Descripción del sitio
Cuentan que la infanta mora Galiana era una joven bellísima, de
melancólico mirar, cabellos y ojos negros y brillantes como el azabache
y cutis aterciopelado. De ella se decía:
“Galiana de Toledo / muy hermosa a maravilla / la mora más celebrada / de toda la morería”
Vivía en estos palacios de la alcazaba toledana rodeada de todos los
refinamientos del lujo, de todas las comodidades y placeres que su
padre, el rey Galafre, podía darle; sin embargo, le faltaba lo
primordial: el auténtico amor.
Una noche de verano, dos sombras se veían sentadas sobre la fresca
hierba del jardín de palacio, las dos con blanca túnica flotante. Se
trataba de Galiana, que no podía conciliar el sueño, y de su doncella
Geloria. La joven princesa, de vez en cuando levantaba sus ojos al
cielo cuajado de estrellas y suspiraba. Entonces, la doncella, sentada
a su lado, le preguntaba por sus afliciones. ¿Cómo ella, que todo lo
poseía, podía estar tan triste? Galiana respondía llena de melancolía
que si bien era verdad que nada le faltaba, sentía dentro de su alma
como un vacío que le impedía ser totalmente feliz.
Geloria, más avezada a las lides de la vida, le respondió que ese vacío
sólo podría llenarlo con «amor»; pero, ¿cómo ella que era querida y
correspondía a Abenzaide, gobernador de Guadalajara, podía estar falta
de amor? A esta reflexión la infanta miró con tristeza al lado
contrario de su esclava para que no le viera las lágrimas que empezaban
a deslizarse sobre sus mejillas y, al poco, abrió sus labios para
sincerarse con su doncella y amiga y declararle que ella no amaba a
Abenzaide. Reconocía su poder, fuerza y valentía; reconocía que élla
amaba con delirio; pero ella, por el contrario, le aborrecía porque le
sabía brusco, altivo y dominante. Y la princesa concluyó:
-Sé que mañana llegará, pues ya ha anunciado su venida, y estoy
dispuesta a decirle que no vuelva a venir a importunarme con sus
halagos.
Aún no se había extinguido el eco de estas palabras cuando, de detrás
de unos arbustos, apareció la figura de un caballero vestido con traje
cristiano que cayó a los pies de la infanta mora, la cual exhaló un
grito de terror, estrechándose contra su esclava que se hallaba tan
atemorizada como ella. Se trataba del joven príncipe Carlos, futuro
Carlomagno, que hacía pocos días que había llegado a la corte del rey
moro de Toledo.
Decían que para traer una misión que le había encargado su padre el rey
de Francia, Pipino el Breve, aunque él le confesó a Galiana aquella
misma noche que había venido movido por la fama de su hermosura y que
de ella se había enamorado tan loca como rápidamente. Siguió diciéndole
que osaba ahora decirle todo esto, después de escuchar sus palabras,
pues mientras él creyó que amaba a Abenzaide no se atrevió a mostrarle
sus sentimientos por respeto a ella ya su padre, que tan bien le había
acogido.
Los fuertes latidos que por temor habían alterado el corazón de
Galiana, ahora se trocaron en palpitaciones de gozo, pues ella también
se había fijado en el guapo y aguerrido príncipe cristiano y, sin darse
demasiada cuenta, el amor había empezado a anidar en su corazón. Pero
mayor fue su alegría, que no pudieron disimular sus ojos, cuando éste
le propuso cambiar los jardines de Toledo por los de Francia.
A esta propuesta, la joven y bella princesa contestó con un débil sí, a
la vez que ocultaba su rostro, teñido de rubor, en el pecho de su
esclava favorita.
Todo lo maravillosa y agradable que fue aquella noche para los amantes,
lo fue de desgraciado y penoso el día siguiente. En ese día llegó
Abenzaide, quien había venido con el único propósito de escuchar de
Galiana y de su padre Galafre la fecha definitiva de su casamiento,
pues con anterioridad sólo había recibido evasivas.
Cuando Abenzaide quiso ver a la princesa, sólo se presentó ante él su
esclava Geloria, quien le comunicó que su ama no deseaba verle y que le
rogaba no volviera a molestarla ni a turbar la calma de sus jardines y
aposentos, pues no le amaba.
Mudo de sorpresa quedó el orgulloso gobernador de Guadalajara al
escuchar aquellas palabras. No era posible, no podía creer que fueran
dirigidas a él. Geloria desapareció en las habitaciones de la infanta
mora cerrando la puerta tras de sí y Abenzaide quedó paralizado,
permaneciendo largo rato en la misma posición, sombrío y pensativo. Mas
de pronto, se rehízo, volvió en sí y lanzando un imponente grito de
rabia y dolor, se alejó. Pasó a ver a Galafre a quien le dio sus quejas
y después montó en su yegua y, acompañado de su lugarteniente Hassam,
partió, iracundo y con grandes deseos de venganza, hacia Guadalajara.
