Los que asistían de continuo a formar el séquito de
presuntos galanes de doña Inés de Tordesillas, que tal era el nombre de
esta celebrada hermosura, a pesar de su carácter altivo y desdeñoso, no
desmayaban jamás en sus pretensiones; y éste animado con una sonrisa
que había creído adivinar en sus labios, aquél con una mirada benévola
que juzgaba haber sorprendido en sus ojos; el otro, con una palabra
lisonjera, un ligerísimo favor o una promesa remota, cada cual esperaba
en silencio ser el preferido. Sin embargo, entre todos ellos había dos
que más particularmente se distinguían por su asiduidad y rendimiento,
dos, que, al parecer, si no los predilectos de la hermosa, podrían
calificarse de los más adelantados en el camino de su corazón. Estos
dos caballeros, iguales en cuna, valor y nobles prendas, servidores de
un mismo rey y pretendientes de una misma dama, llamábanse Alonso de
Carrillo, el uno, y el otro, Lope de Sandoval.
Ambos habían
nacido en Toledo; juntos habían hecho sus primeras armas, y en un mismo
día, al encontrarse sus ojos con los de doña Inés, se sintieron
poseídos de un secreto y ardiente amor por ella, amor que germinó algún
tiempo retraído y silencioso, pero que al cabo comenzaba a descubrirse
y a dar involuntarias señales de existencia en sus acciones y discursos.
En
los torneos de Zocodover, en los juegos florales de la corte, siempre
que se les había presentado coyuntura para rivalizar entre sí en
gallardía o donaire, se habían aprovechado con afán ambos caballeros,
ansiosos de distinguirse a los ojos de su dama; y aquella noche,
impelidos, sin duda, por un mismo afán, trocando los hierros por las
plumas y las mallas por los brocados y la seda, de pie junto al sitial
donde ella se reclinó un instante después de haber dado una vuelta por
los salones, comenzaron una elegante lucha de frases enamoradas e
ingeniosas, epigramas embozados y agudos.
Los astros menores de
esta brillante constelación, formando un dorado semicírculo en torno de
ambos galanes, reían y esforzaban las delicadas burlas; y la hermosa
objeto de aquel torneo de palabras aprobaba con una imperceptible
sonrisa los conceptos escogidos o llenos de intención que ora salían de
los labios de sus adoradores como una ligera onda de perfume que
halagaba su vanidad, Ora partían como una saeta aguda que iba a buscar,
para clavarse en él, el punto más vulnerable del contrario: su amor
propio.
Ya el cortesano combate de ingenio y galanura comenzaba
a hacerse de cada vez más crudo; las frases eran aún corteses en la
forma, pero breves, secas, y al pronunciarlas, si bien las acompañaba
una ligera dilatación de los labios, semejante a una sonrisa, los
ligeros relámpagos de los ojos imposibles de ocultar, demostraban que
la cólera hervía comprimida en el seno de ambos rivales.
La
situación era insostenible. La dama lo comprendió así, y levantándose
del sitial se disponía a volver a los salones, cuando un nuevo
incidente vino a romper la valla del respetuoso comedimiento en que se
contenían los dos jóvenes enamorados. Tal vez con intención, acaso por
descuido, doña Inés había dejado sobre su falda uno de los perfumados
guantes, cuyos botones de oro se entretenía en arrancar uno a uno
mientras duró la conversación. Al ponerse de pie, el guante resbaló por
entre los anchos pliegues de seda y cayó en la alfombra. Al verlo caer,
todos los caballeros que formaban su brillante comitiva se inclinaron
presurosos a recogerlo, disputándose el honor de alcanzar un leve
movimiento de cabeza en premio de su galantería.
