santa Patrona, yo..., yo, que he nacido en Toledo,
¡imposible, imposible!
-¡Nunca! -murmuró María con voz casi imperceptible-. ¡Nunca!
Y siguió llorando.
Pedro
fijó una mirada estúpida en la corriente del río; en la corriente, que
pasaba y pasaba sin cesar ante sus extraviados ojos, quebrándose al pie
del mirador, entre las rocas sobre las que se asienta la ciudad
imperial.
¡La Catedral de Toledo! Figuraos un bosque de
gigantescas palmeras de granito que al entrelazar sus ramas forman una
bóveda colosal y magnífica, bajo la que se guarece y vive, con la vida
que le ha prestado, el genio, toda una creación de seres imaginarios y
reales.
Figuraos un caos incomprensible de sombra y luz, en
donde se mezclan y confunden con las tinieblas de las naves los rayos
de colores de las ojivas donde lucha y se pierde con la oscuridad del
santuario el fulgor de las lámparas.
Figuraos un mundo de
piedra, inmenso como el espíritu de nuestra religión, sombrío como sus
tradiciones, enigmático como sus parábolas, y todavía no tendréis una
idea remota de ese eterno monumento del entusiasmo y de la fe de
nuestros mayores, sobre el que los siglos han derramado a porfía el
tesoro de sus creencias; de su inspiración y de sus artes.
En su
seno viven el silencio, la majestad, la poesía del misticismo y un
santo honor que defiende sus umbrales contra los pensamientos mundanos
y las mezquinas pasiones de la tierra. La consunción material se alivia
respirando el aire puro de las montañas; el ateísmo debe curarse
respirando su atmósfera de fe.
Pero si grande, si imponente se
presenta la catedral a nuestros ojos a cualquier hora que se penetra en
su recinto misterioso y sagrado, nunca produce una impresión tan
profunda como en los días en que despliega todas las galas de su pompa
religiosa, en que sus tabernáculos se cubren de oro y pedrería; sus
gradas, de alfombras, y sus pilares, de tapices.
Entonces cuando
arden despidiendo un torrente de luz sus mil lámparas de plata; cuando
flota en el aire una nube de incienso, y las voces del coro y la
armonía de los órganos y las campanas de la torre estremecen el
edificio desde sus cimientos más profundos hasta las más altas agujas
que lo coronan, entonces es cuando se comprende, al sentirla, la
tremenda majestad de Dios, que vive en él, y lo anima con su soplo, y
lo llena con el reflejo de su omnipotencia.
El mismo día en que
tuvo lugar la escena que acabamos de referir se celebraba en la
catedral de Toledo el último de la magnífica octava de la Virgen.