Cuando Galafre se halló con dos peticiones de boda para su hija, una de
Abenzaide y otra de Carlomagno, se encontró con un grave dilema. Por
una parte le era provechoso estar a bien con el poderoso rey de Francia
y por otra no le convenía desairar al orgulloso gobernador de
Guadalajara, quien además de ser de su raza, era vecino y con el
matrimonio se podían ensanchar los límites del reino de Toledo y evitar
enfrentamientos fronterizos. Consultó a los astrólogos y muftíes, los
cuales, mirando las leyes antiguas, le aconsejaron que lo más
conveniente era que los dos rivales se enfrentaran en un torneo a
muerte, donde se disputarían la mano de su hija. Galafre se vio
favorecido con esta solución, pues los dos enamorados de su hija
también se lo pidieron así, ya que cada uno confiaba en su habilidad y
destreza.
En una explanada a las afueras de Toledo se preparó el campo. Se
dispuso una tribuna para albergar a Galafre, su hija y los principales
de la corte agarena y, en una una calurosa mañana del mes de julio, se
produjo el enfrentamiento. La multitud ocupaba los alrededores desde
muy temprano, llena de emoción, animación y alegría y, contra lo
esperado, todas las simpatías estaban con el caballero cristiano.
Abenzaide era aborrecido por cuantos le conocían, por su crueldad. Su
feroz carácter le había granjeado el odio de sus vecinos y vasallos.
Por el contrario, Carlos era joven, hermoso y, lo más importante, todos
sabían que Galiana lo amaba y la princesa era muy querida en Toledo por
su belleza y bondad, lo que hacía que todos deseasen el triunfo del
príncipe francés.
Subieron al estrado padre e hija. Ésta reflejaba en sus ojos el dolor y
el miedo que le producía la posible muerte de su amado, que iba a
combatir por librarla del aborrecido Abenzaide. Galafre, que conocía la
inclinación de su hija, también se hallaba tremendamente preocupado.
Todo estaba preparado y en orden. Los dos adversarios vestidos con sus
más ricas armaduras, colocados uno frente al otro, montados en sus
briosos corceles que caracoleaban nerviosos y blandiendo sus armas. A
una señal de Galafre el combate dio comienzo a la vez que Galiana
cerraba los ojos para no ver la feroz pelea.
El primer choque fue tremendo. Las lanzas quedaron partidas y caballos
y caballeros, fundidos en una masa, desaparecieron entre una espesa
nube de polvo, mientras los gritos de ánimo de los espectadores
atronaba el ambiente. Tras un período de tiempo que se hizo eterno,
comenzó a disiparse la polvareda y se vislumbró la figura de uno de los
contendientes de pie, portando una espada en su mano derecha. Era
Carlos, que había vencido a su enemigo, que yacía a sus pies, al
haberle atravesado, con un certero golpe, el corazón.
Galiana, que permanecía con los ojos tapados, los abrió, al tiempo que
su rostro reflejaba una gran alegría, cuando oyó ala multitud que
aplaudía y coreaba el nombre de su amado, como señal de victoria.
Pocos días después partieron hacia las Galias los dos enamorados,
acompañados por el obispo Cixila, quien sería el que bautizase a la
princesa mora, que se convirtió al cristianismo, y después celebraría
los esponsales entre Carlomagno y Galiana en territorio francés.
Cuando Pipino el Breve murió, heredó el trono su hijo Carlomagno,
casado con la princesa toledana Galiana, los cuales tuvieron cinco
hijos, fueron los fundadores del Imperio de Occidente y los primeros
monarcas de la dinastía carolingia. Entre sus hijos, el más célebre fue
Ludovico Pío, fundador del condado de Cataluña y heredero de la corona
a la muerte de su padre.
Algunos autores apuntan el final de esta leyenda de corte histórico a
que una vez, Alfonso VI, antes de conquistar Toledo, visitó los
palacios de Galiana y, dando paseos por el patio se le vió en compañía
del fantasma de Abenzaide, que le sugirió cómo conquistar la ciudad...
Esta fue la venganza del Gobernador de Guadalajara.
Otra versión de esta leyenda nos dice que Carlomagno llegó a Toledo
huyendo de sus perseguidores en Francia y se refugió en el reino de
Galafre, quien le proporcinó refugio y le acogió gratamente. Que
después se enamoró de Galiana, la cual le correspondió y ambos amantes
decidieron, cuando había pasado el peligro en Francia, huir de Toledo
de forma subrepticia y, a pesar de que el rey moro de Toledo mandó
tropas a perseguirlos, no pudo impedir que llegasen a su destino. El
que escribió esta historia reprocha a Carlomagno su mal comportamiento
y el mal pago que dio a quien lo había acogido desinteresadamente.
También se pueden ubicar en estos palacios, que no se encuentran, como
muchos creen, en la zona actual, al lado del río, cerca de la actual
estación de trenes, sino en la zona que ahora ocupa el museo de Santa
Cruz, que va desde el “Arco de la Sangre” hasta el miradero. Eran unos
bastos palacios que constituían parte del “alficén” árabe con el que
contó la ciudad. Un conjunto de suntuosos palacios que poco a poco han
sido perdidos.