Al notar la
precipitación con que todos hicieron el ademán de inclinarse, una
impecable sonrisa de vanidad satisfecha asomó a los labios de la
orgullosa doña Inés, que después de hacer un saludo general a los
galanes que tanto empeño mostraban en servirla, sin mirar apenas y con
la mirada alta y desdeñosa, tendió la mano para recoger el guante en la
dirección en que se encontraban Lope y Alonso, los primeros que
parecían haber llegado al sitio en que cayera.
En efecto, ambos
jóvenes habían visto caer el guante cerca de sus pies; ambos se habían
inclinado con igual presteza a recogerle, y al incorporarse, cada cual
lo tenía asido por un extremo. Al verlos inmóviles, desafiándose en
silencio con la mirada y decididos ambos a no abandonar el guante que
acababan de levantar del suelo, la dama dejó escapar un grito leve e
involuntario, que ahogó el murmullo de los asombrados espectadores, los
cuales presentían una escena borrascosa que en el alcázar, y en
presencia del rey, podría calificarse de un horrible desacato.
No
obstante, Lope y Alonso permanecían impasibles, mudos, midiéndose con
los ojos, de la cabeza a los pies, sin que la tempestad de sus almas se
revelase más que por un ligero temblor nervioso que agitaba sus
miembros como si se hallasen acometidos de una repentina fiebre.
Los
murmullos y las exclamaciones iban subiendo de punto; la gente
comenzaba a agruparse en torno de los actores de escena; doña Inés, o
aturdida o complaciéndose en prolongarla, daba vueltas de un lado a
otro, como buscando dónde refugiarse y evitar las miradas de la gente,
que cada vez acudía en mayor número. La catástrofe era ya segura; los
dos jóvenes habían ya cambiado algunas palabras en voz sorda, y
mientras que con la una mano sujetaban el guante con una fuerza
convulsiva, parecían ya buscar instintivamente con la otra el puño de
oro de sus dagas, cuando se entreabrió respetuosamente el grupo que
formaban los espectadores y apareció el rey.
Su frente estaba serena; ni había indignación en su rostro ni cólera en su ademán.
Tendió una mirada alrededor, y esta sola mirada fue bastante
para darle a conocer lo que pasaba. Con toda la galantería del doncel
más cumplido, tomó el guante de las manos de los caballeros, que, como
movidas por un resorte, se abrieron si dificultad al sentir en contacto
de la del monarca y volviéndose a doña Inés de Tordesillas, que apoyada
en el brazo de una dueña parecía próxima a desmayarse, exclamó,
presentándolo, con acento, aunque templado, firme:
-Tomad, señora, y cuidad de no dejarlo caer en otra ocasión donde al devolvéroslo, os lo devuelvan manchado en sangre.
Cuando
el rey terminó de decir estas palabras, doña Inés, no acertaremos a
decir si a impulsos de la emoción o por salir más airosa del paso, se
había desvanecido en brazos de los que la rodeaban.
Alonso y
Lope, el uno estrujando en silencio entre sus manos el birrete de
terciopelo, cuya pluma arrastraba por la alfombra, y el otro
mordiéndose los labios hasta hacerse brotar la sangre, se clavaron una
mirada tenaz e intensa.
Una mirada en aquel lance equivalía a un
bofetón, a un guante arrojado al rostro, aun desafío a muerte. Al
llegar la medianoche, los reyes se retiraron a su cámara. Terminó el
sarao, y los curiosos de la plebe, que aguardaban con impaciencia este
momento formando grupos y corrillos en las avenidas de palacio,
corrieron a estacionarse en la cuesta del alcázar, los Miradores y el
Zocodover.
Durante una o dos horas, en las calles inmediatas a
estos puntos reinó un bullicio, una animación y un movimiento
indescriptibles. Por todas partes se veían cruzar escuderos
caracoleando en sus corceles ricamente enjaezados, reyes de armas con
lujosas casullas llenas de escudos y blasones, timbaleros vestidos de
colores vistosos, soldados cubiertos de armaduras resplandecientes,
pajes con capotillos de terciopelo y birretes coronados de plumas, y
servidores de a pie que precedían las lujosas literas y las andas
cubiertas e ricos paños, llevando en sus manos grandes hachas
encendidas, a cuyo rojizo resplandor podía verse a la multitud que, con
cara atónita, labios entreabiertos y ojos espantados, miraba desfilar
con asombro a todo lo mejor de la nobleza castellana, rodeada en
aquella ocasión de un fausto y un esplendor fabulosos.
Luego,
poco a poco fue cesando el ruido y la animación; los vidrios de colores
de las altas ojivas del palacio dejaron brillar; atravesó entre los
apiñados grupos la última cabalgata; la gente del pueblo, a su vez,
comenzó a dispersarse en todas direcciones, perdiéndose entre las
sombras del enmarañado laberinto de calles oscuras, estrechas y
torcidas, y ya no turbaba el profundo silencio de la noche más que el
grito lejano de vela de algún guerrero, el rumor de los pasos de algún
curioso que se retiraba el último o el ruido que producían las albadas
de algunas puertas al cerrarse, cuando en lo alto de la escalinata que
conducía a la plataforma del palacio apareció un caballero, el cual,
después de tender la vista por todos los lados, como buscando a alguien
que debía esperarlo, descendió lentamente hacia la cuesta del alcázar,
por la que se dirigió hacia el Zocodover.
Al llegar a la plaza
de este nombre se detuvo un momento y volvió a pasear la mirada a su
alrededor. La noche estaba oscura; no brillaba una sola estrella en el
cielo, ni en toda la plaza se veía una sola luz, no obstante, allá a lo
lejos, y en la misma dirección en que comenzó a percibirse un ligero
ruido como de pasos que iban aproximándose, creyó distinguir el bulto
de un hombre: sin duda, el mismo a quien parecía aguardaba con tanta
impaciencia.
El caballero que acababa de abandonar el alcázar
para dirigirse a Zocodover era Alonso Carrillo, que, en razón al puesto
de honor que desempeñaba cerca de la persona del rey, había tenido que
acompañarle en su cámara hasta aquellas horas. El que, saliendo de
entre las sombras de los arcos que rodeaban la plaza, vino a
reunírsele, Lope de Sandoval. Cuando los dos caballeros se hubieron
reunido cambiaron algunas frases en voz baja.
-Presumí que me aguardabas -dijo el uno.
-Esperaba que lo presumirías -contestó el otro.
-¿Y adónde iremos?
-A cualquier parte donde se puedan hallar cuatro palmos de terreno donde revolverse y un rayo de claridad que nos alumbre.
Terminado
este brevísimo diálogo, los dos jóvenes se internaron por una de las
estrechas calles que desembocan en el Zocodover, desapareciendo en la
oscuridad como esos fantasmas de la noche que, después de aterrar un
instante al que los ve, se deshacen en átomos de niebla y se confunden
en el seno de las sombras.
Largo rato anduvieron dando vueltas a través de las calles de
Toledo, buscando un lugar a propósito para terminar sus diferencias;
pero la oscuridad de la noche era tan profunda, que el duelo parecía
imposible. No obstante, ambos deseaban batirse, y batirse antes que
rayase el alba, pues al amanecer debían partir las huestes reales, y
Alonso con ellas.
Prosiguieron, pues, cruzando al azar plazas
desiertas, pasadizos sombríos, callejones estrechos y tenebrosos, hasta
que, por último, vieron brillar a lo lejos una luz, una luz pequeña y
moribunda, en torno a la cual la niebla formaba un cerco de claridad
fantástica y dudosa.
Habían llegado a la calle del Cristo, y la luz que se divisaba en
uno de sus extremos parecía ser la del farolillo que alumbraba en
aquella época, y alumbra aún, a la imagen que le da su nombre.
Al
verla, ambos dejaron escapar una exclamación de júbilo y, apresurando
el paso en su dirección, no tardaron mucho en encontrarse junto al
retablo en que ardía.
Un arco rehundido en el muro, en el fondo
del cual se veía la imagen del Redentor enclavado en la cruz y con una
calavera al pie; un tosco cobertizo de tablas que lo defendía de la
intemperie, y el pequeño farolillo colgado de una cuerda, que lo
iluminaba débilmente, vacilando al impulso del aire, formaban todo el
retablo, alrededor del cual colgaban algunos festones de yedra que
habían crecido entre los oscuros y rotos sillares, formando una especie
de pabellón de verdura.
Los caballeros, después de saludar
respetuosamente a la imagen de Cristo quitándose los birretes y
murmurando en voz baja una corta oración, reconocieron el terreno con
una ojeada, echaron a tierra sus mantos, y apercibiéndose mutuamente
para el combate y dándose la señal con un leve movimiento de cabeza,
cruzaron los estoques. Pero apenas se habían tocado los aceros, y antes
que ninguno de los combatientes hubiese podido dar un solo paso o
intentar un golpe, la luz se apagó de repente y la calle quedó sumida
en la oscuridad más profunda. Como guiados de un mismo pensamiento, y
al verse rodeados de repentinas tinieblas, los dos combatientes dieron
un paso atrás, bajaron la suelo las puntas de sus espadas y levantaron
los ojos hacia el farolillo, cuya luz, momentos antes apagada, volvió a
brillar de nuevo al punto en que hicieron ademán de suspender la pelea.
-Será
alguna ráfaga de aire que ha abatido la llama al pasar -exclamó
Carrillo, volviendo a ponerse en guardia y previniendo con una voz a
Lope, que parecía preocupado.
Lope dio un paso adelante para
recuperar el terreno perdido, tendió el brazo y los aceros se tocaron
otra vez; mas, al tocarse, la luz se tornó a apagar por sí misma,
permaneciendo así mientras no se separaron los estoques.
-En
verdad que esto es extraño -murmuró Lope, mirando al farolillo, que
espontáneamente había vuelto a encenderse y se mecía con lentitud en el
aire, derramando una claridad trémula y extraña sobre el amarillo
cráneo de la calavera colocada a los pies del Cristo.
-¡Bah!
-dijo Alonso-. Será la beata encargada de cuidar del farol del retablo
sisa a los devotos y escasea el aceite, por la cual la luz, próxima la
morir, luce y se oscurece a intervalos en señal de agonía.
Y
dichas estas palabras, el impetuoso joven tornó a colocarse en actitud
de defensa. Su contrario le imitó; pero esta vez no tan solo volvió a
rodearlos una sombra espesísima e impenetrable, sino que la mismo
tiempo hirió sus oídos el eco profundo de una voz misteriosa, semejante
a esos largos gemidos del vendaval, que parece que se queja y articula
palabras al correr aprisionado por las torcidas, estrechas y tenebrosas
calles de Toledo.
Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana,
nunca pudo saberse; pero al oírla ambos jóvenes se sintieron poseídos
de tan profundo terror, que las espadas se escaparon de sus manos, el
cabello se les erizó y por sus cuerpos, que estremecía un temblor
involuntario, y por sus frentes, pálidas y descompuestas, comenzó a
correr un sudor frío como el de la muerte.
La luz, por tercera vez apagada, por tercera vez volvió a resucitar, y las tinieblas se disiparon.
-Ah!
-exclamó Lope al ver a su contrario entonces, y en otros días su mejor
amigo, asombrado como él, como él pálido e inmóvil-. Dios no quiere
permitir este combate, porque es una lucha fraticida, porque un combate
entre nosotros ofende al cielo ante el cual nos hemos jurado cien veces
una amistad eterna.
Y esto diciendo, se arrojó en los brazos de Alonso, que le estrechó entre los suyos con una fuerza y una efusión indecibles.